ActualidadPor Sol G. Moreno
Colas para meter la mano en la Bocca della Veritá, empujones en el Taj Mahal, mosquitos en Angkor Wat… Siempre hay historias inconfesables tras las idílicas imágenes de viajes, pero no se cuentan porque perderían la magia. Estas son algunas de las que vivieron grandes fotógrafos como Martin Parr, Peter Beard o Sebastião Salgado
¿Cuántas veces hemos soñado con visitar los parajes salvajes de la Amazonia inmortalizados por Sebastião Salgado? ¿Y con la colorida India de Steve McCurry o Cristina García Rodero? ¿Y qué me dicen del monte Fuji retratado por Michael Yamashita? Las imágenes de todos ellos nos han hecho volar con la mirada hasta decenas de destinos llenos de encanto, poesía y aventura, invitándonos incluso a preparar la mochila y seguir sus pasos para descubrir… que no es oro todo lo que reluce. Porque en la selva hay una humedad infernal, por no hablar de los bichos; India no solo se descubre con los ojos, sino también –por desgracia– con el olfato; y la montaña sagrada de Japón es tan visitada que se ha convertido en un parque temático. Pero nada de eso se aprecia en sus trabajos, por eso seguimos embelesados con el eco de su estela.
En los últimos tiempos, con el turismo de masas al alza, la experiencia del viaje se ha vuelto mucho más entretenida, porque ya no nos sentimos nunca solos. Resulta desesperante sacar una imagen de cualquier lugar porque, en cuanto lo intentas, enseguida salen por medio brazos, smartphones o cabezas no deseadas. ¡Hay incluso quien se pega por ocupar el lugar justo de la panorámica!
Ese tipo de imágenes, a medio camino entre el esperpento y la locura por fotografiarlo absolutamente todo, son las que ha reflejado Martin Parr en su trabajo, y que tan bien ilustran el turismo de nuestro milenio. “La fotografía es el souvenir del turista actual”, sentenció hace tiempo. Y no se equivocaba. El británico ha pasado 30 años en París enfocando su cámara no hacia los monumentos y rincones que esconde la ciudad del amor, sino hacia las riadas de turistas que día a día abarrotan la torre Eiffel, los Campos Elíseos o el Louvre. Parr tira de humor ácido para denunciar la masificación que todo viajero ha sufrido en destinos tan conocidos como Machu Pichu, Roma o Atenas.
Una mujer en el Parque Nacional Bryce Canyon, Roger Minick, 2015 © Roger Minick
New Brighton, de la serie The Last Resort. Martin Parr, 1983-1985 © Martin Parr / MAGNUM PHOTOS / Huxley-Parlour Gallery
Fuji obssesion, Michael Yamashita © Michael Yamashita
Inmersión de Ganesh en la playa de Chowpatty, Bombay. Steve McCurry, 1983 Imagen reimpresa para India, Phaidon, 2015 © Steve McCurry
Tribu de los Awás, Sebastião Salgado © Sebastiao Salgado/Amazonas/nbpictures
Rituales en Haití (Saut d’Eau), Cristina García Rodero © Museo Reina Sofía
Aunque el exceso de visitantes no resulta molesto para todos. El norteamericano Roger Minick, por ejemplo, los ve como el complemento perfecto a sus imágenes viajeras. La idea se le ocurrió durante una clase con Ansel Adams en 1976, en el Parque Nacional de Yosemite. “Oleadas de turistas llegaban continuamente al aparcamiento. Venían para tener una visión clara de la famosa vista, pero también para retratarse ellos mismos demostrando que habían estado allí”, relata. Aquella escena supuso como una revelación para Minick, que desde entonces no ha parado de viajar por todo Estados Unidos en busca de turistas. Como lo oyen: turistas haciéndose fotos. De modo que no solo capta el lugar, sino a la persona que de manera esporádica pasa por allí. Y por partida doble, además: una para quedarse y otra (en formato polaroid) para regalar a los improvisados modelos. Un juego que le ha valido el sobrenombre de “fotógrafo de los turistas”.
En realidad, el viaje es mucho más que un instante inmortalizado. Es una experiencia, una aventura que sirve para abrir nuestros horizontes. Si no que se lo digan a Peter Beard, ese “mitad Tarzán, mitad Lord Byron” que recorrió los rincones de África cámara en mano; desde el Kilimanjaro al desierto de Nyiri, el parque Tsavo o los montes de Aberdare. Su pasión por la adrenalina y el peligro le llevaron en más de una ocasión a exponerse a la muerte en la salvaje vida de la sabana, como aquel día que aprendió en sus propias carnes la primera lección que te dan en cualquier safari: cuidado con acercarse mucho a las crías cuando sus madres están cerca. Él ignoró a la mamá elefante que acompañaba al pequeño que estaba fotografiando y ella le lanzó un contundente aviso que le envió al hospital, con la pelvis rota y severas heridas internas.
Desde luego no todas las selvas son igual de peligrosas. Ni todos los fotógrafos así de imprudentes. Sebastião Salgado , por ejemplo, nos ha enseñado una Amazonia exuberante y salvaje poblada de tribus prístinas. Lo suyo fue amor a primera vista por ese “paraíso en la tierra”, al que dedicó gran parte de su vida. Las instantáneas que tomó allí son el epítome del exotismo de nuestra era y quedarán para siempre en nuestra retina. Pero, ¿cómo fue ese primer encuentro? El propio autor recuerda que cuando visitó en los 80 su primera comunidad indígena yanomami, tuvo que esperar un par de horas antes de aprender a comunicarse con ellos. “Luego ya era como mi casa, aunque no hablara la lengua”, explica. Porque una de sus mayores virtudes fue la paciencia, aunque él a menudo se disculpaba por su lentitud en el trabajo.
Otro autor que ha dejado imágenes imborrables en la memoria colectiva es Steve McCurry. Si pensamos en la India, él es uno de los nombres imprescindibles, pues ha fotografiado el país desde todos sus puntos cardinales. En su caso, la obsesión por la tierra del Ayurveda surgió en 1978, cuando viajó por vez primera con la única compañía de una mochila y su inseparable Nikon. Los rostros y paisajes que vio en Delhi, Jaipur y Calcuta le impactaron tanto, que ha tenido que regresar hasta 80 veces para dejar constancia de todo ello. Y es que, por mucho que su niña afgana sea la imagen más icónica de su carrera, para él sus mejores trabajos proceden del país que le ha enseñado a “mirar y esperar la vida”. Paradójicamente, el mismo donde casi pierde la suya, durante una sesión de fotos en la playa de Chowpatty. Era una noche de 1996 y estaba asistiendo a un festival en Bombay. Se metió en el agua para seguir al niño que llevaba el ídolo de Ganesh, cuando de repente un grupo de hombres le atacó sin motivo aparente. A día de hoy sigue sin saber si le agredieron por ser extranjero, porque estaban ebrios, por llevar una cámara o por acercarse demasiado.
También Cristina García Rodero ha sufrido lo suyo mientras inmortalizaba las tradiciones y ritos de mundos lejanos, tan sorprendentes como aterradores: desde el Maha Kumbh Mela, la mayor reunión de peregrinos del planeta que tiene lugar cada 12 años en la India, hasta los sacrificios de cabras en Haití o el ritual de María Lionza de Venezuela. Momentos en los que ella misma confiesa que “se aguantó los miedos”, pasó frío en las infestadas aguas del Ganges y se quemó incluso el pelo, pero que nos han permitido asistir en primera persona a espectáculos que de otro modo nunca podríamos haber presenciado.
Y de una mujer que superó sus miedos para compartir sus vivencias con el mundo, a otra que se jugó el tipo por lo que vio desde el objetivo de su cámara. Inge Morath estaba fotografiando una jornada de pesca de Audie Murphy con algunos amigos en México cuando observó que la barca en la que iban había volcado y que el actor estaba a punto de ahogarse. La fotógrafa austríaca dejó todo y se lanzó al agua sin pensarlo. ¿Cómo consiguió salvarlos a todos? Los arrastró hasta la orilla agarrados a la correa de su sujetador.