La autora del texto, posando para Celso Varela en las calles de Pontevedra PEDRO DABOUZA
Posar para un cuadro, en pleno centro de la Boa Vila, es una experiencia que puede surgir de forma inesperada
29 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.
Hace aproximadamente un mes estaba en la redacción, escribiendo, cuando comenzó a sonar el teléfono. En un periódico, como podrán imaginarse, la melodía de las llamadas conforma la banda sonora de cada día, por lo que no tenía motivos para pensar que sería algo inusual. Descolgué, pregunté quién era y me contestó una voz grave, tranquila y pausada. Era un pintor, decía, «estoy al lado de la Peregrina haciendo un retrato, por si os interesa». Muchas veces funciona así, en vez de buscarla, la noticia llega hasta ti. Animada por la emoción que genera lo desconocido, cogí la libreta y puse rumbo al centro de la Boa Vila dispuesta a encontrarme cualquier cosa.
Una vez allí, di con un estudio de pintura al aire libre en plena rúa Michelena. Entre las cabezas de la gente ya asomaba, desde lejos, un lienzo con su respectivo caballete. Al acercarme, frente a la confitería Solla, una chica posaba mientras un señor pintaba. «Soy Celso Varela», recuerdo que me dijo, «pintor de Pontevedra». En la conversación que mantuvimos, que duró apenas 10 minutos, descubrí muchas cosas sobre Celso pero, sobretodo, que ama lo que hace con todo su corazón. «¿Quieres que te pinte?», preguntó cuando ya me despedía. Porque Celso es así, busca rostros para sus cuadros en la calle, en los parques, es espontáneo «como el arte en sí mismo». Yo, pensando tal vez que no se acordaría de mí, dije que sí. Y me pintó, claro que me pintó.
Algo nerviosa y sin saber qué esperarme, llegué unas semanas más tarde al mismo sitio en el que nos conocimos, pero ese día mi papel en la escena era diferente. «¿Quién soy yo para que me pinte?» Era la pregunta que pasaba una y otra vez por mi mente. Tal vez, esa es la clave de los retratos de Celso, que con ser persona es más que suficiente para convertirte en protagonista de sus obras. Al llegar, descubrí que junto a él está, en todo momento, Ángeles Rodríguez, su mujer y ayudante. Ella es una pieza clave en sus cuadros, pues con paciencia y mimo sigue las pinceladas que da su marido mientras colabora en todo lo que haga falta para agilizar el proceso: organizar las pinturas, cambiar el agua sucia u ofrecer conversación a quienes se acercan, curiosos y curiosas, a contemplar la peculiar escena.
Adictivo pero incómodo
Cuando paseas por la calle y ves un lienzo de gran tamaño, entiendo que lo más normal del mundo es pararte a descubrir de qué trata. Celso ya está más que acostumbrado a que le miren y le comenten, pero yo, puedo asegurar que no lo estoy. Al principio, sentirse tan observada es extraño y un tanto incómodo. La gente se para, te mira y, luego, mira a un cuadro en el que sabes que sales, pero del que desconoces su apariencia.
A medida que pasan los minutos se genera un ambiente que envuelve. A Celso le cambia la mirada. Sus ojos se mueven incansables entre la pintura y la calle. Ambos nos perdemos en nuestros pensamientos. Él, de vez en cuando, comenta lo que se le pasa por la cabeza. Anécdotas de sus viajes a Roma, ciudad de la que está enamorado; preguntas que le surgen sobre mí; o recuerdos de experiencias anteriores.
Si alguien se acerca a hablar con él, lo despacha con el desparpajo que le caracteriza. «¿Quieres que te pinte a ti también?», pregunta a una chica que busca saber cuánto le lleva pintar el cuadro. «No puedo, soy peregrina», «pues encantado de conocerte, Peregrina». También conocidos suyos se acercan a saludar. «Dime, con todos los cuadros que estás pintando en Pontevedra, ¿harás una exposición?», le pregunta una de ellos, «por supuesto, y serás la primera en enterarte».
A medida que cambia la luz, el cuadro lo hace con ella. «Sabes cuando empiezas, pero nunca cómo terminas», explica Celso, «no sirve de nada pensar en qué voy a hacer, pues pintando todo puede cambiar». Para Ángeles, que lleva muchos años acompañando a su marido mientras pinta, «Celso siempre ha sido así. Si una persona ve el mundo como lo vemos todos los demás, no podría ser artista». A lo mejor, precisamente por su forma de ver el mundo, cualquier persona puede acabar siendo su próximo retrato. Si caminas por Pontevedra, busca un sombrero, un bastón y unas manos manchadas de pintura, quizá tengas suerte y se fije en ti.
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