Hace una década, en los últimos días de las protestas semanales conjuntas de palestinos y judíos contra la construcción del muro de separación por parte de Israel en la aldea cisjordana de Al-Ma’asara, uno de nuestros rituales previos a la manifestación era un discurso de Mahmoud, un líder de la comunidad local. Con el teléfono en la mano, declaraba: “No habrá otra Nakba, porque ahora tenemos esto. Tenemos un smartphone. Tenemos Facebook. Intentarán echarnos de nuevo, pero todo el mundo lo verá y lo impedirá. En 1948 no teníamos smartphones ni Facebook. Ahora no volverá a pasar”.
Todos los viernes repetía este mantra a los activistas que tenía alrededor, a los soldados que nos vigilaban y a sí mismo. En aquel momento, resultaba tranquilizador. Pero se equivocaba.
La actual campaña genocida de Israel en Gaza puede ser la atrocidad más documentada de la historia reciente, tanto por el volumen de pruebas como por la rapidez con que circulan. Los teléfonos inteligentes y las redes sociales, que aún eran un mundo lejano durante los genocidios de Bosnia y Ruanda, permiten capturar los acontecimientos al instante, desde innumerables ángulos, y compartirlos en tiempo real en todo el mundo, mientras los medios de comunicación tradicionales siguen desempeñando un papel secundario nada despreciable.
En Israel, el instinto de descartar cualquier documentación procedente de Gaza como “falsa” se ha incorporado al discurso dominante
Y, sin embargo, ante el aluvión interminable de fotos y vídeos de civiles muertos, niños hambrientos y barrios enteros reducidos a escombros, gran parte de la opinión pública israelí –y una parte significativa de los partidarios de Israel en el extranjero– responde de dos maneras: o bien todo es falso, o bien los habitantes de Gaza se lo merecen. A menudo, y paradójicamente, conviven ambas cosas: “No hay niños muertos en Gaza, y es bueno que los hayamos matado”.
Una nueva era de negación
La negación de las atrocidades es un fenómeno global, pero la sociedad israelí lo ha convertido en una especie de arte. No es casual que una de las obras académicas más importantes sobre el tema, States of Denial (2001), del sociólogo Stanley Cohen, se inspirara en sus experiencias como activista de derechos humanos en Israel durante la Primera Intifada a finales de la década de 1980.
Basándose en esas experiencias, Cohen describe un repertorio de negación empleado tanto por los Estados como por las sociedades: “No sucedió” (no torturamos a nadie); “Lo que sucedió es otra cosa” (no fue tortura, sino “presión física moderada”); “No había otra alternativa” (la “bomba de relojería” hizo de la tortura un mal necesario).
Primera Intifada en la Franja de Gaza, 1987. / Colección Efi Sharir/Dan Hadani, Colección Nacional de Fotografía de la Familia Pritzker, Biblioteca Nacional de Israel.
En Israel, esta lógica tiene sus raíces en el mito de la “pureza de las armas” (la creencia de que Israel actúa únicamente en defensa propia) y en la antigua mentalidad de “disparar y llorar” (la idea de que los israelíes pueden cometer actos violentos, pero siguen siendo moralmente superiores porque luego se arrepienten). Pero, por abominable que sea esta mentalidad, se basa en dos supuestos importantes: que atrocidades como la tortura, el asesinato de civiles y el desplazamiento forzoso son esencialmente incorrectas y, por lo tanto, requieren justificación u ocultación; y que la documentación y la divulgación de la verdad tienen valor, aunque solo sea como un obstáculo que hay que eludir.
A pesar de la repulsión que produce, la hipocresía inherente al mito de la “pureza de las armas” tiene sus utilidades: deja margen, por estrecho que sea, para la corrección. Una vez que se pone de manifiesto la brecha entre la retórica y la realidad, puede provocar vergüenza e incluso generar presión para el cambio. En un mundo así, las imágenes captadas con un teléfono y compartidas al instante tienen un peso real.
Pero este no es el mundo en el que vivimos hoy. En Israel, el instinto de descartar cualquier documentación procedente de Gaza como “falsa” se ha incorporado al discurso dominante, desde las más altas esferas del poder político hasta los comentaristas anónimos de los sitios web de noticias. Este reflejo tiene sus raíces en una mentalidad conspirativa importada de los círculos de la derecha estadounidense, muy similar a la retórica del “Estado profundo” del presidente Donald Trump, que se ha convertido en la favorita del primer ministro, Benjamin Netanyahu, y sus seguidores.
Uno de los principales propagadores de este estilo de negación es Alex Jones, una figura marginal de los medios de comunicación de extrema derecha. En 2012, este antiguo aliado de Trump afirmó que el tiroteo en la escuela primaria Sandy Hook, en el que murieron 20 estudiantes y seis adultos, fue un montaje. A pesar de las pruebas abrumadoras, Jones insistió en que todas las imágenes de la masacre –los padres afligidos, incluso los cadáveres de las víctimas– eran falsas, y que todo formaba parte de una conspiración demócrata para socavar el derecho de los estadounidenses a portar armas.
Este tipo de discurso comenzó a filtrarse en la sociedad israelí incluso antes del 7 de octubre, primero en Internet y luego en los ámbitos formales. A medida que la guerra se ha prolongado, se ha convertido en una respuesta generalizada, a menudo refleja: ¿Un vídeo de padres palestinos acunando el cuerpo de un bebé? “Actores sosteniendo un muñeco”. ¿Fotos de civiles disparados por soldados israelíes? “Generadas por IA, manipuladas o tomadas en otro lugar”. Y así sucesivamente, ad infinitum.
Esta retórica se ha acompañado a menudo del término “Pallywood”, un acrónimo de “Palestinian Hollywood” (Hollywood palestino). Importado de los círculos de la derecha estadounidense a principios de la década de 2000, sugiere que las imágenes del sufrimiento palestino no son reales en absoluto, sino parte de una elaborada industria cinematográfica: una vasta conspiración en la que palestinos, organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación internacionales colaboran para fabricar atrocidades.
En una época anterior de negación de las atrocidades, las acusaciones de montaje eran al menos elaboradas
En una época anterior de negación de las atrocidades, las acusaciones de montaje eran al menos elaboradas. Muchos aún recuerdan el caso de Muhammad Al-Durrah, el niño de 12 años asesinado en Gaza en septiembre de 2000, cuya muerte se convirtió en un símbolo de la Segunda Intifada. Los israelíes y sus partidarios invirtieron enormes esfuerzos para intentar desacreditar las imágenes: cientos de horas de análisis, informes e incluso documentales, en los que se analizaban los ángulos de las tomas, la balística y los detalles forenses para argumentar que todo el suceso había sido un montaje.
Hoy en día, la negación no requiere tanto trabajo. Las intrincadas teorías conspirativas del pasado han dado paso a una forma más cruda de negacionismo que los estudiosos denominan conspiracionismo: el rechazo reflexivo de cualquier prueba que contradiga los intereses propios como si fuera falsa. La documentación se descarta simplemente con una sola palabra: “Falso”.
Posverdad, posvergüenza
Consideremos, por ejemplo, las pruebas irrefutables de la hambruna masiva en Gaza. La lógica es dolorosamente simple: una población sometida a un asedio y cuyos medios de subsistencia han sido destruidos, inevitablemente morirá de hambre. Sin embargo, en Israel, desde los comentaristas anónimos en Internet hasta los más altos niveles del gobierno, la respuesta refleja sigue siendo la misma: “Todo es falso”.
El ministro de Asuntos Exteriores, Gideon Sa’ar, descartó las imágenes de niños demacrados calificándolas de “realidad virtual”
Netanyahu ha hablado de la “percepción de una crisis humanitaria”, supuestamente creada por “fotos escenificadas o bien manipuladas” distribuidas por Hamás. El ministro de Asuntos Exteriores, Gideon Sa’ar, descartó las imágenes de niños demacrados calificándolas de “realidad virtual” y citando como prueba la presencia de adultos “bien alimentados” a su lado. El ejército afirmó que Hamás estaba reciclando imágenes de niños yemeníes o fabricando falsificaciones generadas por inteligencia artificial. El periodista de Ynet Itamar Eichner, por lo demás muy crítico con el Gobierno, se hizo eco del mismo sentimiento: “Ellos [los palestinos] entienden que las fotos de niños hambrientos son un punto débil. Es probable que las fotos sean un montaje y que los niños padezcan otras enfermedades”.
Este patrón de negación aflora incluso en el discurso académico. Un reciente informe del Centro Begin-Sadat de Estudios Estratégicos de la Universidad Bar-Ilan, titulado “Debunking the Genocide Allegations: A Reexamination of the Israel-Hamas War (2023-2025)” (Desmontando las acusaciones de genocidio: un reexamen de la guerra entre Israel y Hamás [2023-2025]), incluye una sección titulada “Fuentes falsas y otras generadas por la IA”.
Aunque las pruebas documentadas de las atrocidades siempre han sido objeto de evasivas y negaciones, la situación actual es totalmente diferente. En la era de la “posverdad”, la combinación de una mayor sospecha hacia la manipulación de la IA, la erosión de la confianza en los medios de comunicación institucionales y el colapso de los guardianes de la democracia ha hecho que el instinto de gritar “falso” ante cualquier cosa indeseable sea mucho más generalizado y poderoso que nunca.
Mientras tanto, la reprochable negativa de la gran mayoría de los medios de comunicación israelíes a mostrar lo que realmente está sucediendo en Gaza significa que, cuando las imágenes logran filtrarse, la respuesta del público suele ser poco más que un encogimiento de hombros colectivo en señal de rechazo. Sin embargo, casi siempre ese encogimiento de hombros va acompañado de un “se lo merecen”, ya que la negación y la justificación se entrelazan en lo que puede parecer una paradoja, pero que en realidad refleja las dos caras de la misma moneda.
Como declaró recientemente el ministro de Patrimonio, Amichai Eliyahu: “No hay hambruna en Gaza, y cuando te muestran imágenes de niños hambrientos, mira bien: siempre verás a uno gordo a su lado, comiendo perfectamente. Es una campaña montada”. En la misma entrevista, añadió: “No hay nación que alimente a sus enemigos. ¿Hemos perdido la cabeza? El día que devuelvan a los rehenes, no habrá hambre allí. El día que maten a los terroristas de Hamás, no habrá hambre”.
Tras dos décadas de asedio, durante las cuales los israelíes intentamos apartar de nuestra vista y de nuestra mente a Gaza y a sus dos millones de habitantes palestinos, la masacre del 7 de octubre nos obligó de manera brutal a volver a ver lo que habíamos intentado olvidar. Quizás fue entonces cuando las dos respuestas –“falso” y “se lo merecían”– convergieron por completo. La primera sirve a la imagen nacional (“nuestros hijos no cometen atrocidades”) y a las exigencias de la hasbara, ganando tiempo en la escena internacional. La segunda es una reacción cruda y visceral al dolor y la humillación de ser golpeados por aquellos a los que durante tanto tiempo se ha considerado inferiores. Juntas, se fusionan en una reacción que anula cualquier apelación a la moralidad, no requiere pausa y no exige disculpas.
Tras décadas negando la Nakba, los legisladores ahora declaran con orgullo que Israel está llevando a cabo una segunda Nakba
Y aquí radica el segundo desafío a la creencia de que los teléfonos inteligentes y las redes sociales pueden detener las atrocidades. La lucha por los derechos humanos ha asumido durante mucho tiempo que documentar los abusos “avergonzaría” a los perpetradores y les haría cambiar su comportamiento. Pero, ¿qué sucede cuando los perpetradores ya no sienten vergüenza y desprecian abiertamente la censura moral e incluso la idea misma de la verdad? En ese caso, la documentación y la difusión, por rápidas o generalizadas que sean, pierden su poder.
De hecho, como han demostrado los informes sobre derechos humanos y las peticiones presentadas ante tribunales internacionales en los últimos dos años, los líderes militares, políticos y culturales israelíes admiten ahora abiertamente, y por voluntad propia, lo que en otras circunstancias los grupos de derechos humanos habrían tenido que esforzarse por demostrar.
Soldados israelíes posan con lencería en una vivienda de la Gaza ocupada. / Imagen difundida por Younes Tirawi
Tras décadas negando la Nakba, e incluso prohibiendo el término, los legisladores israelíes ahora declaran con orgullo que Israel está llevando a cabo una segunda Nakba en Gaza. Donde antes los voluntarios de B’Tselem tenían que filmar minuciosamente las atrocidades en Cisjordania, solo para encontrarse con una excusa tras otra, como que los incidentes estaban “sacados de contexto”, hoy son los propios soldados israelíes quienes graban las violaciones de los derechos humanos y las suben a las redes sociales sin dudarlo.
Estamos asistiendo al colapso del ciclo tradicional de denuncia, negación y confirmación. En una realidad así, ¿de qué sirven los teléfonos inteligentes y las redes sociales?
Grietas en el muro
Aunque el beneficio de documentar las atrocidades es mucho menor de lo que esperábamos en el pasado, sigue siendo significativo. Mientras escribo estas líneas, parece que las respuestas reflejas de “es falso” y “se lo merecían” están chocando por fin con barreras sólidas.
Ante las pruebas abrumadoras e implacables de la hambruna en Gaza, los gritos de “falso” se vuelven cada vez más frenéticos y desesperados. La acusación maliciosa, repetida sin cesar en el discurso israelí, de que un niño de Gaza que padecía una enfermedad preexistente exime de alguna manera a Israel de la responsabilidad de matarlo de hambre, aparentemente no ha logrado detener el creciente reconocimiento en Israel del sufrimiento palestino y de su injusticia fundamental.
Los giros y vueltas que ahora son habituales en los argumentos israelíes –que efectivamente hay hambre en Gaza, pero que la culpa es de Hamás; que es una consecuencia involuntaria de la guerra; o que el mundo es hipócrita por no tratar de la misma manera el hambre en Yemen– nos devuelven al repertorio de negaciones descrito por Stanley Cohen. Sin embargo, también sugieren algo más: la reaparición vacilante de la vergüenza, y tal vez incluso de la culpa, al menos entre algunos sectores de la población israelí.
Lo que parece haber contribuido a este cambio son, por un lado, las reacciones de la comunidad internacional ante la hambruna y, por otro, la posibilidad de reconocer el hambre sin implicar directamente a los soldados y pilotos (nuestros “mejores hijos”). Sin embargo, la mera acumulación de fotos y documentación irrefutable procedente de Gaza también ha influido. La persistencia de personas y organizaciones en documentar e informar –desde dentro y fuera de Gaza– y en validar y difundir este material en Israel y en todo el mundo ha tenido finalmente un impacto.
Pero los planes de Israel de ocupar la ciudad de Gaza y desplazar por la fuerza a sus habitantes a lo que podría ser un campo de concentración antes de su posible expulsión permanente de la Franja amenazan con convertir algo ya de por sí desastroso en algo aún peor. ¿Se sumirá el público israelí aún más en la negación o se verá obligado por fin a afrontar la realidad?
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Ron Dudai es profesor asociado en el Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad Ben-Gurion University del Néguev.
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Este artículo fue publicado originalmente en inglés en +972 Magazine.