Poco se supo, durante aquellos años, de la condición con la que convivía desde pequeño. La talasemia menor, heredada de su ascendencia griega, afecta la capacidad del cuerpo para transportar oxígeno, lo que en partidos al límite o con temperaturas extremas podía traducirse en fatiga repentina, mareos o calambres. Sampras lo enfrentaba con suplementos y disciplina, sin convertirlo en argumento. Años después, en una tertulia para ATPTour.com junto a Novak Djokovic y Tim Henman, reconoció lo demandante de sostenerse al tope: “Era estresante, no podía dormir bien, no comía bien… esos años como número uno me consumieron mucha carga emocional. Hacerlo seis temporadas seguidas fue, para mí, el mayor logro de mi carrera”. Djokovic, que luego superaría esas casi trescientas semanas en lo alto, admitió no imaginar ese nivel de exigencia prolongada. Para Sampras, el desafío no era solo vencer a sus rivales, sino también sortear una barrera invisible que eligió nunca convertir en justificación.

Contra Boris Becker, Sampras escribió algunos de los capítulos más memorables de los noventa. Wimbledon 1995 fue uno de ellos: un duelo de saque y volea que se decidió por detalles y en el que Sampras, casi como un ángel de blanco sobre el césped, exhibió un dominio absoluto. No era solo una batalla de golpes, sino un pulso mental entre dos campeones que sabían cómo convertir una final en espectáculo. Aquella victoria reforzó su reinado en la superficie más tradicional y lo instaló, a los 23 años, como el hombre a batir en el circuito.

Sir Elton John con Sampras y su icónico rival, Andre Agassi, con quien tanto compartió fuera de las canchas.

Paul Natkin/Getty Images

Con Andre Agassi, la historia era distinta. El “niño malo” del tenis estadounidense representaba el contraste perfecto: carisma mediático, estética rebelde y un juego de fondo eléctrico. Sampras, en cambio, era precisión quirúrgica y temple imperturbable. Se enfrentaron en 34 ocasiones, con el de origen mediterráneo imponiéndose en 20 de ellas, muchas en momentos clave. Entre todas, hay una que ocupa un lugar especial: la final del US Open 2002, último torneo que jugó en su carrera, y que cerró con una victoria impecable ante su gran rival de siempre. Aquel triunfo fue un epílogo perfecto. En la pista central de Flushing Meadows, Sampras levantó su 14.º Grand Slam y dejó una imagen que parecía sacada de un guion: el campeón silencioso venciendo, una vez más, al showman, para marcharse sin discursos grandilocuentes ni giras de despedida. Simplemente, se fue como vivió: dejando que sus raquetazos hablaran por él.

Hoy, en su cumpleaños, su figura sigue proyectando una sombra imponente sobre el tenis moderno. Su legado no se mide solo en trofeos, récords o semanas en lo más alto, sino en la forma en que redefinió el éxito: sin alardes, con disciplina y un respeto absoluto por el juego. Pete Sampras demostró que, incluso en un deporte plagado de egos y focos, se puede ser leyenda sin levantar la voz.