“Ponme otra, Mari”. A nadie en el bar le parece una buena idea, pero todo el mundo está conteniendo la respiración por la tensión que corta el ambiente desde que hizo acto de presencia en el bar un rato antes, tambaleándose ya penosamente. Al tipo le precede desde antiguo la fama en Triana -de violento, de volátil, de cable pelao- y nadie quiere líos. Y entonces irrumpe un chavalito, superado por las circunstancias, se diría que aterrado, y le da la noticia. “Tu padre ha muerto, Julián”.
De este modo comienza el peculiar periplo por una Sevilla cada vez más engullida por las franquicias y el turismo über alles de Julián Albareda, de profesión víctima de sí mismo y protagonista de Illo, (Editorial Dieci6), un nervioso thriller que contiene en su interior un drama familiar, y que ha supuesto el debut en la narrativa de Adrián Daine (Sevilla, 1980), fotógrafo y librero en Casa Tomada.
Entre aires de western contemporáneo y sevillano por los cuatro costados, el hijo desquiciado atraviesa la ciudad sediento de venganza, porque su padre no ha muerto, se repite mientras maldice a los Verdugo, la familia que le quitó al viejo el control de sus chanchullos de mafiosete de medio pelo; a su padre, al que admiró de más, al que quiso siempre emular sin estar nunca siquiera cerca de conseguirlo, se repite Julián Albareda, lo han matado.
PREGUNTA. ¿De dónde surge la idea de la novela?
RESPUESTA. Llevaba con ella unos añitos en la cabeza. La primera escena me la imaginé y me dije que igual había algo que podría salir de ahí… Al principio iba a ser una novela totalmente distinta, me costó encontrar la historia que yo quería contar. Me atasqué porque tanto Julián como su padre me caían fatal. El giro lo encontré con la madre. Con la madre y con la hermana. A partir de ese momento pude ir dando forma al resto de la historia.
P. Es cierto que la novela empieza con un registro tenso, seco, de thriller, y poco a poco va adentrándose en tonos más íntimos…
R. Quería meter esa dimensión. Cuando aparece la madre, en el primer capítulo, empieza ya a desplegarse esa otra historia por debajo, y cambia de hecho el ritmo, se vuelve menos frenético, más pausado. Para mí era clave que esa transición funcionase.
P. También se va volviendo una historia cada vez más coral…
R. Al principio la idea era que el narrador siguiese todo el rato a Julián, pero me di cuenta de que entonces no iba a poder hablar de lo que yo quería. De modo que con cada uno de los personajes que se fue sumando podía ya en cierto modo expandir la novela.
P. Es una novela muy sevillana no sólo por la ambientación, sino sobre todo por el habla. Supongo que los muchos años de experiencia como camarero le sirvieron para entrenar bien el oído, ¿no?
R. Sí, sí, sí. Con eso tenía una preocupación enorme, porque si yo como lector me encuentro con diálogos muy novelescos cuando deberían ser naturales, me siento expulsado, me saca del libro. Yo quería además que los diálogos se notasen de aquí, de Sevilla, que tuvieran ese arraigo. Tuve incluso un momento en el que barajé comerme las “d” en los participios, pero me pareció más interesante reflejar la manera que tiene aquí la gente de poner las palabras en las frases que la fonética en sí. Por supuesto que la vida en los bares me ha servido mucho para ese tipo de diálogos más de la calle, más mundanos, pero también para conocer a muchos tipos de personas más o menos conflictivas, y para aprender de ese tipo de encontronazos.
P. Es difícil, al leer Illo, no acordarse de Canijo, la novela del gran Fernando Mansilla. ¿Hasta qué punto ese libro fue una referencia importante?
R. Muy importante. A mí Canijo me llegó sin ninguna referencia previa, recuerdo encontrarme con la portada de la primera edición, la que sacó El Rancho [el sello autogestionado de la banda Pony Bravo], ese clarinete con la jeringuilla, y pensar: tengo que ver de qué va esto. Me quedé flipando. De hecho salí del libro diciendo “quiero plagiarlo” [risas]. Evidentemente no lo he conseguido, porque lo que hace Mansilla en ese libro es monumental, pero cuando la gente me dice que Illo le recuerda a Canijo, que tiene un poco ese aire, me mola. Me preocuparía que me dijesen que se parece demasiado, pero que se perciba como una influencia me encanta.
P. La Sevilla de Illo es muy reconocible y lo es porque esquiva totalmente los clichés turísticos. ¿Han caído los complejos que creo que en cierto momento sí operaban a la hora de asumir eso de que lo local es universal?
R. La novela, o la idea de la novela, nace un poquito porque en un corto periodo de tiempo leí Canijo, salieron Grupo 7, La Isla Mínima, una serie de libros y películas que hablaban de una Sevilla bastante real, y no de una Sevilla idealizada o más vendible. Creo que ahora hay menos complejos, sí, aunque tal vez sigan faltando creaciones en esta línea. Yo no quería recrear una Sevilla de postalita, pero tampoco pasarla por el barro, quería ofrecer una visión más o menos realista dentro de que es una ficción y los personajes se mueven en un contexto de ficción. Y aun así, cuando llegó el momento en que vi que podía ser publicada, me preocupó cómo se leería fuera de aquí.
P. Y sin embargo nosotros estamos más que acostumbrados a leer novelas ambientadas en Nueva York o en Madrid o en Barcelona…
R. Claro. No sé si es algo común, si la gente que escribe libros que transcurren en otras ciudades se lo plantean, pero me inquietaba al principio no saber si estaba haciendo una novela demasiado local… Luego pensé que yo me había comido toda mi vida a gente andando por Londres o por Madrid o por Barcelona y no había necesitado que se pararan a explicarme cada matiz de esas ciudades. Y por otro lado ciertas cosas de las que habla la novela, como la violencia machista o la especulación inmobiliaria, son extrapolables a cualquier ciudad, no son precisamente cosas que sólo conozcamos en Sevilla.
P. Los Verdugo, el clan que le arrebata el control del cotarro a los Albareda, se adaptaron mejor a los tiempos y se dedican a explotar, vaya casualidad, ya es raro esto en Sevilla, pisos turísticos…
R. Tuve mucho cuidado porque no quería cargar demasiado las tintas sobre eso, pero por otro lado esta conversión de Sevilla en un pequeño parque de atracciones es algo que está pasando ante nuestros ojos. Yo vivo en el centro de Sevilla porque mi casera afortunadamente ha decidido no liármela, de momento al menos, y he trabajado mucho en bares turísticos, y es algo que va más allá de la subida del precio de la vivienda. Cuando entré en mi piso había mucho vecindario y ahora está casi extinguido. Muchos días salgo a la calle y me da una pereza terrible. Y la cuestión no es tanto que el centro esté lleno de turistas, sino que cuando esos turistas se van dejan una ciudad que ha sido montada para ellos, no para quienes residimos en ella.
P. Se lee esto en su libro: “Los primeros que quieren vender Sevilla son los propios sevillanos, pero que no les toquen la Semana Santa”.
R. Recuerdo leer un artículo de opinión en un periódico de la ciudad en el que el columnista se quejaba amargamente de que había un paso un domingo por la mañana que entraba en la Catedral y no había ido nadie a verlo de Sevilla, sólo había turistas desayunando tostadas de aguacate. Me dije: bueno, mira, por lo menos se van dando cuenta, aunque sea por el motivo erróneo, porque creo que hay consecuencias más graves de la turistificación.
P. Por ejemplo…
R. Siempre que le escucho a alguien el argumento de que el turismo trae dinero, pienso que lo que cabe preguntarse es a quién y a cuántos les trae dinero. Porque a mí me cuesta cada vez más llegar a fin de mes. Cuando vino la pandemia pareció que muchos se habían dado cuenta de que esto no era la gallina de los huevos de oro, pero lo cierto es que antes de que acabaran las restricciones ya se estaban abriendo bares nuevos. No hemos aprendido nada. Y esto se dice también en la novela: lo saben tanto en San Telmo como en la Plaza Nueva. Fue Juan Espadas cuando era alcalde el que en su día dijo que todo euro que pudiese destinarse al turismo, se iba a destinar. Da igual quién gobierne, parece.
P. 1992 es un año clave tanto para la Sevilla contemporánea como para la novela. ¿Qué recuerda de aquella época? ¿Cuánto hay en el libro de vivencia personal, de autobiográfico?
R. En 1992 yo tenía 12 años y pude vivir la Expo en cierta plenitud. El año está escogido adrede porque representa un cambio paradigmático en la ciudad, para bien y para mal. Lo que nos estaban vendiendo en la Expo era el futuro…
P. Y el futuro llegó pronto, el año siguiente, en forma de tremenda crisis económica…
R. Sí, y ahora vivimos al lado de un pequeño cementerio de lo que podía haber sido y no fue. Se llevaron [de la isla de la Cartuja] hasta los cables de teléfono… Pero volviendo a tu pregunta, hay cosas que les pasan a los personajes que no me pasaron tal cual a mí, pero a las que aporté cosas de mi propia historia. Para muchas de las consecuencias que acarrea Piedad [la madre del protagonista] por el trato que le daba su marido, yo me apoyé mucho en mi propia experiencia. De niño sufrí bastante bullying en el colegio y me generó problemas de autoestima, eso lo solté un poco por esa vía…
P. En los personajes femeninos se aprecia un especial mimo, una especial ternura por su parte. ¿Cómo fue el trabajo con esas voces?
R. Fue una de mis principales preocupaciones al escribir la historia. Sin querer subrayarlo, intenté que las mujeres representaran una manera más empática y compasiva de solucionar ciertos conflictos, frente a esa masculinidad tóxica del ir para adelante con todo y no preocuparse por lo que se deja atrás. Cuando tuve listo el primer manuscrito de la novela lo pasé a varias mujeres y les pedí que fueran brutalmente sinceras. A la madre, en un pasaje en el que habla de su hijo, le puse ciertas palabras en su boca, y alguien me dijo que una madre eso no lo piensa, o si lo piensa no lo dice. A su hijo no lo podía rechazar de pleno. Y lo cambié. En cada diálogo, en cada pensamiento, iba escribiendo de puntillas porque no quería meter la pata con ninguno de los personajes femeninos.