En el origen de la leyenda, una apuesta -el alma del vasco, como diría Mourlane Michelena-. Los operarios con los que comparte tajo y jornal en la petrolera Standard Oil, en la Patagonia, glosan las gestas de sus países de origen. El ‘Flaco’ Larregui los escucha sin inmutarse. Y, sin parpadear, afirma que él, entonces con cincuenta años, sería capaz de recorrer a pie los 3.500 kilómetros que median entre la Patagonia y Buenos Aires. Los otros se jactan, él se pone en camino. Y ya no deja de caminar. A lo largo de catorce años cubrirá una distancia equivalente a veinticinco caminos de Santiago, con su carretilla por delante.
Larregui, el navarro emigrado a Argentina a los quince años, con el inicio del siglo, ahonda un surco viejo. Dos vascos legendarios resuenan tras sus pasos. Aquel Lope de Aguirre que por vengarse de un magistrado recorre igualmente a pie, y descalzo, para encarnizar su promesa, cerca de seis mil kilómetros cruzando los Andes. Y Catalina de Erauso, nuestra Monja Alférez, otros tantos por la misma ruta, en fuga, tras matar a su hermano.
No es la apuesta con sus iguales la que mueve a Larregui. Le importa más la que libra consigo mismo. Sed de soledad, empecinamiento de la voluntad y lo esencial para él: “Nadie me podrá quitar la dicha de ser dueño de mi propio destino”. Palabras que bien pudiera haber hecho suyas David. H. Thoreau desde su cabaña en los bosques de Concord, ‘Walden’.
La de Larregui frente al salto de Iguazú no pasaba de una chabola armada con latas de conservas. La misma donde recibió al presidente de Argentina. Interesante encuentro: el poder frente a la desposesión. Pero también el de la servidumbre, la del señor presidente, frente a un aristócrata de la libertad, el Vasco de la Carretilla.
¿Qué es lo que más pesa en la tuya? Es una buena pregunta para cuando acabes de deshacerla, después de las vacaciones.
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