Basada en hechos reales ya narrados en el el documental Último aliento, dirigido por el mismo Alex Parkinson, Sin oxígeno cuenta la historia del buzo Chris Lemons, atrapado en el fondo de las frías aguas del Mar del Norte con apenas unos minutos de aire en su equipo de emergencia. Un hecho que impulsa y a la vez limita la narrativa del film, que opta por una aproximación realista a la odisea humana: la acción se constriñe a una serie de maniobras y acciones reales, pero sobre todo al escasísimo tiempo disponible, lo que limita y ensalza la peripecia del intento de rescate de sus compañeros.
Ensalza porque la evidente contrarreloj que se inicia cuando Lemons (Finn Cole) queda atrapado en el fondo atrapa al espectador, que intuye que va a presenciar un film de ritmo rápido, y limitada por, de nuevo, el mismo factor: las presentaciones de los personajes son obvias y resultan más interesantes cuando se refieren al entorno profesional de los buzos que a los (escasos) esbozos de su vida personal. El detalle del despliegue técnico para montar las tuberías de gas que llevarán el suministro al continente y el precio a pagar por el despliegue lo realizan un puñado de trabajadores anónimos, y devuelve el valor al elemento humano en tiempos de hiperconciencia ecologista y otras parábolas críticas con el corporativismo.
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Nada o poco hay de eso en Sin oxígeno, que se ciñe a la situación concreta y con ello a la pura contrarreloj y al espíritu humano. De alguna manera, la aventura narra el precio a pagar de una sociedad tecnológica e industrial y muestra el duro y exigente trabajo humano que hay detrás de tales comodidades sin mayor autocrítica. Todo ello en unos tiempos en los que el discurso se centra en comentarios concienciados y presuntamente inteligentes al impacto negativo de ese mismo modo de vida.
Quizá en estas circunstancias el director Alex Parkinson, que realiza un film más que correcto en términos generales, podría haber optado por una vía más grandilocuente y cinematográfica, sobre todo teniendo en cuenta la existencia de un documental dirigido por él mismo que a buen seguro narrará con detalle estas mismas acciones. Una vía de ensalzar la realidad por vías puramente cinematográficas. Que éste estime que, efectivamente, no es James Cameron, Paul Greengrass, Peter Berg o Michael Bay resulta en cierto modo una declaración de humildad adecuada, y a Sin oxígeno, que apenas supera los 90 minutos, tampoco le falta espectacularidad.
Tiene como arma, en todo caso, a un formidable Woody Harrelson, un bien todavía no suficientemente ponderado por el propio cine americano y probablemente por él mismo, imprimir una melancolía a su personaje que lo erige sobre sus compañeros de reparto, que de todas formas cumplen bien su trabajo.