La aparición de Rengo yeta, la nueva novela de César González, confirma lo que El niño resentido ya había anunciado con potencia irrebatible: una voz literaria construida desde los márgenes, sin concesiones, capaz de disputar sentidos tanto en el plano estético como en el político. Si aquella primera novela autobiográfica se instaló rápidamente como un hito en la narrativa sobre la delincuencia juvenil, que cuenta con una larga tradición en la literatura argentina, esta nueva entrega permite pensar un proyecto narrativo más amplio, sintetizado en épicas insurrectas.
En las últimas décadas, se advierte en la ficción argentina contemporánea una creciente atención a los márgenes, tanto geográficos como simbólicos. Desde distintas estéticas y posiciones políticas, se ha intentado representar el universo de las villas, el delito, la exclusión o la precariedad, ya sea desde una mirada testimonial, antropológica o desde el interior de la ficción. Sin embargo, pocas veces esa representación se ha desplegado desde una voz tan radicalmente inmersa en el mundo narrado como en El niño resentido (que puede pensarse desde el título como contrapunto o venganza de la violencia sufrida en El niño proletario de Osvaldo Lamborghini). Publicada en 2023, la obra constituye una pieza singular en el modo de narrar la delincuencia como experiencia vital, como pulsión estética y como forma de organización del deseo.
Desde el comienzo, la novela explicita su proyecto: no hay mediación, no hay distancia. La narración se formula desde el yo de un protagonista que comparte biografía, entorno y pulsiones con el propio autor. A lo largo de sesenta y seis capítulos breves, César González construye una estructura fragmentaria e intensa, cuyo hilo conductor no es tanto el tiempo lineal sino el tiempo de la intermitencia que se logra con otra forma del ritmo: el del riesgo, el código de la calle, la memoria herida y la lealtad entre pares. La prosa, a veces lírica, otras veces brutal, pero siempre consciente de su potencia, alterna entre los tonos poéticos y la voluntad documental. No hay eufemismos: los robos, las persecuciones, los disparos, la droga, la cárcel, la muerte y el dolor están narrados con una precisión que privilegia el montaje cinematográfico. No por nada el autor se considera más un cineasta que un escritor.
En este sentido, El niño resentido y Rengo yeta se inscriben en una tradición que va desde la novela Las tumbas de Enrique Medina o la película Crónica de un niño solo de Leonardo Favio hasta Cosa de negros de Washington Cucurto, pero las desborda en su nivel de inmersión.
Los personajes que rodean al narrador -Mótor, Abel, Mario, Daniela, Susy, la madre, el padre invisible, los amigos muertos, los policías, los vecinos hostiles- no son simples figuras de acompañamiento. Son, como el propio protagonista, cuerpos atravesados por la violencia estructural, por la ética del aguante, por un código del barrio que oscila entre la solidaridad extrema y la destrucción prematura. La infancia se narra desde el desgarro: entre el deseo de ser amado y la certeza de hacer sido descartado; entre las necesidades amorosas y la convicción de calificar como una vida precaria, que no importa, sin llanto, sin duelo. Por su parte, la adolescencia se cuenta entre el goce efímero de los atracos y la inevitable caída, y ya la adultez, si se llega, está marcada por la cárcel, la traición, el dolor físico y todas las formas de la desilusión.
La estructura narrativa de la novela responde a esa misma lógica: cada capítulo es un estallido, un robo, una escena de violencia o de ternura interrumpida. No hay capítulos extensos ni largos desarrollos: hay ráfagas de lenguaje, asomos de adrenalina. El compás es vertiginoso, como si la escritura intentara emular el estado de hiperconciencia que se activa durante un robo. Esa fragmentación no impide, sin embargo, una progresión dramática. Desde la infancia hasta el último disparo, la novela traza un arco que desemboca en el hospital, en el dolor físico, en el encierro, en la posibilidad incierta de una redención y en el comienzo de Rengo yeta.

La vida intensificada de las ficciones encuentra su inspiración en la biografía del autor. César González nació en 1989 en la villa Carlos Gardel, en el oeste del conurbano bonaerense. Pasó su juventud entre instituciones de encierro y estuvo preso entre los dieciséis y los veintiún años. Al salir de la cárcel, emprendió un vertiginoso recorrido como cineasta, poeta, ensayista y productor musical. Su obra se despliega en múltiples lenguajes, pero siempre desde el mismo territorio: la marginalidad como escena primaria del lenguaje, la violencia como herencia y el arte como posibilidad de reescritura de la historia personal y colectiva.

Rengo yeta sigue interrogando sobre las condiciones de posibilidad de la ficción, que subvierten las jerarquías morales de la narrativa tradicional y que plantean una ética del lenguaje nacida en el barro. En tiempos en que la criminalización de la pobreza se expande como discurso hegemónico y exaltación punitivista, la voz de González interpela y desborda. No pide perdón ni clemencia. No explica ni justifica. Solo cuenta cómo le fue. En esa crudeza deliberada reside su potencia política, y en sus elecciones estéticas se cifra su verdadero valor literario. No estamos ante ficciones de alto voltaje referencial, sino frente a ejercicios de riesgo formal, en los que la experimentación con los materiales del lenguaje se impone al contenido que transmiten. Y si algo queda en evidencia en Rengo yeta es que esa crudeza no se ha suavizado, sino que ha tomado nuevas formas narrativas. La continuidad no es solo temática: es también una apuesta radical por seguir narrando desde el margen, el resentimiento y la palabra afilada.

DEL VÉRTIGO A LA ESPERA
En El niño resentido, la libertad es el golpe sorpresivo de una madre que vuelve del encierro y desborda la madrugada con su sola presencia -el abrazo, la cama compartida, una frase bíblica devenida sabiduría villera-. En Rengo yeta, en cambio, irrumpe como un sonido inquietante, una promesa cruel que se escucha desde la celda y no se alcanza. “La libertad se escuchaba demasiado cerca”, escribe González en la primera línea de su nueva novela, que retoma no solo la voz del joven protagonista, sino también su universo simbólico: el encierro como umbral narrativo, el afuera como amenaza y deseo, el sonido como eco de una vida que aún no es propia. Hay, entre ambas novelas, una continuidad explícita donde la libertad no es una condición dada, sino una lucha sorda contra los barrotes materiales y simbólicos de la existencia. El sonido de la libertad, en esta saga narrativa, no es un festejo; es una forma de resistencia.
Sin embargo, en Rengo yeta, González da un giro inesperado y necesario dentro de su propio proyecto literario. En esta segunda novela el foco se estrecha sobre las consecuencias de la vida en los márgenes: las secuelas físicas, la cárcel prolongada, el deterioro psicológico, el deseo trunco, la vida ya no como vértigo sino como espera. No hay aquí relato de ascenso ni épica de redención. Hay derrota. Pero una derrota lúcida, narrada con una prosa que como una faca se ha afinado sin perder su filo.
Si El niño resentido representaba la vida villera (su lugar de enunciación) en su pulsión ofensiva -el asalto, la fuga, la transgresión como afirmación existencial-, Rengo yeta representa la otra mitad: la caída, la mueca sin dientes, el cuerpo tullido, la rutina penitenciaria.
Desde el inicio, la novela instala un tono crepuscular y la cercanía fantasmal se convertirá en uno de los ejes simbólicos del texto. El Rengo no puede correr. No puede pelear como antes. Solo puede pensar. Y en ese pensamiento forzado -una especie de castigo interno- se juega buena parte de la densidad del libro.
El relato comienza con su ingreso al Instituto de Parque Chacabuco, donde enfrenta una brutal abstinencia de drogas y un deterioro físico y mental extremo. A lo largo de los capítulos, se describe con aspereza el mundo carcelario juvenil, regido por jerarquías, códigos tumberos, violencia física y simbólica, y una convivencia marcada por la tensión constante entre bandos y la necesidad de supervivencia.
En sus primeros días de cárcel, el protagonista entabla vínculos ambivalentes con otros internos: Condorito, que lo protege; Gonza, un compañero sumiso; y Cima, un parapléjico violento que domina la celda de enfermería. El protagonista navega entre la humillación y la búsqueda de respeto, mientras trata de ocultar su fragilidad y recuperarse de su herida. Las relaciones dentro del encierro -basadas en alianzas, enfrentamientos y gestos mínimos de solidaridad- se ven atravesadas por el deseo, el miedo, la represión sexual y la masculinidad endurecida. En ese espesor de vínculos, donde el cuerpo impone sus límites y la palabra busca su forma, la pregunta por el programa de escritura se vuelve inevitable.

¿Cuál fue el proyecto literario inicial cuando empezaste El niño resentido y en qué medida ese programa se confirma, se corrige o se radicaliza después de escribir Rengo yeta?
-La fuerza motriz para ambos libros fue intentar que mi autobiografía represente la vida de tantos jóvenes que atravesaron experiencias similares a las que ambos libros narran. El niño resentido es un libro más fragmentario, pensado como un conjunto de viñetas más que con una cronología que cohesione una temporalidad específica de mi vida. En cambio, en Rengo yeta sí, el relato abarca una porción de tiempo concreta y la prosa, podríamos decir, es un poco más tradicional.
Tus lecturas hoy: ¿dialogan con las del narrador (de Martín Fierro a Borges y Sabato) o van por otra vía?
-Yo dediqué la mayor parte de mi vida desde que salí de prisión al cine. El cine es el gran amor de mi vida, me siento más cineasta que escritor. Yo no tenía pensado escribir mi autobiografía, y hasta antes de El niño resentido era muy reacio a hablar de mi historia personal. Por lo tanto, todos estos años me la pasé filmando, viendo películas y leyendo libros sobre cine. Pero con el cine no conseguí la repercusión que están teniendo mis últimos dos libros. También escribí cuatro libros de poesía y un ensayo crítico. En cuanto a mis lecturas siempre estuvieron más enfocadas en ensayos, en particular de filosofía, me gusta mucho leer historia y poesía y las buenas crónicas periodísticas. Obvio que leí ficción, pero no tanto como los otros géneros. Ahora que encontré esta veta y que a la gente le interesa leer sobre mi vida estoy más abocado a la ficción y en particular libros que tengan algo de autobiográfico.
¿Creés en la “abundancia” de la literatura en contextos de carencia? ¿Qué papel tuvo en el encierro y en el después del encierro?
-En mi caso la carencia material tuvo su correlato inmediato de carencia inmaterial. En mi infancia en la villa no había biblioteca en mi casa, ni vengo de una familia lectora, ni nadie en varias generaciones previas terminaron siquiera los estudios secundarios. Como relato en ambos libros, los libros en esos años llegaban a través de mi abuela, trabajadora de limpieza, oriunda de Salta, semianalfabeta, que compraba distintas colecciones, enciclopedias y revistas en los puestos de diarios, o en el colegio público al que iba.
¿Y en la cárcel?
-Ahí la cuestión no es tan uniforme, hay que entender que cada penal o instituto tiene sus propias reglas, no son todos idénticos. Había establecimientos que contaban con bibliotecas más pobladas, y en otros lugares no había casi libros. En algunos lugares tenías acceso a un montón de talleres, entre ellos algunos relacionados a cuestiones artísticas y en otros no había nada.

FOTOS DE VICTORIA BEVILACQUA

 

LA VUELTA

En su obra, la dimensión autobiográfica se proyecta sobre esta evolución del personaje de manera sutil pero persistente. César González despliega en Rengo yeta no solo el recuerdo del encierro físico, sino también la huella del proceso lector que lo transformó. El acceso del Rengo a los libros -El túnel, El oro de los tigres, el Martín Fierro- no aparece como ornamento cultural ni como excusa redentora, sino como parte del lento pasaje de la acción al pensamiento. En este gesto se transparenta la experiencia del propio autor: la lectura como grieta en el muro, como ejercicio de dignidad, como origen de la escritura.
En términos de estructura, Rengo yeta mantiene la fragmentación de El niño resentido, pero los capítulos son más extensos, más densos, menos narrativos en el sentido tradicional. Hay momentos de anécdota pura -como los recuerdos de los robos o las charlas telefónicas con el amigo Peca-, pero también largas secuencias introspectivas, donde el lenguaje se vuelve más filosófico, incluso teológico. El Rengo dialoga con el Gauchito Gil, con Dios, con los muertos, con Borges. El sincretismo simbólico de la villa -fe, venganza, mito- se vuelve pensamiento sostenido.
A nivel literario, hay una evolución clara. La voz sigue siendo la misma -barroca, callejera, vital-, pero ahora hay un trabajo mayor sobre la modulación del ritmo, sobre la tensión entre el lenguaje oral y el registro poético. González no escribe desde el margen para imitar la oralidad, sino para complejizarla. La escritura no es aquí un simple testimonio de la experiencia tumbera: es una forma de sobrevivencia estética. Porque si el cuerpo ya no puede correr ni disparar, el lenguaje sí. El Rengo sabe que la palabra —en la celda, en la carta, en la oración— es lo único que no le pueden quitar. Y para escribir una carta de amor le roba a Borges, como un gesto simple, pero señalando (quizá sin consciencia) lo que ha hecho la literatura argentina de los 70 en adelante.

Entre El niño resentido y Rengo yeta, ¿sentís un salto de escritura o preferís pensar la relación como una continuidad con variaciones?
-No siento que haya habido un salto, tan solo son libros diferentes. En El niño resentido no tenía muy en claro casi nada, siempre pensé que los libros de memorias o de ese estilo eran cosas que se hacen en el ocaso de una vida y además aborrecía el concepto de literatura del Yo, porque ese Yo es siempre un sujeto burgués o como mucho de clase media baja. El yo universal de la literatura nunca es un trabajador de clase baja, nunca es un negro, un villero, un indígena. Si encontré un estímulo para escribir sobre mi vida fue en aportar a que ese yo por una vez sea de otro origen social. Un Yo desconocido para la literatura argentina. Un Yo que siempre ha sido un Ellos, un Otro.

En Rengo yeta, la imaginación sostiene y discute el encierro. ¿Cómo la trabajaste narrativamente y qué lugar ético le das?
-La experiencia del encierro aún late en mi cuerpo por más que hayan pasado quince años desde que salí en libertad. Aún tengo sueños bellos y pesadillas que me trasladan a ese tiempo encerrado. La imaginación en la cárcel sirve pero es inofensiva, no te sirve para irte a ningún lado, por más esfuerzo que hagas y por más experto en imaginar que seas las rejas van a seguir estando en el mismo lugar y las dimensiones de la celda van a ser las mismas. Rengo yeta me sirvió para homenajear a compañeros de encierro con los cuales viví momentos muy diversos y profundos. Ninguna experiencia es un bien por sí mismo, la cuestión pasa en como pensar la experiencia. No todos los presos piensan como y aunque hayamos vivido lo mismo. La mayoría siente vergüenza de contar su historia y si lo hacen es con temor, escribiendo como pidiendo perdón a la sociedad. Y eso no sucede porque sí, hay razones sistemáticas, hay un montón de oficios que se encargan de mantener en el silencio y la sumisión a la vida de los sectores populares. Hay muchos que tienen terror de que los pobres se expresen en una lengua directa, despojada de toda falsa moralidad, liberada de cualquier paternalismo, apropiándose del derecho que la clase media y alta tienen de forma natural; contar la propia historia, experimentar con las formas, ser libres a la hora de crear, dejar de pedir permiso ya que cuando los burgueses cuentan por nosotros nuestra historia, o cualquier historia ajena a su clase, no lo hacen.

Así, El niño resentido y Rengo yeta no solo narran un momento de destrucción, sino también un proceso de emergencia: el nacimiento de una voz crítica forjada en el interior del sistema carcelario que buscó oscurecerla, pero que estuvo sostenida por la palabra: primero leída con voracidad, luego escrita con lucidez. En esa continuidad entre el protagonista lector y el autor narrador se condensa el núcleo más poderoso de la novela. La palabra no redime, no salva, pero llena al mundo de formas nuevas: permite nombrarlo, aun desde el fondo del abismo. Es así que, poco a poco pero siempre con contundencia, se afirma una subjetividad que resiste, que se piensa todo el tiempo, y que se escribe una vez y otra.