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Algunos historiadores de libros, empezando por Lucien Febvre y Jean Martin, calificaron a Étienne Dolet como el primer “mártir del libro”. Antes de todo, Dolet fue lector y un ferviente seguidor de Cicerón y sus discursos. Luego se dedicó a la escritura, y escribió sobre Cicerón, sobre el latín, compuso algunos poemas que le dedicó a una tal Elena, y por vía de las cartas se enfrentó a Erasmo de Róterdam por asuntos religiosos, fundamentalmente. Decían que era uno de los hijos bastardos del rey Francisco I de Francia, padre y restaurador de las letras, como lo llamaban, y que había heredado una cuantiosa fortuna por oscuros tratos con aún más oscuros personajes. Estudió griego en Padua y Derecho en la Universidad de Toulouse, y entre trifulcas, poemas, oratoria y más trifulcas fue creando su fama.

Por los años de mil quinientos, la imprenta había generado una guerra subterránea por sí misma, con la impresión de millones de libros que más que libros eran puñales. En gran medida, La Reforma Protestante de Lutero se forjó en decenas de imprentas que publicaron sus 95 tesis y otros escritos dirigidos contra el catolicismo y su organización por vender indulgencias entre la gente de los pueblos, el campo y las ciudades. “Yo le vendo, vendo, vendo”, como decía una canción de Luis Gabriel en los años 70 del siglo XX. Los obispos, los arzobispos, los curas y los monjes y los acólitos y todos sus cómplices vendían el alma de los feligreses, y su paso por el Purgatorio, su salvación, la redención de los pecados, y en muchas ocasiones, el perdón eterno para sus familiares y amigos.

Incluso, hasta principios del siglo pasado, vendían los cupos para los sepulcros en las principales iglesias de las capitales. Lutero se opuso y sus textos llevaron a una guerra, y a otra y a otra, que transformaron para siempre a la humanidad. Dolet hizo parte del ejército de intelectuales que lo apoyaron. Cuando llegó a los 30 años, se volvió editor, y después, impresor. Por su libro “Comentarios sobre la lengua latina”, y por su dedicatoria a Francisco I, consiguió un permiso real para publicar los libros que quisiera durante 10 años. De su imprenta salieron obras de Rabelais, de Cicerón, por supuesto, una biblia traducida al griego de Erasmo, y textos suyos, que en forma de poemas y sátiras atacaban a la Iglesia.

Según el “Santo Oficio”, los impresores fueron determinantes para la crisis religiosa que se vivía. Los persiguió en sus sedes, y por sus nombres, pues era de ley ponerlos en cada publicación. En 1542, Orry Mathieu le dio la orden a sus esbirros de que lo investigaran y revisaran su casa y su imprenta. Encontraron libros de Calvino, una Biblia francesa y un conjunto de textos breves que consideraron insultantes. Dolet fue declarado culpable de herejía, y aunque fue liberado por unos días gracias a sus conexiones, pasado un año volvió a ser denunciado y condenado. Huyó. Les pidió clemencia al rey y a la reina Margarita de Navarra, pero le respondieron que su situación de blasfemo, hereje y sedicioso ya era indefendible.

El 3 de agosto de 1546 lo llevaron a la plaza de Maubert, en París, y ante una muchedumbre extasiada y vociferante fue ahorcado y prendido en fuego con algunos de sus libros.