La ‘Nepeta Cataria’ es una planta aromática conocida también como ‘menta de gatos’ que la vecina Modesta Santín usaba en El Bierzo para adulterar el sabor de las castañas mientras las cocía. Eran tiempos de carencias y ese menú frugal a base de frutos secos se repetía monótonamente. Con el nombre de esa flor amarillenta y rosada, Nébeda, el nieto de Modesta, Emilio Silva, ha construido su primera novela, que regresa a esos años de apreturas y dietas, también en el pensamiento y en la libertad. Que su abuelo fuera el primer muerto republicano en una cuneta identificado mediante un análisis genético, ha sido en la vida de Silva algo mucho más poderoso que un trozo de historia. Supuso para este periodista y sociólogo (Elizondo, Navarra, 1965) el impulso que ha dirigido casi todo su mundo, también el literario. En Nébeda (editado por Alkibla), este activista de la Memoria Histórica recrea el encuentro de dos ancianos que regresan de un exilio a su tierra leonesa y reconstruyen un pasado de paisajes, gentes y justicia muy pegado a su propia familia y al dolor por la desaparición y el silencio.
Dice que llevaba muchos años con esta novela en su cabeza, de hecho, la quisieron publicar ya y prefirió ‘esperar’. ¿Era ahora el momento? ¿Por qué?
Esta novela lleva escrita más de veinte años y lo que ha complicado su camino hacia una imprenta es que es una respuesta a un doloroso silencio familiar. En el año 2004 publiqué con la editorial Temas de Hoy un libro titulado Las fosas de Franco, en el que ya contaba lo que le ocurrió a mi familia. Lo hice con un relato entre histórico y periodístico, algo que podía llevar a cabo con cierta distancia, utilizando una herramienta con la que estaba acostumbrado a trabajar. Lo que he descubierto en el proceso de la novela es que es mucho más complicado relatar desde la ficción algo que ha marcado tanto mi vida, porque muestra las emociones, los recovecos de los silencios familiares y a veces expones cosas de las que ni siquiera eres consciente por mucha reflexión que hayas hecho.
Soy nieto de un desaparecido y soy hijo de un traumatizado
¿Ha sido emocionalmente duro inventarse personajes tan pegados a su propia vida? Por no decir que son su espejo vital.
Procedo de una familia en la que durante sesenta y cuatro años hubo un desaparecido en una fosa común. Mi abuelo paterno era un hombre culto, que había emigrado de un pequeño pueblo de León, llamado Pereje, a Nueva York en los años veinte del siglo pasado y fue asesinado en un pueblo del Bierzo por quienes dieron el golpe de Estado en 1936. A partir de ahí mi padre, con diez años recién cumplidos, sale un día del colegio y no vuelve a pisarlo nunca más porque a mi familia le incautaron todo su patrimonio. Él era el mayor de seis hermanos. Eso significa que soy nieto de un desaparecido y soy hijo de un traumatizado. Toda esa historia familiar está fragmentada en la novela, una familia diferente a la mía en su estructura, un exilio que representa todo lo perdido y muchas emociones heredadas que se van desgranando en un escenario real, que es la geografía en la que ocurrió todo eso.
¿Teme que muchos no lo entiendan, incluso, que le critiquen por este libro que remueve una vez más el pasado más hostil?
Se puede decir que antes de nacer somos nuestros padres y nuestra identidad se construye a partir de sus sueños, sus decepciones, sus ideas, sus valores acerca de la vida y lo que ellos a su vez heredaron. Hay personas que argumentan que a qué viene remover ese pasado y para mí la respuesta es muy sencilla. Mi padre murió en el año 2013 cuando yo tenía cuarenta y siete años. Eso significa que he pasado la mayor parte de mi vida en contacto con ese niño que tuvo que dejar el colegio con diez años y que
vivió acomplejado porque teniendo trabajos que requerían buena cualificación, que obtuvo como autodidacta, no pudo obtener un título académico. Así que no estoy escribiendo de algo remoto o lejano. Nébeda está escrita en un pasado y presente continuo, porque es una historia presente, porque algunas consecuencias de lo que ocurrió en la dictadura siguen aquí y forman parte de nuestro comportamientos individuales y colectivos. El hecho de que haya tenido la necesidad de escribirla y la haya mantenido en el disco duro de un ordenador durante más de dos décadas explica muchas cosas de nuestra sociedad y de lo que callamos colectivamente
Dice que a su abuela nadie le preguntó si quería enterrar a su marido. ¿Qué le habría gustado preguntarle a su abuelo de estar vivo?
Mi abuela, Modesta Santín, murió en el verano de 1997, antes de que yo encontrase la fosa de mi abuelo, gracias a las entrevistas que hice para documentar la novela. Nunca escuché de su boca algo que tuviera que ver con ese marido desaparecido. No nos contaba nada triste ni alegre. Murió mordiéndose la lengua porque no logró desprenderse del terror que le causó esa terrible experiencia. Cuando murió Franco y regresó la democracia todo el mundo hablaba de reconciliación, pero a mi abuela nadie le preguntó si quería morir muchos años después sin haber enterrado dignamente los restos del que fue su esposo o si hubiera querido ver juzgados y sentenciados a sus asesinos. Alguien decidió por ella y su miedo le impidió reclamar justicia.
En cuanto a mi abuelo, la novela dibuja la geografía de todo lo que no pude hablar con él y lo que perdí con su asesinato. En el año 2010, en un acto en el que pusimos una placa en la cuneta en la que estuvo su fosa, me salió una frase que (me) explicaba muchas cosas: «Aquí nació mi silencio y aquí murió mi silencio». El prólogo del libro es en parte una conversación que nunca tuve.
¿Y qué le preguntaría a quién lo mató, si pudiera hacerlo?
Sé quienes fueron las personas que lo asesinaron y no vivían cuando encontré la fosa común en la que estaba enterrado junto a otros doce republicanos, todos civiles. En ningún momento de la escritura he pensado en hablar con ellos. Creo que si fuera posible hacerles alguna pregunta la debería haber hecho un juez o el abogado defensor de mi abuela, si lo hubiera tenido. Ellos ya hablaron con sus hechos, dejando viuda a una mujer con seis hijos y saqueando todas sus posesiones para que después de esa terrible tragedia tuvieran que empezar de cero. Tuvo que ser terrible soportar que los asesinos de su marido fueran las autoridades de su pueblo y de su país durante cuarenta años.
Mi abuelo, Emilio Silva Faba, ha sido el primer desaparecido de la dictadura identificado por una prueba genética
¿Se ha liberado con esta novela de esa sensación de silencio angustiosa?
Escribirla ha sido una liberación que vino acompañada por el encuentro del lugar donde los asesinos escondieron el cadáver de mi abuelo, Emilio Silva Faba, que ha sido el primer desaparecido de la dictadura franquista identificado en España por una prueba genética. Desde el año 2003, mis abuelos están enterrados juntos y todo ese proceso que nació de la necesidad de contar su historia ha sido muy reparador y lo fue para sus seis hijos que vivían entonces. Hoy no vive ninguno. En mi caso tengo un disco duro lleno de escritos que nunca habían llegado a una imprenta. En una primera fase la escritura es un diálogo conmigo mismo. Publicarla ha sido un paso difícil porque es permitir a otras personas participar en esa conversación. Cuando has sido educado para el silencio, para que no se sepa de dónde viene tu familia y para «que no te signifiques» romper ese muro es difícil, pero a la vez es una necesidad porque expresar también significa dejar de estar preso.
Cuando oye que ciertos políticos reivindican a Franco o que ejecutan acciones contrarias al derecho actual, ¿qué siente?
Reivindicar una dictadura o pensar que eso puede solucionar los problemas de un país es terrible porque significa la negación de otras identidades, de otras ideas, de lo diverso. Toda la ciudadanía debería tener de serie una cultura de los derechos humanos intocable y sobre ella colocar la ideología que quiera. Todavía hay en España calles y monumentos que celebran el sufrimiento de familias como la mía como algo beneficioso para la sociedad. Y quienes reivindican la necesidad del sufrimiento de otros se están despojando de los valores que han construido lo mejor de la humanidad. A veces voy a institutos para hablar de memoria y derechos humanos y es palpable la existencia de un numeroso grupo de jóvenes, fundamentalmente chicos, que fantasean con la idea de una nueva dictadura. Pero creo que la mayoría no saben lo que supuso y lo que supondría, porque ignoran lo que ocurrió y lo que ocurriría. Si supieran lo que haría el franquismo con sus móviles y con la mayoría de los contenidos que ven en ellos entenderían bastantes cosas.
La desaparición de un ser querido, no saber lo que ocurrió ni haber despedido el cuerpo, suponen la incapacidad de elaborar el duelo
¿Por qué la guerra civil sigue estando tan presente entre unos y otros? Descendientes de un bando y de otro.
Estados Unidos tuvo una guerra civil mucho antes de la nuestra y está muy presente en su debate político. Pero el verdadero problema aquí es cómo se han gestionado sus consecuencias. Si en 1939 mi abuela hubiera recogido el cuerpo de su marido y lo hubiera enterrado dignamente no habría sido ninguna amenaza para el estado franquista. Pero el proyecto de Franco para miles de familias como la mía era otro. La desaparición de un ser querido, no saber lo que ocurrió ni haber despedido el cuerpo, suponen la incapacidad de elaborar el duelo que es imprescindible para seguir adelante. Cuando volvió la democracia quienes tenían el poder decidieron que esos abuelos y abuelas permanecieran en las cunetas y así dejaron ese problema en herencia para otras generaciones.
Manuel Rivas, Julio Llamazares, Marta Sanz o Isaac Rosa han roto límites pero quedan muchísimas cosas por contar
Recuperar la Memoria Histórica. Se ha hecho mucho en el cine, en la televisión, en las leyes pero, ¿es suficiente mientras no todo el mundo participe?
Culturalmente se han relatado muchas cosas de ese pasado pero muchas no. ¿Donde está una película que imagine un juicio que nunca se ha hecho a los responsables de esos crímenes o que explique quiénes fueron esos desaparecidos o de las mujeres que fueron encerradas durante décadas en centro psiquiátricos por desobedecer la moralidad de la dictadura?. Hay muchas cosas que han ocurrido y no han sido representadas ni narradas. En la cultura de la transición se estableció como norma que lo políticamente correcto era hablar de la guerra y sacar a quienes se beneficiaron o enriquecieron gracias a la represión de la ecuación cultural. Escritores como Manuel Rivas, Julio Llamazares, Marta Sanz o Isaac Rosa han roto esos límites pero quedan muchísimas cosas por contar y hay muchos intereses en que no se sepa lo que ocurrió. Basta con ver los libros de texto de los últimos cuarenta años. Como decía el poeta argentino Juan Gelman, que vivió en su propia familia el dolor de las desapariciones: «Después de la dictadura empiezan a trabajar los organizadores del olvido». Eso significa que en nuestra historia queda mucho olvido por desorganizar.
Usted, ¿se exiliaría por alguna razón de España, igual que el protagonista?
Antes de que se proclamara la Segunda República mi abuelo había vivido diez años en Argentina y Estados Unidos. Cuando triunfó el golpe de Estado en Villafranca del Bierzo y los falangistas ocuparon el ayuntamiento, algún amigo le recomendó que volviera a irse de España hasta que todo pasara. Pero él pensó que no le ocurriría nada. Las razones por las que me exiliaría serían las mismas por las que Antonio Machado murió en suelo francés o por las que miles de familias republicanas españolas escaparon del país para salvar la vida y no volvieron a abrazar a sus seres queridos ni a recorrer las calles en las que aprendieron a caminar. Irse del lugar donde alguien ha decidido vivir sólo puede ser la consecuencia de una terrible amenaza. Aunque el miedo y el silencio también pueden ser una forma de exilio, como el caso de mi abuela, que fue obligada a abandonar la vida que había decidido tener.
La foto del libro es de cuando Azaña paró en Villafranca del Bierzo. Está mi padre, con 9 años. Mi abuela la guardó por miedo
La edición del libro es muy significativa. Incluye una fotografía en el interior de la portada que resume muy bien la situación histórica y es muy cercana para usted.
En el interior de la cubierta está impresa una fotografía que mi abuela escondió durante cuarenta y cinco años en una rendija de su casa tapada con yeso. Es una imagen de una manifestación de febrero de 1936. El político Manuel Azaña viajaba a un acto electoral hacia Galicia y se detuvo a comer en Villafranca del Bierzo. Y algunos vecinos salieron en manifestación a recibirlo. Entre ellos esta mi padre, con nueve años, sujetando una pancarta en la que se puede leer: «¡Queremos el grupo escolar!¿Viva Azaña!». Mi abuela no escondió la fotografía porque apareciera su hijo sino porque los falangistas utilizaban ese tipo de imgenes para detener gente. El fotógrafo que la hizo, Álvaro de la Parra, quemó todo su archivo para que no sirviera como una herramienta para la represión.