Aviso: lo que sigue contiene spoilers sobre uno de los estrenos cinematográficos más interesantes y perturbadores de este verano. Me refiero a Weapons, una cinta de Zach Cregger indiscutiblemente encuadrada en el género de terror.

El terror nunca ha sido mi género favorito. Mucho menos el de monstruos, vísceras, motosierra y tal y tal. Siempre me ha fascinado –e inquietado– la popularidad de estas cosas, no digamos cuando dan el salto al reality, como hemos visto con el reciente fallecimiento de un streamer francés que se levantaba 6.000 euros al mes emitiendo incesantes imágenes de sí mismo siendo maltratado y humillado. Miles de seguidores, millones de espectadores. ¿En qué mundo vivimos?

Por lo menos el terror de ficción no hace daño a nadie. Aunque, cuando es muy de brocha gorda, siempre he sospechado que denota un cierto embotamiento sensorial. Es como si hubiera ¿sensibilidades? que ya sólo se activan ante los estímulos más básicos: porno y terror. En fin, cuestión de gustos, mientras no haga, insisto, daño a nadie.

Weapons es otra cosa. Su planteamiento inicial estaría más en la línea de El sexto sentido que en la de The walking dead. Explora un terror más sutil, más verosímil, más del día a día. La premisa inicial es la desaparición inexplicada de 17 alumnos de una escuela en una sola noche. Todos ellos abandonan sus dormitorios y sus casas a la misma hora –no hay duda porque las cámaras de sus residencias de suburbio americano tranquilo, profundo, de orden, les han grabado…–, adentrándose en la oscuridad para no reaparecer jamás. Jamás es jamás. Un año después, la comunidad todavía se frota los ojos, sobrecogida, y como es lógico empieza a buscar, si no explicaciones, por lo menos culpables. Todos los niños perdidos eran alumnos de una misma clase, de una misma profesora, que al día siguiente llegó al aula para descubrir todos los pupitres vacíos, menos uno. Y hasta hoy, entiendiendo por hoy, el arranque de la película.


Del autor

La magistral narrativa del director Zach Cregger, una especie de híbrido entre Hitchcock y Tarantino, nos lleva de susto en susto antes incluso de saber qué es lo que nos asusta. La maestra, magistralmente encarnada por la actriz Julia Garner –ya la admiramos en la serie Ozark–, es una especie de verso suelto en el pueblo. Una mujer sin pareja, de vida más libre y complicada de lo que allí se aconseja, sospechosa de saber más de lo que dice y de ser demasiado «conflictiva» para confiarle a niños en edad escolar. De los que se preocupa más que todo el sistema y, en ocasiones, que los padres mismos. Parte de su «comportamiento inadecuado» consiste en buscar con sus alumnos una cercanía –no sexual, por Dios: no sean cochinos– que allí no se acostumbra y que, paradójicamente, es lo que permite que tragedias tremendas se puedan incubar en las narices de todo el mundo sin que nadie esté por la labor. Y estallar cuando estallan. Sin spoilers de aviso.

La película empieza discurriendo por el cauce del terror más estrictamente viable, insisto, para ir escalando, en una gradación que sobrecoge por lo plausible, hasta un desenlace de terror fantástico, que alterna los tradicionales cuentos de brujas con la muy modernamente apreciada narrativa de zombis. Es impresionante cómo llegamos allí a partir de conflictos muy cotidianos donde lo que da miedo de las personas normales no difiere demasiado de lo que nos puede dar miedo de los monstruos. De los monstruos netos.

No hay final feliz, porque eso es imposible, pero tampoco del todo infeliz, porque cierto concepto del amor por encima del terror acaba triunfando. ¿Qué haría usted si su hijo o sus padres se hubieran convertido en zombis? ¿Les querría igual?

Sales del cine temblando, y el temblor te dura días. Durante los cuales vas digiriendo, muy poco a poco, que el peligro está en todas partes y en ninguna. Sobre todo, en esa ninguna parte donde nadie conoce a nadie ni se preocupa de sus problemas porque no es correcto preguntar ni fisgar demasiado. No digamos intentar comprender. Dios nos libre de comprender nada ni a nadie hasta que ya sea demasiado tarde.