-¿Sabes contar hasta diez? –era su padre quien le hablaba.

– ¿Por qué siempre me haces las mismas preguntas estúpidas? –contestó abruptamente Moya, a … su pesar.

– Quiero saber si eres un buen hijo –dijo su padre con una expresión de reproche. Era su padre de 40 años, pensó Moya, por lo que él tendría 4 o 5, pero se miró las manos y comprobó que seguía teniendo 45, es decir, que él era más viejo ahora que el fantasma de su padre que venía a importunarle.

– ¿Es que no fui un buen hijo? –preguntó Moya.

– Eso es lo que me gustaría saber –le dijo su padre cínicamente- antes de que mueras.

Moya se despertó en un recinto de techo abovedado, en el que la humedad rezumaba por la mampostería. Una antorcha iluminaba las paredes, formando sombras y caras rojizas, que emergían como relieves en la piedra, e inundando el ambiente ya viciado con un nauseabundo olor a queroseno. Moya estaba atado por los brazos a una argolla en la pared. ¿Dónde estaba? ¿Y cómo había llegado allí? Recordó los ojos negros en la sala de disección, clavados en él, el golpe en la cabeza, que le dolía horrores, aunque no podía tocársela. Tenía los brazos entumecidos y los hombros agarrotados, por la postura incómoda, y la cuerda se le clavaba en la carne de las muñecas. Debía de ser por la noche, o de madrugada, si alguien lo había sacado del hospital. Aunque ya pensaba que cualquier cosa era posible. El lugar no le decía nada. Parecía una antigua mazmorra. La argolla donde estaba atada la cuerda era de hierro, ancha y negra, herrumbrosa. ¿Dónde había visto antes una argolla así? Una imagen se esforzaba en formarse en su mente cuando, en la semioscuridad, oyó un ruido a su izquierda. Un tintineo, una y otra vez, como si alguien tirase de una cadena. Y una voz de niña, que le decía:

– Desde aquí puedo oler tu sangre.

Y una risa cristalina.