Decía Ortega y Gasset: «No puede comprenderse bien la historia de España sin haber construido la historia de las corridas de toros». Y no le falta razón pues la historia del toreo y su rechazo social y político van parejos en el devenir de los centenares de años de existencia.
En la magnífica película La vida de Brian hay una magistral escena que trascurre en un mercado donde la gente adquiría piedras de diversas formas y tamaños para lanzar en las tradicionales lapidaciones públicas.
En los alrededores de nuestras plazas de toros afortunadamente ya no se venden piedras, pero si banderas de España y souvenirs y carteles con toreros a hombros paseando orejas y rabos en sus manos.
Mantener esta tortura a un animal, actividad eufemísticamente camuflada como Patrimonio Cultural, simplemente por el negocio económico que acarrea y por dar el gusto a unos pocos, es un anacronismo inasumible en los tiempos que nos movemos donde en cualquier Ayuntamiento salen, un día sí y otro también, decretos y normas para proteger a los animales salvajes y domésticos.
Hoy en día, la exhibición pública de cualquier trofeo de caza es moralmente rechazable a la vista.
Es cierto que no hay norma que lo prohíbe y que en 2013 el PP lo protegió como bien patrio y es cierto también que nada se ha hecho para cambiar esto en el actual gobierno nacional, tampoco el regional en alguna de sus competencias, pero también es cierto que nada obliga a que se hagan corridas de toros con muerte y cada día vemos cómo va desapareciendo en muchas localidades españolas y de otros países.
Hace pocos días, el 6 de agosto, se produjo un nuevo homenaje a nuestro ilustre Gaspar Melchor de Jovellanos y es curioso que nadie haya tenido la sensatez de leer su informe contrario a los toros.
Sorprende que en Gijón se hayan vuelto a permitir y que la alcaldesa y sus socios del gobierno hablen de libertad cuando lo que se hace en una plaza pública es mostrar, en diversas fases y lances, con puyas, picas y estoques, el maltrata a un animal hasta su muerte.
Llamarlo como se quiera: arte, tradición, libertad (el diccionario está lleno de palabras que pueden servir para todo) pero esto no es más que una tortura gratuita que nadie querría para un ternero, caballo, perro, gato o pato.
Nada de lo que ocurre antes y durante el toreo carece de intención. Todo está pensado y medido. El toro es el único inocente que hay en una plaza de toros. El toro cuyo único error es ser fiero y bello.
No me explico como un ser humano puede asumir ver el albero del coso cubrirse de rojo, ver como sale sangre a borbotones por la boca del toro o dedicarse durante 15 minutos intensos a hacerle sufrir todo lo insufrible hasta que su cuerpo sangrante acabe en el suelo suplicando un último y definitivo sufrimiento.
Es curioso como quienes más rechazan la imposición de la cultura y la lengua asturiana, sus tradiciones culturales, sean quienes más defienden mantener la tradición de una brutalidad como esta impropia del siglo XXI y de un país como el nuestro.
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