Sábado, 16 de agosto 2025, 00:16
Un libro pasa por mil manos hasta llegar a las de Juan Antonio. Ojalá los libros tuvieran ojos y boca, para que así pudieran ver y contar ese camino desde la imprenta hasta el almacén, del almacén a una caja, de ahí a un camión, de la caja al estante de la librería, luego a las manos de su primer dueño, con el tiempo a las del segundo, después a ese amigo al que se le presta casi siempre sin vuelta para a continuación ser arrojado al olvido y, por último, al final del intrincado laberinto, a las manos de Juan Antonio.
Los libros olvidados acaban en las manos de Juan Antonio. Esos libros que se donan a ONGs, que se venden al peso o que la gente, antes de tirar a la basura, regala al librero callejero. En ocasiones le llaman cuando van a vaciar un piso. A él se le abren los ojos como platos, canino como está de hacerse con más ejemplares olvidados, ansioso de desplegar nuevos títulos sobre su manta en Blasco Ibáñez, y marcha raudo y veloz a seleccionar los ejemplares que le hagan papel, nunca mejor dicho.
Es curioso cómo la gente se desprende de libros como ‘La insoportable levedad del ser’ de Kundera, ‘Siddartha’ de Hesse o ‘El extranjero’ de Camus. Libros profundísimos que se han convertido en clásicos y que a Juan Antonio nunca le faltan. A ellos se suman las tres míticas distopías en las que tantas ‘Black Mirrors’ de hoy día se han basado: ‘1984’, ‘Un mundo feliz’ y ‘Farenheit 451’. Esas las vende que da gusto. De hecho, yo mismo le compré la de Orwell hace casi diez años ya, cuando tenía dieciocho o diecinueve, y todavía la conservo, toda descolorida y estropeada, pero con un gran valor simbólico.
En septiembre volverá a extender su manta, pero es bastante posible que sea su último año. Aunque lleva cinco años repitiendo lo mismo y ahí lo tienes, como al último mohicano, el único que queda de la nutrida colla de libreros callejeros que habitaba los campus universitarios hace diez o quince años
Juan Antonio, el librero callejero de Blasco Ibáñez
Jesús Signes
Juan Antonio acumula 66 primaveras a la espalda. Rememora su atolondrada vida apoyado en el pilar de la entrada de la Facultad de Historia. Hace cinco años, la última vez que hablé con él, la pandemia había arrasado con sus ventas y se había recuperado tan solo a medias. En el lustro que le siguió, cuenta, las ventas han seguido descendiendo paulatinamente, curso tras curso, hasta este que acaba de terminar, en el que ha vendido más o menos la mitad que el anterior. Feo asunto.
En septiembre volverá a extender su manta, pero es bastante posible que sea su último año. Aunque también es cierto que lleva cinco años repitiendo lo mismo y ahí lo tienes, como al último mohicano, el único que queda de la nutrida colla de libreros callejeros que habitaba los campus universitarios hace diez o quince años. Han ido desapareciendo todos, porque el de librero en la calle es un oficio complicado. Requiere que la persona que lo desempeñe tenga mucho tiempo y pocos caprichos. Aunque a Juan Antonio tampoco se le ve muy consternado al proyectar un futuro sin su tenderete. Dice que quiere irse a vivir a África por un tiempo, y no me extrañaría nada que lo hiciera. Toda su vida ha ido de un lado a otro, abriéndose camino entre las zarzas y, cuando ya estaba allanado el asunto, virando de nuevo hacia la zarza para segarla de nuevo donde más fuerte crecía.
Juan Antonio, el librero callejero de Blasco Ibáñez
Jesús Signes
Se inició en la lectura como los mejores lectores: con Mortadelo y Filemón. Vivió en Francia hasta los seis años y desarrolló desde muy pronto una gran afición por el cine. Recuerda cómo su padre le llevaba a ver ‘Los hermanos Marx’ o ‘Tarzán’. Igual de temprana fue su afición por el fútbol, de la que hoy todavía presume. Lo llaman Johan, por Johan Cruyff, y lo cierto es que el parecido con el futbolista es bastante razonable.
Juan Antonio no se dejó engullir por las garras del sistema. No se conformó con ver la vida pasar delante de un ordenador
Con quince años entró al Levante. Dice que no prosperó en el equipo porque en aquella época se valoraba más a los tipos grandes «de patadón al balón y 1,80 de altura» que a los que eran como él, más hábiles y rápidos, pero más pequeños. Superó la mayoría de edad y no quiso estudiar una carrera. Para aquel momento ya era evidente que los estudios reglados no iban con Juan Antonio. Él era más de asistir a alguna que otra clase como oyente y, principalmente, de estudiar por su cuenta en la biblioteca. Aprendió mucha filosofía, historia del arte y también educación física. Trabajó durante varios años como administrativo y como encuestador para el INE. «En aquella época, me di cuenta de que redondeando hacia un lado o el otro, las encuestas pueden vacilar», revela. También fue entrenador de baloncesto y modelo en la Facultad de Bellas Artes, donde posaba desnudo. Y figurante. Durante algunos años hizo algunos anuncios, apareció en alguna que otra película y fue coordinador de figurantes. Hasta que falleció su madre y estalló el 15-M.
Lo recuerda todo con esa vanidad de quienes han sabido exprimir la vida. Juan Antonio no se dejó engullir por las garras del sistema. No se conformó con ver la vida pasar delante de un ordenador. Con las protestas del 15-M que nos hicieron creer como ilusos que la política española dejaría de ser peor que un patio de colegio, Juan Antonio dio un nuevo volantazo vital. Pasaba por apuros económicos y, de pronto, se le ocurrió una idea. Sin darle demasiadas vueltas, seleccionó una decena de libros y se plantó con su manta en el Mercado Central. Los vendió todos. Al día siguiente, fue a la puerta de una biblioteca -de la que, dicho sea de paso, le echaron-, y al siguiente a la Facultad de Filosofía. Allí estuvo cinco años, y los ocho siguientes en la de Historia.
Juan Antonio, el librero callejero de Blasco Ibáñez
Jesús Signes
Cuenta que durante los primeros años se sacaba un sueldo de entre 800 y 1.000 euros (recuerde el lector que el salario mínimo en España era de 640 euros en 2012). Sin embargo, con el paso del tiempo, vio cómo las miradas al frente de los viandantes se fueron agachando hacia los inevitables smartphones. Y ese fue el principio del fin de su negocio, que hoy en día percibe 400 euros en los meses buenos. «Mira si me han hecho pupa los móviles», se jacta.
A día de hoy, es muy crítico con los catedráticos de la universidad. Salvando a algunos de ellos, los tilda de elitistas, y achaca que los jóvenes le compren menos que antes a que los docentes no les incitan a la lectura en sus clases. Le digo que bien, que quizás los jóvenes le compren menos, pero que son el grupo de edad que más lee según los índices oficiales. Y me dice que sí, que la Feria del Libro también está a reventar de jóvenes, y que él ha preguntado en Fnac y Casa del Libro y venden a espuertas, pero que comprar no es lo mismo que leer. «He preguntado a muchos libreros si creen que todo lo que venden se lee. ¿Y cuál es su respuesta? Silencio prolongado -sentencia-. A mí me llegan un montón de libros que que nunca se han abierto, que están en perfecto estado».
Una chica que lleva cinco minutos ojeando títulos le pregunta a Juan Antonio si solo acepta efectivo. «Bizum también, hay que adaptarse», le dice. Y la chica, encantada de la vida, se lleva cinco libros de entre cuatro y seis euros el ejemplar.
Aparece también Tonín, amigo de Juan Antonio y ex librero callejero. Tuvo que recoger su tenderete porque económicamente ya no le valía la pena y debía cuidar de su madre dependiente. Me cuenta que Juan Antonio es un observador genial de la evolución de la sociedad. Apoyado en su pilar, ha visto cómo ha cambiado todo a lo largo de los años. Tonín comenta que antes todo era menos hostil, que la gente iba con menos prisa y las personas se cogían más de la mano. Ahora hay menos amor, dice. «Si ves el mundo a nivel global, también vamos hacia una mayor hostilidad. Los estados quieren convertirse en imperios». ¿Qué leer contra la hostilidad, pues?, pregunto a los libreros callejeros. «La inmortalidad, de Kundera -dice Juan Antonio-. Habla de que hay una inmortalidad diaria que no cesa. Yo me siento inmortal, invencible. Creo que deberíamos sentirnos más así». ¿Y Putin? ¿Qué debería leer Putin para dejar de ser un pirado?, insisto. «¡La Biblia!», declama.
Juan Antonio es todo un personaje. Vive en un piso compartido en la Avenida Ramón y Cajal junto a un boxeador cubano y una encargada de casino. Dice que la universidad no le deja guardar sus libros dentro. «¡No vendo droga, vendo cultura, hombre!», dice. Le preocupa el mundo y los derroteros hacia los que se dirige. «Seguirán subiendo los precios y ¿quién lo pagará? Los niños y la gente normal», dictamina. «Cuando tenía dieciocho pensaba que la paz reinaría en el mundo, pero ya ves. Lo de Gaza es una burrada. Y eso que allí no hay petróleo ni oro. ¡Los están matando de hambre y sed por un pedazo de tierra!». Dice que no ve la tele, y le preocupa escuchar a las nuevas generaciones decir que a España le hace falta otro Franco.
Quizás, el que viene sea el último año del librero callejero en Blasco Ibáñez. Puede que marche a África. O puede que se quede, que continúe apoyado en el pilar de la entrada de la Facultad de Historia por muchos años más. Aunque, repasando su haber, lo más seguro es que en el momento más inesperado dé otro volantazo vital y se esfume como una exhalación. Quizás el último volantazo, o quizás no. Ese día, el día que se ausente para no volver, la Avenida Blasco Ibáñez amanecerá de luto.
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