Sábado, 23 de agosto 2025, 00:02
Un repartidor de pizza se acerca al pintor que trabaja concentrado frente a la entrada de la Catedral de Valencia. «Toma, Leopoldo, para ti». Le ofrece media pizza con salami que el hombre acepta con tierna amabilidad. Quienes desempeñan sus quehaceres en la Plaza de la Reina cuidan y respetan a Leopoldo, no hay más que echar un ojo para darse cuenta. Personifica uno de los pocos reductos de autenticidad y localismo que quedan en esta bellísima plaza lastrada por franquicias de helados y restaurantes de paellas falaces. En sus acuarelas se ve la Albufera, se ven paisajes de mar y montaña, se ven esos atardeceres entre anaranjados y violáceos que solo tenemos nosotros.
Leopoldo parece ajeno a esa homogeneización de los espacios valencianos que tanta preocupación suscita desde hace tiempo. Él se dedica a pintar sus acuarelas tranquilamente, con una media sonrisa que parece indeleble bajo su perfilado bigote. Leopoldo se instaló en Gandía junto a su mujer hace unos años, justo después de los primeros latigazos de la pandemia. Tomaron la decisión de trasladarse después de visitar la Comunitat y quedar encerrados durante 75 días en un apartamento cuando declararon el Estado de Alarma. Aquello fue el principio de la vida que el matrimonio colombiano disfruta ahora.
Abandonaron Colombia por dos motivos: el primero, para estar cerca de una de sus hijas, que vive en Londres; y el segundo, por la inseguridad de un país que se resiste a dejar atrás el crimen y la corrupción. Ahora Leopoldo pinta acuarelas mientras rememora con nostalgia toda una vida que regaló a su familia. Empezó Bellas Artes en Bogotá, pero nunca pudo acabarla por falta de recursos. La etapa universitaria le coincidió con el ascenso a la presidencia de Julio César Turbay Ayala, presidente que puso en marcha un plan de restricción de libertades que tuvo fuertes repercusiones cívicas. «En Colombia -dice sin perder su media sonrisa-, si no tienes dinero no puedes vivir del arte».
Leopoldo pintando en la Plaza de la Reina
Iván Arlandis
Es pasión lo que le hace pasarse casi tres horas diarias en el cercanías, caminar por el centro bajo los tórridos cuarenta grados de la media tarde y sentarse a vender sus obras mientras perfila la siguiente acuarela
Leopoldo coge el cercanías todos los días desde Gandía. Guarda el tenderete en un trastero del centro. Cargar con todo resultaría imposible. Llega sobre las tres de la tarde y se queda hasta el anochecer. No lo hace por dinero, pues hay días que no gana más de treinta euros. Es pasión lo que le hace pasarse casi tres horas diarias en el cercanías, caminar por el centro bajo los tórridos cuarenta grados de la media tarde y sentarse a vender sus obras mientras perfila la siguiente acuarela. Una pasión, todo sea dicho, bastante sacrificada. Lo es por un motivo: durante muchos años, la pasión de Leopoldo estuvo frustrada. No pudo terminar sus estudios y, al tener hijos, entró a trabajar como técnico en una empresa de servicios públicos. Renunció a la pintura, pero Leopoldo pertenece a una generación que no ve una renuncia así como un fracaso, sino más bien como una obligación: la del padre que debía dar sustento a sus hijos, la del marido que debía llevar dinero a casa.
Eso sí, Leopoldo no dejó que el sistema le institucionalizara para siempre. En cuanto sus hijos se hicieron mayores y volaron del nido, él volvió a las andadas y retomó su pasión en el punto exacto donde la había dejado. Continuó con el lápiz, que tiene la virtud de abarcar desde bocetillos sencillos hasta realistas y detalladas piezas. No obstante, con el tiempo le supo a poco. Quería captar momentos de luz inalcanzables para el lápiz. Se sentía abrumado por esa luz valenciana que lo impregna todo en su crepúsculo. Las reminiscencias anaranjadas sobre el mar de Gandía, las tonalidades lila que refulgen entre los juncos que sobresalen en la Albufera o incluso ese haz de luz que de pronto atraviesa una calle cualquiera y la dota de un aspecto único que a uno lo deja medio melancólico. Instantes que duran pocos segundos y que Leopoldo quiso hacer eternos como los impresionistas. Los atardeceres valencianos, como si de tan bellos que son, merecieran más que el breve instante que les es dado una vez al día. Y por eso empezó a pintar acuarelas. «Aprendí muchas técnicas de textura, manejo del agua y control del pigmento con una profesora muy buena de Gandía», comenta señalando esta o aquella pincelada de alguna de sus obras. Dice que la acuarela nunca termina uno de aprenderla. Da gusto oírle hablar de su proceso de aprendizaje: «Siempre tiene alguna sorpresa. Hay que dejarla que fluya y estar muy pendiente de las condiciones ambientales».
Los reflejos de la luz, por ejemplo, siempre los pinta en su estudio. Nunca al aire libre, porque entre cuatro paredes es más fácil controlar la humedad. Y luego están los perros. Leopoldo pinta perros por encargo, y le ocurre algo curiosísimo: cuenta que muchas de las personas que le encargan una pieza de sus perros, lloran de emoción al verlas. «Creo que es por los ojos. Logro captarlos con mucho detalle».
Leopoldo pintando en la Plaza de la Reina
Iván Arlandis
Su mujer trabaja al cuidado de una persona mayor, y además disponen de unas rentas en Colombia. «Las renticas ayudan un poco, pero si ganas en pesos y gastas en euros, no da», comenta con sorna. En cuanto a sus ventas, lo cierto es que es difícil sacar adelante el tenderete. «Hay días de 100 euros y días de 30». ¿Quienes compran más? Los turistas americanos. «Esos no tienen problema en gastar». Más agarrados somos los valencianos, que le compramos poco, ya sea porque somos de naturaleza un tanto roñosa o porque, de toda la vida, uno en su casa gasta menos.
Leopoldo habla de Colombia con pena. Le da rabia no vivir en el país que ama, pero su mujer y él no podían soportar más la inseguridad. «Hace tiempo, tuvimos un negocio de venta de verduras. Nos cobraban lo que allí llaman ‘vacunas’, un impuesto que las mafias te piden a cambio de nada. Y si no lo pagabas, cualquier día podía aparecerte un familiar muerto».
Las FARC, los paramilitares que actuaban al margen de la ley, el narco… Leopoldo cuenta que no hay forma de estar bien allí. El gobierno actual, una coalición de partidos que siempre habían estado en la oposición, propuso un cambio, pero lo cierto es que la delincuencia sigue campando a sus anchas tres años después del ascenso de Gustavo Petro a la presidencia.
Dice que no le gusta ver a Pablo Escobar en camisetas. «Me parece una grosería, una falta de respeto». Define al archiconocido narcotraficante como un matón, y lamenta que todavía hoy haya tanta gente que lo venere e incluso vaya a su tumba a llevarle flores. «Escobar compró el perdón de Dios», dice, y cuenta que había un programa en la televisión colombiana, ‘El minuto de Dios’, en el que un viejo sacerdote, Rafael García Herreros, lanzaba un mensaje cada día a la misma hora. Leopoldo no cupo en sí de la rabia el día en que, hace años, «el curita» dio las gracias a Pablo Escobar por haber construido una finca para la Iglesia Católica. «¡Compró el perdón de Dios, este man!», repite indignado.
Y con todo, Leopoldo es feliz. Muy feliz, de hecho. Le encanta vivir en Gandía, le apasiona pasar las tardes bosquejando este atardecer o aquel paisaje, ama a su mujer y a sus hijos por encima de todas las cosas. Se nota que es feliz por la armonía y la paz que desprende su rostro, su forma de hablar, su tranquilidad inamovible en un mundo acelerado que ha conseguido navegar a contracorriente, después de todo. Le pregunto cuál es la clave de esa paz tan aplastante, cuál es para él la clave de la vida. Y no se piensa ni un segundo la respuesta: «No dejarse llevar por el consumo. El consumo es la esclavitud moderna. Si le haces caso, nunca vas a tener suficiente. El consumo vende una idea equivocada de la felicidad».
Él se aplica el cuento. No consume casi nada que no necesita, y casi nunca se da caprichos. Para él, lo bonito de la vida es compartirla con su mujer y, claro está, montar su tenderete cada tarde en la Plaza de la Reina y, con su pincel, convertir en eterno el instante más bonito del día.
Comenta
Reporta un error
Límite de sesiones alcanzadas
El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a las vez.
Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Volver a intentar
Sesión cerrada
Al iniciar sesión desde un dispositivo distinto, por seguridad, se cerró la última sesión en este.
Para continuar disfrutando de su suscripción digital, inicie sesión en este dispositivo.
Este contenido es exclusivo para suscriptores
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión