En Las Palmas de Gran Canaria, hay casas que no aparecen en catálogos de arquitectura, pero en sus paredes se lee la historia de quienes las levantaron con sus propias manos. No hubo grandes constructoras, ni préstamos millonarios, ni plazos cerrados: hubo ingenio, paciencia y muchas horas robadas al descanso. Cuatro familias cuentan cómo, a golpe de pala, amistad y familia construyeron no solo un techo, sino un hogar.
Un barrio levantado ladrillo a ladrillo
Miguel Rodríguez sonríe al intentar recordar el año exacto en que se empezó a levantar su casa en San Juan. «Ni me acuerdo ya…», comparte entre risas y con la ironía del que ha vivido 92 años. Antes vivía en La Isleta, pero la oportunidad surgió cuando su tía Viviana inició una pequeña obra sobre una franja de terreno. Un vecino que había emigrado desde Venezuela le vendió un trozo más y así, entre trueques y favores, se amplió el solar. La primera planta ya estaba; Miguel levantó la segunda y la azotea con la ayuda de un vecino albañil. «Fue bastante rápido, unos seis meses. No llegó ni al millón de pesetas. Decidí hacerlo porque me casé e íbamos a formar una familia», recuerda.
Su casa es un edificio vivo: dos salones bajos que antes eran territorio de juegos infantiles, una primera planta con dos viviendas (una vendida, otra ocupada por un hijo), una tercera planta con una entrada que hace de biblioteca, y arriba, la azotea. Ese es su rincón favorito: «Me gusta subir, tomar el sol, leer el periódico y mirar el mar y las casas de colores de San Juan». Miguel sabe que esta forma de construir fue común: «La gran mayoría de las casas de este barrio fueron construidas así, las propias familias compraban el solar y construían sus vidas».
«Me gusta subir, tomar el sol, leer el periódico y mirar el mar y las casas de colores de San Juan»
Vistas desde las alturas del barrio de San Juan. / LP / DLP
Del taller familiar a una casa de 300 metros
A unos kilómetros, en el Salto del Negro, Lucila Medina recuerda cómo sus padres, José y Rosario, levantaron una casa enorme —más de 300 metros cuadrados— con la idea inicial de hacer un taller mecánico en la planta baja. «Se fue construyendo poquito a poco. Primero el taller, luego la vivienda y más tarde la azotea. Contrató ayuda, pero todo lo pagó él solo». Lucila empezó a vivir allí con 30 años y guarda escenas de invierno: «La casa es fría por los techos altos, así que mi padre hizo una chimenea. Nos reuníamos todos, parecía que estábamos en el Polo». Hoy no vive allí, pero la visita a menudo. Sabe que algún día la dividirá con su hermano: «Es demasiado grande para una sola familia».
«La casa es fría por los techos altos, así que mi padre hizo una chimenea. Nos reuníamos todos, parecía que estábamos en el Polo»
En Schamann, Mercedes García camina por una casa que ya no es la misma. Fue construida en los años 60 por sus abuelos, Manuel y Ana, que llegaron desde Valleseco buscando un futuro urbano para sus nietas. «Primero hicieron una planta. Mi abuela trabajaba en la Central Lechera y mi abuelo seguía yendo al campo. Poco a poco la casa creció hasta tener un piso más y un ático».
Entre sus recuerdos, un episodio insólito: unos inquilinos extranjeros con un mono en el patio. «Antes era distinto, siempre jugábamos en la calle o en la azotea. Me gustaría conservar la casa, pero ahora mi madre tiene alzhéimer, y si hay que venderla para cuidarla, se venderá», admite reconociendo que, aun así, le entristecería perder una casa que guarda tantos recuerdos: «pero la familia es lo primero».
«Primero hicieron una planta. Mi abuela trabajaba en la Central Lechera y mi abuelo seguía yendo al campo. Poco a poco la casa creció hasta tener un piso más y un ático»
Un salón para todos los cumpleaños
María Rodríguez Simón vive en Guanarteme, en una casa que la familia de su marido construyó sobre un solar comprado por su suegra. «Mi marido nació aquí. Cuando nos casamos, ella nos dejó la casa. Primero estaba todo muy antiguo; con el tiempo reformamos la cocina y añadimos un garaje». Su rincón favorito es el salón, escenario de todos los cumpleaños familiares: «Del primero al cuarto hijo, todos se celebraron aquí, con amiguitos y tarta», comparte con añoranza.
«Mi marido nació aquí. Cuando nos casamos, ella nos dejó la casa. Primero estaba todo muy antiguo; con el tiempo reformamos la cocina y añadimos un garaje»
Las cuatro historias coinciden en algo: el proceso de construcción fue tan importante como la casa terminada. Hubo trueques de terrenos, materiales reciclados, ayudas de vecinos y mucho trabajo manual. Las casas se levantaban por fases: primero una habitación o planta, luego otra cuando se podía. No se trataba de una obra cerrada, sino de un proyecto vital que crecía junto a la familia.
Miguel, que posa en las fotos del reportaje, contempla desde su azotea las casas de colores que salpican San Juan. A su alrededor, los muros y las escaleras que ayudó a levantar siguen firmes, igual que las historias que se esconden dentro de cada pared.
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