El dolor crónico es una de las principales causas de discapacidad en todo el mundo. En España, el Barómetro del dolor crónico estableció en 2022 que afecta a más de un 25% de la población: nueve millones de personas que sufren limitaciones graves a su autonomía y calidad de vida.
Las causas abarcan desde dolores lumbares, musculares y articulares a enfermedades como la artrosis o la osteoporosis. Y las soluciones farmacológicas no son sencillas: los opioides, que originalmente fueron abrazados como panacea, han terminado causando una terrible epidemia de adicciones de la que España no ha quedado completamente a salvo.
Ahora, un equipo internacional liderado por David Bennett del Departamento de Neurociencias Clínicas de Nuffield (NDCN), y Simon Newstead del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Oxford, ha identificado un vínculo hasta ahora desconocido entre el genoma y el dolor crónico. Se trata del gen SLC45A4.
«El dolor crónico sigue siendo un gran problema social», advierte Bennett en un artículo publicado por la Universidad de Oxford. «Es una afección cada vez más frecuente y los tratamientos actuales pierden eficacia. Necesitamos comprender los mecanismos detrás del dolor crónico en los humanos y, más importante todavía, identificar nuevos objetivos farmacológicos analgésicos».
El estudio, publicado en Nature, ha demostrado que SLC45A4 regula la respuesta del sistema nervioso a los estímulos dolorosos. Este gen codifica lo que se conoce como transportador neuronal de poliaminas. Estos transportadores, explican los autores, son pequeñas proteínas encargadas de desplazar moléculas y otras materias a través de las células.
Las poliaminas, por otra parte, son moléculas naturales implicadas en la neurotransmisión del dolor. Producidas en exceso, pueden sensibilizar exageradamente a las neuronas que activan esos receptores en el sistema nervioso, los nociceptores.
Estas poliaminas se han detectado en abundancia, por ejemplo, en pacientes de artritis. En casos de dolor crónico, los nociceptores se han vuelto hiperactivos e interpretan como daño tisular los estímulos incluso cuando no son de elevada intensidad.
El equipo de investigación del NDCN usó datos médicos del Biobanco de Reino Unido, comparando la información genética de más de 500.000 participantes con las respuestas que dieron en un cuestionario sobre dolor. Las personas con una variante del gen SLC45A4 resultaron ser más propensas a sufrir niveles más altos de dolor.
Este hallazgo se replicó usando otros grandes estudios poblacionales, como el FinnGen, el banco biológico finlandés. A continuación, empleando criomicroscopía electrónica, el equipo determinó la estructura mediante la cual SLC45A4 ejercía de transportador neuronal de poliaminas en humanos.
El equipo de investigación también descubrió que este gen estaba presente en niveles altos en el ganglio de la raíz dorsal, la región en la que las neuronas sensoriales transportan información desde la piel y los músculos. Ahí es donde se encuentran los nociceptores responsables de detectar el dolor, que reaccionan en función de la cantidad de señales de poliaminas que reciben.
Los investigadores corroboraron estos hallazgos criando modelos de ratón en los que se había suprimido la expresión del gen SLC45A4. Como previeron, estos roedores modificados demostraron una mayor resistencia al dolor que los del grupo de control, la prueba de que habían identificado una vía de comunicación del dolor crónico que se podría llegar a interferir.
Bennett matiza que no se trata de la única variable relacionada con el dolor crónico. La mutación del gen SLC45A4 que se ha detectado es muy común en la población británica, apareciendo en hasta el 45% de los genomas, por lo que la prevalencia del dolor debería ser mucho mayor si este fuera el único desencadenante.
No obstante, el peso de la genética en la aparición del dolor crónico ha quedado sobradamente demostrado en estudios con gemelos, recuerda el investigador, por lo que esta vía es prometedora. No sería necesario suprimir el gen, sino reducir la producción de poliamidas.
Y no sería forzosamente necesaria una terapia farmacológica: también podría abordarse de forma conductual o alimentaria, ya que algunas comidas y ciertas bacterias del microbioma se han relacionado con una mayor producción de estas moléculas. El futuro, en cualquier caso, es prometedor, se congratula Bennett.