«Ha sido muy fácil, Joaquín. Sólo he tenido que investigar un poco. Recordar y ordenar los datos de tu vida personal que me contaste … cuando trabajábamos juntos en Madrid. Trazar un mapa de acciones para ir acercándome a ti, para que sientas lo que yo sentí, y apliques contigo mismo esas interesantes teorías que tienes sobre el alma humana. Lo llamabas la «sombra» de Jung, ¿no? ¿Cuáles son las sombras que hay en tu interior? ¿Cuáles son las sombras que te están llevando a querer convertirte en lo que yo soy? Porque es eso, ¿no? Se empieza por dudar y se termina renegando de todo en lo que uno creía. Dedicamos mucho tiempo a construir los cimientos sobre los que vamos a levantar nuestra personalidad y nuestra vida, pero basta muy poco para que se tambaleen. Un golpe de viento, un empujoncito, un temblor sentimental que puede convertirse en un terremoto si vamos perdiendo a quienes más queremos. No has podido salvar a Eusebio ni a Luisa, y no podrás salvar a tu hermano. La sangre, ¿recuerdas? Él sufre una enfermedad de la sangre y eso no tiene remedio. Es veneno, ¿entiendes? Para ti también, aunque el veneno de la sangre de tu hermano que te corroe no tiene nada que ver con la enfermedad ni con la muerte, sino con la falta de afecto, Joaquín. Nunca podrás superar eso. Nunca superarás que él sea el buen hijo y tú no, por mucho que te empeñes en creer que en realidad no lo es. Está Felipe, y luego Luis, y por último tú, en el juego de los afectos familiares. Pregúntaselo a tu madre, si es que está dispuesta a sincerarse contigo. Quizá no quiera, o prefiera evadir la cuestión del tercer hijo no deseado, cuando tus padres no podían siquiera alimentar correctamente a los dos primeros, tan queridos y deseados. Y llegaste tú para complicarlo todo un poco más, para poner a tus padres al borde del abismo. Pero lo superaron a pesar de todo, a pesar de ti. Yo lo sé. Despierta, Moya, despierta».
Moya se incorporó en la cama sudando. Era como si Miguel Serrano hubiera estado en esa misma habitación, su cuarto de niño en la casa de sus padres, ahora de su madre, a quien había acudido en busca de consuelo. «Las pesadillas sólo están dando forma a tus propios pensamientos». Pero qué razón había en los sueños. ¿Explicaban su presente, preveían su futuro? Su madre se había sentido incómoda por su visita, aunque había tratado de disimularlo siendo amable y cariñosa.
– Perdona, Joaquín, pero he quedado. Iba a salir por la puerta cuando has llamado.
– Lo siento, pero ¿te importa que me eche un rato en la cama? No me encuentro bien.
– ¿Qué tienes? –Amalia le tocó la frente y las mejillas, mientras Joaquín farfullaba algo sobre la muerte de Eusebio, la Alhambra y el cementerio-. Anda, ven. Acuéstate.
Lo había dejado en su cuarto, arropándolo en la cama, como cuando era pequeño. «Todo lo que nos ocurre está en la infancia», había pensado Moya justo antes de dormirse, quizá por eso había tenido esos sueños. Miró su reloj: eran las tres de la tarde. Había dormido casi dos horas. Escuchó ruidos en la cocina. ¿No le había dicho su madre que se iba? Se sintió culpable por haber hecho que se quedase. ¿Qué planes tendría? Joaquín escuchó una risa de hombre, que le sobresaltó. ¿Con quién estaba hablando su madre? Sintió un dolor en las sienes, como una palpitación.
El hombre que estaba en la cocina con su madre tenía un aire que le resultaba familiar, pero Moya no sabía de qué. Quizá porque le recordaba un poco a Eusebio, aunque tenía el pelo más abundante, todavía negro e muchas partes, peinado hacia atrás. Pero era la cara ancha y de mandíbula fuerte lo que llamaba la atención, porque desprendía una energía animal, y la dentadura, muy blanca para su edad, pues rondaría los setenta años, algo más joven que su madre.
– Ah, Joaquín, ¿estás mejor? Ven que te presente a un amigo.
«Vaya, pensó Moya. ¿De ahí la incomodidad? Qué callado se lo tenía». Una especie de rabia lo inundó contra ese hombre, que lo miraba divertido, lo que acentuó ese aire familiar que Joaquín no acertaba a explicarse.
– Es Miguel –dijo Amalia, y Moya estuvo a punto de gritar-. Habíamos quedado a comer, pero no quería dejarte solo, y ha venido a casa.
– Para cuidarte –dijo el hombre, ofreciéndole una mano a Moya, que al principio este ignoró, pero que se vio cogiendo blandamente, todo lo contrario que Miguel, que acogió la suya y la apretó hasta hacerle gemir de dolor-. Por fin. Llevaba mucho tiempo queriendo conocerte. Amalia no hace más que hablar de ti. Y puedes llegar a ser un tema muy interesante de conversación, te lo aseguro. Tienes muy preocupada a tu madre, ¿lo sabías?
– Anda, anda, no digas esas cosas –intervino Amalia, y Joaquín tuvo un déjâ vu, como si llevara años discutiendo en esa cocina con sus hermanos y obligando a su madre a poner paz entre ellos. No podía dejar de mirar los ojos negros y fríos de Miguel.