María Covadonga García Rodríguez es conocida en su pueblo como Cova. Tiene 62 años, y en diciembre fue diagnosticada con conectivopatía indiferenciada, que ella define como un “cóctel de enfermedades autoinmunes”, como el lupus y la artritis. Vecina de La Pereda, una aldea de Tineo limítrofe con Salas, donde desarrolla mayormente sus actividades del día a día, cuenta que la clave para sobrellevar la enfermedad es el apoyo de sus seres queridos: su hijo Mario, su marido, sus hermanas,y su amiga Albina. Esta es una historia de valentía y de superación y Cova no duda en desvelar su receta para afrontar un duro diagnóstico: “fuerza, seguir adelante y decir que no me paro”.
“Una rubita vestida con una funda subida en un camión mientras cortaba una chapa enorme con soplete, miré cuatro veces para comprobar si era real”. Así la recuerda su marido, Juan Ignacio Carrete, cuando la conoció. “Más me valdría portarme bien con ella”, pensó entre risas. Su hermana pequeña, Marisa García, coincide: “la voluntad y fuerza mental que tiene es primordial, yo no sé si podría”.
Una enfermedad cambiante
La conectivopatía indiferenciada es una enfermedad autoinmune poco frecuente, que puede afectar a 1 de cada 100.000 personas, según la plataforma médica de enfermedades raras Orphanet. Cova arrastra síntomas propios del lupus, que padecen unas 75.000 personas en España. Explica que sufre dolor intenso, inflamación de las articulaciones, mucha sensibilidad al sol, manchas en la piel y sequedad en ojos y labios, pero lo que más le desconcierta es que “hay un achaque distinto cada día”.
Conocía la dureza del lupus por su padre, afectado por lupus discoide. “Pasé de estar sana a decir, ¿esto qué es?”, recuerda sobre los primeros síntomas. Primero llegaron alergias inesperadas —frutos secos, frutas tropicales, tomates cherry— y luego una hinchazón tan fuerte en tobillos y manos que la piel rebosaba por encima del zapato. Su médico de cabecera decidió hacer pruebas y la derivó a la UVI de reumatología. “Lo primero que se me vino a la mente fue mi padre, cuando él lo tuvo no había tratamiento”.
Cova valora la rapidez con la que fue atendida en Tineo y Oviedo. Allí le explicaron el tratamiento: inyecciones que hoy se pone ella misma en casa, y acudir a revisiones periódicas que requieren una visita a la capital cada dos meses. “Las pruebas que me hacen allí requieren laboratorios que aquí son inviables, no se pueden pedir peras al olmo”, puntualiza.
Nueva forma de ver la vida
Su vida laboral estuvo siempre ligada a trabajos físicos exigentes: chatarrería,desguaces, almacenes de hierro. Hoy, tareas domésticas cotidianas se convierten en un reto. “Cualquier tarea del hogar se complica diez veces más, me pudo, me sumió en una depresión”, confiesa. La pérdida de masa muscular, los dolores y los cambios físicos han mermado su autoestima. “Pasé de una talla M a una XS, hubo días que no quería mirarme al espejo”, admite.
La enfermedad también le ha cambiado la mente. “Ha cambiado completamente mi manera de ver la vida”, cuenta. Antes pensaba en el futuro y en el trabajo; ahora valora cada día sin dolor. “Antes era la punta de lanza de la familia, ahora me retraigo”, dice. Su hermana y su marido confirman que, pese a todo, siguen recurriendo a ella: “a cada problema todos tiramos a hablar con ella”.
Cuando buscó información en internet, solo encontró textos médicos y cifras de esperanza de vida de “cinco o diez años”. Pero hablar con otras personas afectadas le cambió el ánimo: “el otro día hablé con dos hermanas gemelas de Tineo que llevan unos dieciséis años batallando y lo consiguen llevar, eso me reconfortó muchísimo”.
Su mayor soporte es la familia. “La comprensión y el cariño son tan importantes como la medicación”, asegura, agradeciendo a su hijo Mario, a su marido, a sus hermanas y a su amiga Albina la compañía diaria.
Bailar sin que la pillen
Bailar. Es la actividad que más disfruta Cova. Ni siquiera el dolor le impide seguir saliendo con sus hermanas y su amiga Albina hasta echar el cierre de las verbenas. “Yo busco nada más llegar un terreno llano en el quedarme toda la noche para brincar sin parar”, confiesa entre risas, “si ven a una loca de sesenta años dando saltos que sepan que soy yo”. Los estragos al día siguiente se hacen notar, pero afirma que esos momentos “son lo que me ayudan a seguir con todo”.
Comenta que, además de sus verbenas intempestivas, sale de casa sea cual sea la dolencia. Uno de los planes es ir con su hermana Marisa a la panadería de Conchita, su otra hermana, en Salas. A veces le cuesta levantarse y bajar las escaleras, pero ni siquiera ello puede con Cova. “Ya les dije a todos que si alguien les pregunta qué hacía una loca moviéndose raro por La Pereda, les digan que era yo haciendo gimnasia”, bromea, “si te encierras en casa, la enfermedad acaba contigo”.
Tal entereza es heredada de su padre. El marido y la hermana de Cova lo recuerdan como un hombre que se subía a la máquina de la chatarrería hasta el último día. “Cova va a doscientos por hora aunque esté doblada del dolor, y eso es todo legado de mi padre”, comenta su hermana. Ella lo confirma: la determinación que su padre le mostró le sirve como ejemplo para levantarse cada día, sea cual sea el achaque. “Al principio traté de llevarlo muy fuerte y ha habido momentos en los que me he venido abajo completamente”, añade, “pero yo sigo adelante”.
“Mi padre siempre decía a la enfermedad que a él no lo iba a coger, que si la veía venir que corría que te las pelas”, recuerda Cova, “eso es un legado que llevo conmigo”. Y así continúa ella. Corriendo, bailando, y sin dejarse pillar.