La contaminación atmosférica no solo daña los pulmones o el corazón: también puede estar robándole a millones de personas su memoria, su identidad, su autonomía. Un extenso metaanálisis publicado en The Lancet Planetary Health ha confirmado lo que muchos científicos venían advirtiendo: respirar aire contaminado, especialmente en entornos urbanos, incrementa de forma significativa el riesgo de desarrollar demencia. Y no hablamos de exposiciones extremas ni de cifras marginales: con solo 10 microgramos por metro cúbico de partículas finas (PM2,5), el riesgo relativo de demencia aumenta un 17%.
Este hallazgo debería hacer saltar todas las alarmas. Porque la demencia —una enfermedad que ya afecta a más de 57 millones de personas en el mundo— no es solo una cuestión de genética o envejecimiento: es, también, un producto ambiental. La neurodegeneración ya no se entiende sin considerar factores como el aire que respiramos a diario, especialmente en las grandes ciudades, donde el tráfico rodado y la combustión de combustibles fósiles convierten las calles en corredores de exposición crónica.
El estudio, liderado por la Universidad de Cambridge, es el más completo hasta la fecha: revisó más de 50 trabajos científicos y seleccionó 32 con datos robustos y metodologías estrictas. Los contaminantes más nocivos fueron el dióxido de nitrógeno (NO₂), el hollín y las temidas PM2,5, que entran por la nariz y llegan hasta el cerebro, activando procesos de inflamación y estrés oxidativo capaces de dañar neuronas y acelerar la aparición de síntomas cognitivos.
¿Quién paga el precio de un aire sucio?
Más allá de los porcentajes y microgramos, el estudio arroja una verdad incómoda: los grupos más expuestos son también los menos representados en la investigación. Las poblaciones marginadas, racializadas o con menores ingresos —que a menudo viven más cerca de autopistas, fábricas o barrios con escasa regulación ambiental— siguen siendo invisibles en los grandes estudios, aunque inhalan día tras día un aire mucho más tóxico. Esto plantea una pregunta ética urgente: ¿a quién estamos protegiendo cuando hablamos de salud pública?
El vínculo entre contaminación y demencia obliga a repensar por completo cómo entendemos esta enfermedad. Si el entorno puede influir en la aparición del alzhéimer o de otras formas de deterioro cognitivo, entonces la prevención no puede limitarse a llevar una vida saludable o hacer crucigramas: debe incluir políticas de calidad del aire, urbanismo sostenible y justicia ambiental. La salud cerebral no se construye solo en la consulta médica, sino también en las calles que transitamos, en el aire que inhalamos sin darnos cuenta.
¿Cuántos casos podríamos evitar si respiráramos aire limpio?
El coste de la inacción es altísimo. No solo en vidas deterioradas, sino también en dependencia, sufrimiento familiar y gasto sanitario. La proyección para 2050 —152 millones de personas con demencia en el mundo— debería ser motivo suficiente para actuar con urgencia. Porque cada microgramo cuenta. Porque cada inhalación, aunque parezca inocua, puede ser una gota más en el vaso del olvido.
Respirar aire limpio es una necesidad biológica, pero empieza a ser, también, una forma de proteger la mente. Combatir la contaminación no es solo una cuestión ecológica o climática: es una inversión directa en salud mental colectiva. Si ignoramos esta evidencia, estaremos condenando a millones de personas a perderse dentro de sí mismas por una causa que, a día de hoy, sí tiene remedio. @mundiario