En abril de 1976, la Fundación Juan March anunció la primera exposición de Francis Bacon en Madrid. La muestra, compuesta por una veintena de obras, algunas de ellas de reciente factura, contaba con un atractivo añadido: el pintor irlandés había confirmado su presencia en la inauguración, fijada para el 7 de abril. Sin embargo, pocos días antes de esa fecha, la muestra fue anulada sin más explicaciones y Bacon no viajó a la capital. Tampoco lo haría dos años más tarde, cuando la misma fundación retomó la muestra. Ni siquiera cuando la Galería Marlborough anunció la apertura en octubre de 1992 de su sede madrileña en la calle Orfila con una muestra dedicada al pintor, Bacon expresó su intención de desplazarse a Madrid para participar del evento, lo que no significaba que no frecuentase la ciudad con asiduidad.

De hecho, en abril de ese mismo año y desoyendo los consejos de su médico, Bacon viajó a Madrid. Pocos días después de su llegada, comenzó a sentirse indispuesto y fue ingresado en la Clínica Ruber por complicaciones renales y respiratorias. Durante los seis días que permaneció allí, el artista pidió que no se permitiera la entrada de ninguna visita, advertencia que resultó inútil, porque nadie en ese tiempo pidió verle. Su única compañía fue la hermana Mercedes, monja de los Siervos de María, que no supo realmente la identidad del paciente y su importancia hasta que, el 28 de abril, conocida la noticia del fallecimiento, la prensa se personó en la clínica.

Retrato de Francis Bacon y Lucian Freud (1974), de Harry Diamond.

Retrato de Francis Bacon y Lucian Freud (1974), de Harry Diamond. / EFE

Más allá de la conmoción que supuso la muerte en soledad de Bacon en una clínica madrileña, la desaparición del pintor generó una serie de problemas legales y de protocolo. Ante la negativa de la Clínica Ruber de emitir un comunicado sobre el fallecimiento —argumentando que no había familiar alguno que prestase el consentimiento para dar ese tipo de informaciones—, tuvo que ser Mari Cruz Bilbao, la representante de la Galería Marlborough en Madrid, la que asumiera las labores de informar a la prensa. Aunque Bilbao afirmó que la muerte se había producido por una insuficiencia cardiaca, los responsables de la Clínica Ruber se mantuvieron al margen y ni confirmaron ni desmintieron el dato. Un hermetismo y celo profesional que contrastaba con su pésima gestión de la situación, que permitió que un reportero de Efe accediera al depósito de cadáveres de la clínica y tomara una fotografía del cadáver.

«El rostro del pintor presentaba un aspecto apacible, relajado y tranquilo», relataba en un breve El Adelantado de Segovia que, a continuación, desvelaba que el cadáver, amortajado únicamente con una sábana blanca, «tenía en la frente un esparadrapo con su nombre Francis Bacon, para su identificación». Si la descripción no fuera escarnio suficiente para el que fuera uno de los mayores pintores del siglo XX, la fotografía llegaría a ser publicada por El Diario de Burgos.

Un adiós en soledad

Según la voluntad del pintor, llegado el momento de su muerte no se debían organizar actos solemnes ni homenajes. Tan solo la incineración del cuerpo en un cementerio público sin mayor boato. No obstante, el hecho de haber fallecido fuera de su país y sin familia cercana, dificultaba cumplir ese deseo, porque nadie se atrevía a iniciar el correspondiente proceso. Tuvo que se la Asociación de Abogados Británicos, encargada de resolver los trámites relativos a la repatriación del cadáver, la que ordenase que la incineración se hiciera en España y que las cenizas fueran trasladas posteriormente a Inglaterra.

'Autorretrato' (1969), de Francis Bacon.

‘Autorretrato’ (1969), de Francis Bacon. / ARCHIVO

De esa forma, a las 14:30 del jueves 30 de mayo, el cuerpo de Francis Bacon fue recogido de la Clínica Ruber por los servicios funerarios, que lo trasladaron al Cementerio de la Almudena, donde llegó cinco minutos antes de las tres de la tarde. Allí lo esperaba una única corona de flores, enviada por sus amigos de The Colony Room, el pub londinense que el artista solía frecuentar. No hubo representación alguna de la embajada británica, ni del Ministerio de Cultura español, ni amigos, colegas de profesión o personalidades del mundo del arte. Apenas un puñado de periodistas a los que se les prohibió el acceso a la capilla en la que fue introducido el ataúd, porque no eran parte de la familia.

¿Por qué Madrid?

Aunque eran muchas las teorías alrededor de la presencia de Francis Bacon en Madrid, no sería hasta la publicación en septiembre de 1993 de Francis Bacon His Life And Violent Times, de Andrew Sinclair, cuando se conocería la verdadera razón de la visita. Según su biógrafo, el pintor había viajado a la ciudad para reencontrarse con un antiguo amante, con el que había vivido «esa pasión final y efímera, que había estado buscando desesperadamente». No obstante, contaba Sinclair, Bacon nunca quiso que la identidad de esa pareja saliera a la luz, por lo que, respetando su voluntad, no había revelado el nombre en su libro.

Unos años más tarde, Barry Joule, amigo personal de Bacon desde finales de los años 70, hizo públicas unas conversaciones en las que el artista se refería a esa última relación y se lamentaba de haber sido demasiado generoso con esa persona, a la que habría regalado varios cuadros y una cantidad estimada en tres millones de euros, pero que no le había correspondido como él esperaba. «A menudo pienso en lo estúpido, lo tonto que fui al hacerlo —le confiaba Bacon a Joule–, pero luego, de repente, pienso: ‘Oh, bueno, ahí está, ya está hecho'».

Aunque la transcripción de las conversaciones ya recogía la identidad del último amante de Bacon, fue en 2016 cuando su nombre saltaría a las páginas de los periódicos, y no en la sección de cultura precisamente, sino en la de sucesos. En junio de ese año, la policía recibió una denuncia del propietario de una lujosa vivienda situada en un edificio señorial de la madrileña plaza de la Encarnación, en las inmediaciones del Senado. Según el denunciante, aprovechando su ausencia con motivo de un viaje que había realizado a Londres, los atracadores entraron en el piso y se llevaron, además de joyas y otros objetos de valor, cinco lienzos de Francis Bacon.

Francis Bacon fue autor de 584 pinturas y alrededor de 600 dibujos.

Francis Bacon fue autor de 584 pinturas y alrededor de 600 dibujos. / EFE

Desde que en 2013 el tríptico Tres estudios de Lucien Freud fuera subastado por 142,4 millones de dólares, el irlandés se había convertido en uno de los pintores más cotizados del siglo XX, por lo que no dejaba de ser llamativo que en un piso madrileño hubiera cinco de sus obras, cuyo precio estimado rondaba los treinta millones de euros. La explicación al misterio estaba más a la vista de lo que parecía. De hecho, estaba incluso colgada en las salas del MoMa con el título Tríptico 1991, tres lienzos en los que Francis Bacon retrató con su particular estilo a su último amante: el madrileño José Capelo Blanco.

Miembro de una familia de la oligarquía local, Capelo había cursado estudios en el Colegio Alamán, un centro educativo privado con sedes en Barajas y en la Calle Pinar del madrileño barrio del Viso y cercano a la Residencia de Estudiantes. En palabras de sus compañeros, Capelo era una persona reservada pero muy brillante académicamente, que enfocaría su carrera profesional hacia el mundo de la banca y al que algunas fuentes situarían posteriormente en el círculo de amistades de los actuales reyes.

Su encuentro con Bacon se había producido a mediados de los años ochenta, en el transcurso de una fiesta ofrecida por el coreógrafo británico Sir Frederick Ashton y, desde entonces, el pintor y su joven compañero habrían viajado por España, visitado el Museo del Prado, cenado en La Trainera de la calle Lagasca y gastado mil y una noches en el Cock, la conocida coctelería de la calle de la Reina, a espaldas de la Gran Vía, y a la que Bacon regresó ese mayo de 1992, esta vez, solo. «Ahí estaba, un perfecto dandy, sentado con su espalda hermosamente derecha», recordaba a The New York Times una de las propietarias del bar, Patricia Ferrer, que concluía: «Verdaderamente, murió con las botas puestas».