«¡Oh, la dejadita!», grita con ironía divertida Alex de Miñaur, número ocho del mundo, en una de las canchas del Hudson River Tennis, un club privado en el sur de Manhattan, a pocas manzanas de Wall Street. El australiano pelotea con … un grupo de aficionados –incluido este reportero de ABC– en un evento organizado por Wilson, la compañía que le patrocina y que acaba de presentar la nueva raqueta con la que jugará aquí, en el US Open.

Pese al alarido, De Miñaur llega con suficiencia insultante a la pelota –y eso que apenas ha calentado– y, sonriendo, la corta con suavidad de vuelta a la cruceta contraria de la pista. Cuando te la manda un profesional, la pelota suena a otra cosa, tiene un peso desconocido en tu raqueta, bota con violencia cuando la lifta, se apaga en las dejadas cuando la corta. Para alguien que tiene carné, es como subirse a un Fórmula 1.

De Miñaur, todo simpatía mientras deprime a tenistas que hasta ese día creían que quizá no son tan malos, habla español entre pelota y pelota, aceptando la broma cuando se le pregunta si tiene nivel para estar en esta pista. «No sé, no sé», dice antes de sacudir un derechazo paralelo.

El australiano es todo lo español que puede ser alguien nacido en Sídney. Desde la ‘ñ’ de su apellido –que no luce en el circuito– hasta su familia. Su madre, Esther Román, es española y su padre, Aníbal de Miñaur, es de origen uruguayo. Pero hay mucho más: a los cinco años, la familia se mudó a España, a Alicante. En esa tierra de tenistas –la de David Ferrer, la de la academia de Juan Carlos Navarro, donde se ha formado Carlos Alcaraz– cogió la raqueta. No la soltó cuando su familia regresó a Australia, cuando él tenía 13 años, ante las dificultades económicas de la crisis de comienzos de la década pasada. Un par de años después, la familia regresó a España. Pero para entonces, De Miñaur, que había encontrado un gran apoyo por parte de las autoridades tenísticas de Australia, ya había decidido jugar para siempre bajo la bandera de aquel país.

Paso al circuito profesional

Pasó al circuito profesional en 2015, con solo 16 años. Después de haber sido promesa durante mucho tiempo, empezó a encontrar los resultados que prometía el año pasado: se coló en el ‘top-10’ mundial, se convirtió en habitual de las segundas semanas y alcanzó los cuartos de final en tres de los cuatro ‘grandes’ de la temporada.

Antes del peloteo con Wilson, De Miñaur cuenta las dificultades de llegar a lo más alto en tenis. Por un lado, las propias: «Lo que hace diferente al tenis es que estás tú solo ahí fuera, no te puede salvar nadie más que tú, no te puedes esconder». El hispano-australiano –tiene las dos nacionalidades– sufrió los rigores mentales de este deporte este año, justo cuando venía de jugar su mejor tenis. Explotó en Roland Garros, donde cayó en segunda ronda. «Me quemé», reconoce. «Es algo que venía de los tres o cuatro años anteriores, de estar siempre exigiéndome absolutamente al máximo. Tuve una conversación conmigo mismo. Traté de entender cuáles son las cosas realmente importantes en la vida y acercarme más al tenis como cuando tenía doce o trece años. Y, aunque parezca mentira, estoy jugando mejor».

Esa mejora le ha llevado a ganar en Washington este mes, en uno de los torneos de la temporada de pista dura en EE.UU. Ahora, en Nueva York, tratará de dar un paso más en su carrera. «Quizá lo mental es lo más importante. En estos torneos, al final todo el mundo juega muy bien», responde a este periódico cuando se le pregunta qué le falta para ir un escalón más arriba, para llegar a unas semifinales, para soñar con un ‘grande’. «También hay aspectos técnicos que tengo que mejorar. Sacar más ventaja con el saque, golpear más fuerte desde el fondo…».

Pero las dificultades también son externas. Y tienen nombre y apellido: Jannik Sinner y Carlos Alcaraz. «Nos toca competir con dos tíos que le pegan muy fuerte, ¿verdad? Nos lo ponen muy difícil al resto. Pero ese el desafío y lo acepto. Estoy deseando complicarles la vida».