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Para Javier Serna, que nació para correr

Ha pasado como Corvette descapotable en una autopista sin fin. Ahora que se cumple el primer medio siglo de Born to run (Columbia, 1975), el álbum con el que Bruce Springsteen alcanzó la notoriedad pública a mediados de los 70, reitero, como seguidor desde chavo del cantautor estadounidense, que aún lamento las erróneas interpretaciones de su álbum Born in the USA (Columbia, 1984) que, siendo en realidad una dura crítica al doloroso legado de la guerra de Vietnam y a lo incierto y brumoso del sueño americano, fue percibido por muchos –el entonces presidente Ronald Reagan incluido– como una proclama patriotera y un vehículo de simple y acrítico aval de las pretensiones estadounidenses (el “It’s morning again in America” reaganista, una suerte de precuela del Make America Great Again, MAGA, trumpista). Esa imagen deformada, pienso, ahuyentó a más de uno de este músico.

Si Born to run es el único disco de Springsteen incluido en el Registro Nacional de Grabaciones de Estados Unidos –a pesar de tener otro puñado que bien lo merece–, no es difícil argumentar que se debe a su ambición, la solidez del producto resultante, el admirable equilibrio entre letras y música y la redondez general del primer gran basamento de lo que, sin regateos, puede llamarse el proyecto artístico de Bruce Springsteen.

Born to run fue el tercer álbum en la carrera del trovador de New Jersey. A pesar de las buenas críticas a sus dos predecesores, sus ventas no fueron buenas. A Columbia le urgía el éxito de la tercera entrega. No es ocioso recordar que John Hammond, el mismo que había firmado a Bob Dylan, dio la bienvenida a Springsteen en la disquera. La estrategia del sello, nada raro, era mercadear “al nuevo Bob Dylan”. Pero aunque Hammond había quedado sorprendido por un Springsteen armado tan solo de su voz, sus canciones y su guitarra acústica, las habilidades, capacidades y ambiciones del músico eran mayores: era un buen guitarrista, un carismático líder de banda, un incansable entretenedor curtido en el exigente circuito de bares de la coste este y un melómano de gustos diversos que iban más allá de los 50, del rock and roll, el soul y el rhythm and blues. Una esponja que lo mismo había absorbido a Elvis Presley, Roy Orbison y James Brown, que a lo mejor de la Ola inglesa y, por supuesto, a Woody Guthrie y a Bob Dylan.

Revisitar Born to run en ocasión de su primer medio siglo me invita a arriesgar una sencilla propuesta del significado cultural del cantante y su obra. Afirmo que el bardo de 75 años sigue siendo relevante –aún en un entorno liderado por Taylor Swift, Beyoncé, Lady Gaga, Chapell Roan o Bad Bunny–, y no solo por brindar conciertos de cuatro horas; también por la capacidad de proponer una visión de la sociedad estadounidense a partir de la perspectiva de los más diversos personajes, la mayoría, de clase trabajadora.

Las ocho canciones de Born to run, con una duración total de 39 minutos muestran, por supuesto, la herencia beatnik (“Springsteen ha creado piezas que son el equivalente rocanrolero de la narrativa de Jack Kerouac”, anotó Juan Villoro al presentar su traducción a “Born to run” en El rock en silencio, Textos de Humanidades, Difusión Cultural UNAM, 1980), pero también un amplio conocimiento literario y cinematográfico de lo noir y del western.

Algunos acusan a este álbum clásico de sobreproducido, con sus largas horas de elaboración y sus múltiples capas de instrumentos y sonidos. Todos los recuentos biblio y videográficos sobre su creación (la propia autobiografia de Springsteen, titulada, por supuesto, Born to run, Literatura Random House, 2016) coinciden en la encrucijada de este álbum, en lo mucho que estaba en juego: hacerla o salir de Columbia. Springsteen se había impuesto externar con claridad una visión. Su creciente y fructífera colaboración con el crítico Jon Landau (el mismo que escribió “he visto el futuro del rock and roll y su nombre es Bruce Springsteen”), quien llegaría a ser su consejero, productor, representante y amigo, expandió sus miras.

Born to run resultó un disco ambicioso, monumental y logrado. Épico en muchos momentos. Sofisticado en otros, con el piano elegante del “profesor” Roy Bittan –el único miembro de la E Street Band en tener un grado universitario- y ubicuos arreglos de cuerdas. También es directo, dinámico y candente. Con el swing de los Hermanos Brecker y David Sanborn en, por ejemplo, “Tenth Avenue freeze-out”.

Algunos nunca entendieron a Springsteen. O no les entró su onda. A otros, como al ya mencionado Villoro, o a Nick Hornby, les cambió la vida. “Thunder road” da la bienvenida al álbum con memorable armónica y piano. Confiesa el autor de Alta fidelidad en Songbook (McSweeney’s Books, 2002): “Tal vez la razón por la que ‘Thunder road’ haya perdurado para mí es porque, a pesar de su energía y su volumen y sus coches veloces y su pelo, de alguna manera suena elegíaca, y entre más viejo me vuelvo más escucho eso.”

Y es que en este álbum emotivo no hay relleno. Cada canción cuenta, se gana su inclusión. “Meeting across the river” es un delicioso devaneo jazzístico con Randy Brecker en la trompeta y Richard Davis, que había tocado en Astral weeks, de Van Morrison, en el contrabajo

“Backstreets” y “She’s the one” son viñetas de una exposición que ya no puede verse desvinculada. “Born to run” es un himno, Chuck Berry y Little Richard con energía, pero también con preocupaciones, punto de vista e ilusión. Es Dylan con más electricidad y majestuosidad. Cito su parte final en la versión de Villoro: “Las autopistas están llenas de héroes caídos / En la última oportunidad de conducir poderosamente/ Esta noche todo mundo está en la carrera / Pero no queda un lugar para esconderse / Juntos, Wendy, podemos vivir con tristeza / Te amo con toda la locura de mi alma / Algún día, niña, no sé cuándo / Llegaremos a ese lugar / Adonde realmente queremos ir / Y caminaremos bajo el sol / pero hasta entonces, vagabundos como nosotros/ Nacimos para correr.”

Confesaré que “Jungleland” es una de las pocas canciones de rock que me hacen llorar. Es el espectáculo de un autor de 25 años que se atreve a darle dimensiones épicas a una pelea callejera en la gran ciudad. La pared de sonido spectoriana alcanza niveles wagnerianos. La violinista Suki Lahav inicia la pieza de nueve minutos treinta y tres segundos. El piano de Roy Bittan la sigue. Muy pronto, Spingsteen ya está desplegando una narración más realista que alegórica. Los arreglos de cuerdas de Charles Calello otorgan al asunto toda la relevancia y profundidad que merece y la guitarra del “Jefe” y el sax de Clarence Clemons ilustran lo elevado que puede ser el rock cuando ambiciona expresar todo lo humano. Después de al menos cuatro décadas de oír esta pieza, así como releo los cuentos o los poemas que me gustan, o veo de nuevo las películas que permanecerán por siempre en mi colección, sigo creyendo que “Jungleland” es una lección de arte narrativo, poético y musical. “El evangelio de la E Street Band”, dijo Max Weinberg, baterista de la agrupación. Para mí, un triunfo de la cultura popular.

Un producto sólido, impecable, que sigue en pie al paso de las décadas, y una robusta campaña de mercadotecnia, lograron el éxito comercial de Born to run. En histórico uno-dos editorial, Springsteen llegó a la portada de Time y Newsweek la misma semana. Siguieron legendarias presentaciones en el Bottom Line neoyorquino y en el Roxy de Los Angeles, así como en el Hammersmith Odeon, de Londres. Luego vendría su disputa legal con Mike Appel, su primer representante, que congeló a Springsteen tres años sin grabar ni presentarse en vivo.

A medio siglo del álbum que lo catapultó al estrellato, los medios no olvidan al cantante, quien critica a Donald Trump desde escenarios europeos y en la prensa (“lo que hemos vivido en los últimos días son cosas que todos dijimos: ‘Esto no puede pasar aquí. Esto nunca pasara en Estados Unidos’. Y aquí estamos”), lanza Tracks II: The lost albums (siete discos, cinco horas y 19 minutos en los que hay desde folk rústico y pop-rock hasta piezas de aliento góspel, canciones rancheras y con mariachi); asimismo, está a la vuelta de la esquina la biopic Springsteen: deliver me from nowhere, protagonizada por Jeremy Allen White, el actor de la exitosa serie The Bear. La cinta se centra en el periodo en el que el artista graba Nebraska, el álbum minimalista, crudo y directo –él y su guitarra acústica– que le abrió el mundo de personajes y situaciones de la cotidianidad más desfavorecida en la Unión Americana. Springsteen tomando la estafeta de un Hank Williams y un Woody Guthrie.

Multimillonario por sudor y derecho propio y paradójico vocero de la clase trabajadora de su país –también generoso donante–, Springsteen es, por supuesto, figura controvertida y escudriñada. Y todo hace pensar que aún tiene un buen trecho por recorrer. Nació, parece, para correr. ~