En el año 1990, la compañera juguetera Hasbro lanzó en Estados Unidos su primera serie de miniaturas inspiradas en figuras de la WWF (World Wrestling Federation; más tarde WWE, World Wrestling Entertainment) y llegó casi simultáneamente a España, donde acababa de asentarse Telecinco, proveniente de Italia y de su matriz Mediaset. El enlace con nuestro país fue el empresario Valerio Lazarov, que dejó en manos de los comentaristas Héctor del Mar y José Luis Ibáñez la traducción de las emisiones en diferido de sus combates y la simultánea infantilización del formato para que los niños nacidos a finales de los 70 y principios de los 80 nos hiciéramos todos aficionados al Pressing Catch, un formato de lucha libre en que los golpes eran ficción y tanto como las llaves aplicadas en el ring interesaban las tramas operísticas desarrolladas por guionistas.

Lo interesante de aquel formato que, si se quiere, entraba dentro del contenedor de la ficción, era el eje buenos – malos, acorde al plan maestro de un visionario llamado Vince McMahon. McMahon, oscurísimo empresario cuyas vergüenzas quedaron reflejadas en el documental de Netflix El titán de la WWE, fue el master of puppets que saqueó todas las divisiones regionales del wrestling de comienzos de los 80 para conformar el mejor plantel de luchadores / actores y alzar su liga (entonces WWF) a los altares del planeta entretenimiento. El negocio, plenamente vigente 40 años después y emitido actualmente también en Netflix, vivió su cénit a finales de los 80 con Hulk Hogan como máximo exponente. El 5 de febrero de 1988 consiguió tumbar a André el Gigante, un verdadero gigante francés de 2,18 m y 236 kilos, frente a 33 millones de espectadores, siendo desde entonces el combate más visto de todos los tiempos.

En aquel momento la lucha tradicional dio paso a la era moderna, teñida de Hulkamania, una fiebre amarilla encarnada por otro gigante de Augusta (Georgia), titán menos obvio —apenas 1,97 y 137 kilos de músculo poco definido. Llamaba a sus bíceps «pitones de 24 pulgadas”, eso sí)— de avanzada alopecia y aún así cuidadísima melena rubia rubia, poblado bigote en herradura, bañador turbo color canario e invencible carisma. Sus gestos eran rudos, su manera de comunicar, apasionada y nerviosa. Nada más pisar el ring se llevaba la mano hueca a la oreja para hacerse fuerte con los vítores, y en el momento en que iba en desventaja, señalaba al rival como diciendo: “tú… me las vas a pagar”, como preludio a su casi siempre inevitable victoria. Hogan no era el mejor luchador ni mucho menos, pero fue capaz de conectar con una audiencia masiva que, a pesar de perderle la pista, no le había olvidado en estas cuatro décadas. El pasado jueves volvió a ser noticia de la peor forma posible: su familia anunció que había muerto a los 71 años a causa de una insuficiencia cardíaca.

Como en toda función maniquea, en Pressing Catch había buenos y malos, y Hulk Hogan fue en los 80 y primeros 90 el máximo exponente de los buenos, la promesa de que los villanos se llevarían su merecido dentro de un espectáculo donde en realidad todos eran pendencieros, malhablados, chaqueteros y traidores. De vez en cuando las tornas cambiaban y se generaban narrativas disparatadas por todo el país —los luchadores eran una suerte de titiriteros en gira permanente, actuando casi 300 noches al año, aunque el canon y el conteo de victorias – derrotas solo lo dictaba la batalla que se televisaba los lunes a escala nacional—. Si en aquella época viviste en EEUU, lo normal es que el circo visitara tu ciudad.

Las tramas creadas por McMahon y su equipo suponían un reflejo lejanísimo de la realidad política, donde él confesaba beber directamente, y mediante distintos roles se hicieron eco tanto de la Guerra Fría que enfrentó a Reagan con el eje soviético como de la guerra de Irak, con caricaturas de caudillos que intentaban desafiar los saludables valores estadounidenses subidas al ring. En aquel momento, Hogan era el guerrero universal, la fumigadora de todo mal que asolara al país de las barras y las estrellas, y casi siempre ganaba —hasta 12 títulos mundiales— porque los buenos siempre ganan. Su ascenso al estrellato se lo propició una llave llamada “Gorilla Press Slam”, que consistía en elevar a su rival tumbado y semiinconsciente por encima de la cabeza para después dejarlo caer desde casi tres metros de altura, y durante casi 30 años de peleas, Hulk elevó a casi todo el mundo a las alturas, incluido a André.

Aquella pose fue la que inmortalizó su primera figura de acción de Hasbro. Se lanzaron hasta 11 series regulares de la marca entre 1990 y 1994 y Hogan (nacido Terry Gene Bollea en 1953) tuvo representación en seis de ellas, el que más, conjugando diferentes llaves. Sin él no se concebía el Pressing Catch ni el coleccionismo. Cuando comenzaron a publicarse obituarios suyos a partir del de TMZ el pasado jueves, la mayoría de ellos aludía al abuso de múltiples sustancias, incluidos esteroides, que confesó haber consumido —en sede judicial— a principios de los 90, pero más que eso lo elevaron a los altares de la cultura pop. Un icono popular aglutina por metonimia el espíritu de una época y en aquella época del primer Bush, donde Estados Unidos se comportaba como policía del mundo y guardián de la cultura occidental, no había un muñeco —con la excepción quizá de He-Man— que ocupara más dormitorios infantiles. Necesitamos héroes que encarnen valores fuera de nuestro alcance cuando alguien nos molesta en el cole, y transferirle cualidades sobrehumanas a un trozo de plástico hizo que algunos nos sintiéramos poderosos, que un niño pudiera empoderarse antes de que la palabra “empoderarse” fuera de uso común.