Venecia
Pocas veces un festival de cine acierta en su inauguración. Venecia ha comenzado por todo lo alto, con una estupendísima película de apertura y, encima, de un director italiano hablando sobre la política italiana, un sector que no pasa, precisamente, por su mejor momento. La Grazia es el nuevo filme del oscarizado Paolo Sorrentino, de la que se sabía realmente poco. Simplemente, que volvía a trabajar con Toni Servillo, el gran actor italiano con quien rodó Il Divo o La Gran belleza. Juntos firman una película vibrante, emocionante, hermosa, divertida, profundamente política y más que pertinente. Es curioso que sea Sorrentino, que siempre ha sido melifluo y ambiguo ideológicamente dentro y fuera del cine, quien firme ahora, en este momento turbulento donde todo el mundo parece ponerse de lado en Venecia, esta historia, que habla de muchas cosas, pero sobre todo es declaración de intenciones sobre tomar partido, evitar ser equidistante y decidir vivir libremente.
De eso va La Grazia, una película que arranca con la lectura de algunos artículos de la constitución italiana, sobre las funciones del Presidente de la República, una figura diplomática, que debe sancionar las leyes, pero tampoco entrometerse en la política nacional. Toni Servillo es el político, un jurista respetado, taciturno y poco amigo de entrar en polémicas o tomar decisiones controvertidas. La presentación del personaje, que recuerda al inicio de La Gran belleza, es magistral: el escolta encendiéndole el cigarro, la música electrónica sonando y el rostro de cemento de Servillo. Su personaje es el político con mayúsculas, una figura que cada vez es más una especie en peligro de extinción. Está a punto de jubilarse, pero antes debe tomar dos decisiones: indultar o no a dos presos, que cometieron asesinatos en circunstancias que quizás sean perdonables. Además, firmar, o no, una ley de eutanasia, siendo él un demócrata cristiano de toda la vida. Dilemas morales que se unen al recuerdo del amor de su vida, su mujer, cuya muerte no ha superado. El dilema moral es lo que buscaba contar el director napolitano, siguiendo la estela de El decálogo de Kieślowski, pero acercándose a la comedia, gracias a los personajes secundarios y a las situaciones absurdas del mundo del protocolo y las relaciones públicas.
Uno de los fuertes de la película es la manera en la que está escrito el personaje y cómo conecta con el mundo en que vivimos, un hombre en el crepúsculo de su vida, de su carrera, como el Jep Gambardella de La Gran Belleza, solo que menos dado al hedonismo y a la decadencia. Este Mariano de Santis es un hombre estricto, que no ha dicho un taco en su vida, para el que la ley es sagrada y la verdad una obsesión. Eso le impide tomar la decisión de indultar a dos presos a la ligera, hasta que una nueva generación de juristas, encarnada por su hija, la actriz Anna Ferzetti, le pone contra las cuerdas. Lejos de cerrarse ante lo nuevo, ya sea el rap que tararea cuando nadie le ve, o la nueva forma de entender la política, lo que hace es escuchar el presente a través de sus hijos
“Seis crisis de gobierno y has salido de ellas indemne sin posicionarte”, le recrimina. Una frase que no puede resonar más en estos días, donde vemos a políticos ponerse de lado ante la gestión de los incendios, e incluso ante un genocidio como el Gaza. De hecho, que una película sobre tomar partido inaugure un festival que ha evitado hacerlo no deja de ser una gran paradoja. Alexander Payne, el presidente del jurado, viene a decir en la rueda de prensa que no puede opinar porque no tiene información, mientras, el director de la Mostra, Alberto Barbera, evitaba cualquier condena. Sorrentino, sin embargo, puso en un brete a Mubi, la plataforma y productora que distribuye la película y que está financiada por un fondo de inversión israelí, Sequoia Capital, vinculado con la ocupación israelí. «Que hablen los de Mubi», decía en la rueda de prensa.
En un momento en el que la ética y la verdad a veces parece opcional, o una rémora, el retrato de un político así, y de una película como esta, nos hace pensar que todavía no está todo perdido y que el cine sigue siendo un arte relevante y poderoso.