‘Guerrero’ era castaño albardado y pesaba 495 kilos; un burel a la altura de la historia de la ganadería de Juan Pedro Domecq. Aquel chaval de diecisiete años -morenazo de pelo azabache y rostro aniñado, pero semblante reconcentrado y serio, como si ya se sintiera llamado para la gloria- había manifestado pasión por el capote (decía que era la suerte más difícil y a la vez la más expresiva) pero aquella tarde sólo pudo cumplir con ese paño, aunque dibujara más de una verónica por su sitio, de esas que llevan en su vuelo un aroma de promesas. Fue con la muleta cuando Morante de la Puebla, de blanco y oro, después de un emotivo brindis a su padre, pudo empezar a insinuar con mayúsculas el torero que iba a ser en adelante. 29 de junio de 1997. Coso de El Plantío. Cartel de lujo en el día grande de las fiestas de San Pedro. El muchacho de La Puebla del Río, que está siendo considerado por muchos entendidos como el mejor torero de la historia, había decidido tomar la alternativa con César Rincón como padrino y Fernando Cepeda como testigo en la capital castellana, donde un año antes, como novillero de pellizco, había cortado dos orejas a un toro de Bañuelos en el debut de la divisa burgalesa, y había salido triunfador de la feria castellana.
«En Burgos me di cuenta de que los aficionados saben apreciar lo bueno, esa es una de las causas que han hecho que haya escogido esta ciudad para tomar la alternativa», manifestó el sevillano días antes de la histórica cita. Había otra razón asaz poderosa, que confesó igualmente: si lograba repetir el triunfo del año anterior, tenía claro que se le abrirían las puertas del norte de España. «Así que tengo que jugármela y salir por la puerta grande». El diestro toricantano, muleta en mano, trasteó por alto para sacar al toro de su debut a los medios. Allí, según la crónica de este periódico, firmada por José María Sanvicens (con dibujo a plumilla incluido), trazó tandas alternativas en redondo y al natural, muy aseadas y mostrando en muchos de los muletazos «el duende que atesora». Duende es hoy, casi treinta años después de aquella tarde de junio, una de las palabras que más acompañan al de la Puebla; quizás la que mejor lo define como maestro absoluto de la tauromaquia, quintaesencia del arte de Cúchares.
Algunos testigos de aquella tarde evocan la figura del joven que, entonces, nadie sospechaba hasta dónde llegaría. «Tenía una forma de torear muy fina, muy elegida. No era el típico torero de escuela, de esos que torean todos parecido o igual. Se le veían detalles distintos, aunque no los tenía todavía desarrollados. Hoy es uno de los grandes, sin duda», apuntan. «Mi arte es muy personal, con un sentimiento que sale hacia afuera y con una interpretación clásica del arte del toreo. Me gusta torear muy quieto y correr con temple ambas manos, es lo que siento desde que tuve cinco años, aunque si el toro no embiste tienes que emplear otras tácticas para que el aficionado no se sienta defraudado», había anticipado en la previa. Sabedor de que la franela y la espada son las que dan o quitan trofeos, el sevillano, tras una tercera serie de muletazos y una faena de adorno, cobró una estocada que le procuró una oreja.
Morante intentó lucirse con el capote, paño que considera el más complejo y hermoso. – Foto: Alberto Rodrigo
Tengo que jugármela y salir por la puerta grande»
«En el camino me he dejado todo, afortunadamente sangre muy poca y dinero, ninguno. Puedo decir que no he tenido que poner ni un duro para llegar a matador. La realidad es que si hubiese tenido que poner dinero no hubiese podido, ya que mis padres son gente humilde. Por eso me siento más orgulloso de haber podido llegar», había confesado en la previa de su día grande, reconociéndose devoto admirador de Manzanares, Joselito, Ponce y César Girón. Al segundo toro de su lote le recibió como más le gusta: con verónicas a pies juntos, «anotándole un vistoso galleo por chicuelinas», en palabras de Sanvicens. Brindó al público la faena, que inició con un estatuario por alto y trinchera, sacando al toro a los medios. «Las tandas de muletazos, tanto en redondo como al natural, fueron largas, de cuatro y cinco muletazos, rematadas con molinetes, trincherillas o bien con el forzado de pecho».
Fueron tantos y tan intensos que el toro, exhausto, se echó al albero a descansar. Mató de una entera recibiendo un recado presidencial y tras descabellar a la segunda se le premió con otra oreja. Fue el triunfador de la tarde: pese a la lluvia siempre inoportuna, cada remate de Morante de la Puebla arrancó olés y ovaciones del público, que no llegó a llenar la plaza. Abrió la Puerta Grande el de la Puebla, que se había conjurado para ello, cumpliendo el sueño que tuvo a los cinco años, que fue la primera vez que se plantó delante de un becerro. Aquel día de San Pedro, Morante de la Puebla subió en Burgos el primer peldaño de la escalinata que lleva a la gloria y quién sabe si a la eternidad. Ya era, entonces, un joven introvertido que lo había apostado todo al toro renunciando a los amigos, a la juerga, a los placeres de la juventud. «Antes no tenía dinero para disfrutar y ahora que tengo un poquito, no tengo tiempo», explicaba a este periódico. Eso sí: se conformaba con escuchar el arte de otro genio: uno que había soñado con ser torero, pero que terminó revolucionando el mundo del flamenco.
Se llamaba Camarón.