El momento de Morenito de Aranda es el de la dulzura de las frutas de temporada. Es asentarse en el concepto que siempre ha perseguido pero con un poso que le hace ver toro por todas partes. Y ver toro no es fácil cuando la corrida viene con tantas complicaciones como la de ayer. Complicaciones, no de esas que los taurinos decimos de los toros que te hacen pasar el mal rato, sino para obrar el toreo. Los toros de ayer no querían prestarse al arte y Morenito, con la excelencia de su momento, logró entender y hasta abrirse al sentimiento.
La tarde en Roa fue oscura. Dubitativa. Ahora llueve, ahora no -los de sol celebrando las nubes-. Incierta. Y mala. Sin paliativos. Jarocho cortó una oreja pero tampoco encontró su mejor versión. Con su lote ayer más que versiones había que esperar un milagro. Su segundo oponente fue el ‘antitoro’. Un imposible. Y el resto tampoco fue mucho mejor. En líneas generales pecaron de mansos, algunos con un punto de nobleza, otros con una tímida intención de embestir y, prácticamente todos echando de menos los toriles.
Se llama querencia pero era como si nada más salir al ruedo los astados se hubiesen dejado alguna pertenencia importante en los chiqueros y necesitasen constantemente volver. El primer toro fue de lo más potable y Morenito, que jugaba en casa, estuvo comprometido desde el saludo capotero, arrancándose incluso con chicuelinas y un remate torerísimo.
Es tan torero que se lo hace creer a la gente y da gusto verlo hasta andar por la plaza. Si hubiese tenido su oponente un poco más de fuerza el lío habría sido importante, pero cuando le exigía, el animal perdía las manos. Aún así el trato que le dio el torero fue impecable. Al final, en las distancias cortas, tuvo un pequeño susto. Con, probablemente un premio importante en las manos, se lanzó a matar y recordó que está ante su mejor versión pero hay cosas que por desgracia no terminan de cambiar. Los repetidos pinchazos dejaron en una ovación con saludos su labor.
Mismo final tuvo su segundo. Morenito entrando en el callejón entre una mezcla de enfado, decepción y, seguramente, ganas de seguir buscando en el carretón la forma de que entre la espada de una vez. Otra sucesión de pinchazos dejaron en, ahora más sentida si cabe, otra ovación con saludos. Su oponente se quedaba parado y le dio ritmo, no tenía hambre y le enseñó a comer, no sabía cómo tenía que hacer para sumarse a la obra y le mostró, con la muleta, cómo embestir. Pero sin acierto en la suerte suprema todo queda en nada.
Sin toro es muy difícil. Jarocho tuvo, con diferencia, el peor lote de la tarde. El tercero no decía nada. Se desentendía en cuanto podía. Se hacía el loco, como si la cosa no fuese con él. El de Huerta lo intentó. Y quiso. Pero hay veces que los astados ponen las cosas demasiado difíciles. Quizá dentro de unos años, cuando la madurez y la experiencia lleguen con su luz, pueda convertir los preciosos destellos que deja cada vez que se pone el traje de luces en un hilo de continuidad con el que tejer más y mejor. Aún así Roa supo apreciar su toreo y sus maneras y le premió con una oreja tras pinchazo.
El sexto fue imposible. Si el tercero únicamente unos pocos maestros podrían haberle sacado algo, al sexto ni el más inspirado Morante. Era el alma de cualquier animal de monte dentro de la fachada de un toro bravo. Jarocho le ofrecía la muleta y la esquivaba huyendo por el lado contrario. Mansedumbre intratable.
Javier Cortés, que tan solo había toreado en dos ocasiones esta temporada, fue como ese que sale del banquillo dispuesto a demostrar que quiere jugar de titular. Toreó alargando el viaje de sus oponentes. Centrado y responsabilizado. A su primero lo cortó una oreja y únicamente el mal uso del acero impidió que saliese a hombros de la villa raudense. Morenito está para verle. Jarocho para apreciar lo que está construyendo. Pero con toros así es muy difícil.