Esta es la historia de una caída. De un gato, o de un padre, que tiene siete vidas, y no se cansa de caer. Siempre se va, como todos los padres literarios. Si no fuera propenso al abandono, no habría nada que decir sobre él. De acuerdo: sabemos que eso, tal vez, es mentira, porque también ha habido padres bondadosos (‘Matar a un ruiseñor’), autoritarios (‘Carta al padre’) o en estado de demolición (‘Desgracia’, de J. M. Coetzee), pero Sonya Walger (Hampstead, Londres, 1974) quiere recordar al suyo como aquel hombre que nunca estuvo ahí, y que en esa ausencia se extendió sobre su vida como una mancha de petróleo.
La autora nunca se decide, no sabe si condenarlo o salvarlo, y ahí está lo conmovedor del libro: que concibe el amor paternofilial como un intensísimo «ni contigo ni sin ti», que no admite ni venganzas ni penitencias; que, en fin, encuentra en su sinceridad a corazón abierto su única razón de ser.
Walger, que fue la Penny Widmore de la serie ‘Perdidos’, acomete su primer libro saldando cuentas con lo autobiográfico. Su prosa, de frase corta y puntuación urgente, va directa al grano, es de una simplicidad que bascula entre la contundencia y la desnudez. Al principio de la novela, puede parecer que ese estilo nace de una carencia: la carencia de las subordinadas o las adversativas, o lo que es lo mismo, la incapacidad por ir más allá del muro del punto y seguido.
La prosa de Walger, de frase corta y puntuación urgente, va directa al grano, es de una simplicidad que bascula entre la contundencia y la desnudez
Pero no: se está forjando un ritmo, una estructura, del mismo modo que el relato de la vida del padre –Leónidas (León) Walger, que se rompió una pierna haciendo paracaidismo, que abandonó las 24 horas de Le Mans a la segunda hora de empezar, que fue preso en una cárcel española por un kilo de cocaína, que tuvo tantas amantes como sueños por cumplir– se combina a veces con el relato de la vida adulta y familiar de Sonya, como si para que avanzara esta tuviera que retroceder la otra, en un movimiento acuático, ondulante, de mareas que vienen y van, que evocan ‘Al faro’, de Virginia Woolf, novela que la autora admira.
Libro fragmentario
Es este, pues, un libro fragmentario, que se pasea por todo el mundo (Lima, Londres, Buenos Aires, Madrid, Los Ángeles) como si persiguiera a su biografiado, cuando lo único que nos puede devolver de él son anécdotas, gestos, huidas, y hacerlo permanecer, como gran escapista que fue, en el misterio.
Walger necesita expiar el conflicto de sus contradicciones, del vaivén emocional que le supone relacionarse con su padre: en una frase demuestra su irritación, «desesperada por dormir, por escuchar una simple pregunta de cómo me siento», y en la siguiente asegura que daría todo lo que tiene por pasar una hora más sentada con él a la mesa. Desde diversas edades, Walger recuerda episodios vividos con su progenitor –por ejemplo, un día en un catamarán navegando un mar embravecido– que nos ayudan a entender esa ambivalencia, que nos coloca, también como lectores, entre el rechazo y la fascinación.
Es este, pues, el hermoso retrato de un padre que no sabe gobernar su existencia, pero que, en su errancia, arrastra a los demás a experimentar sus torbellinos. Y a través de él, aparece el verdadero tema de la novela, que Sonya le confiesa bien pronto a su madre: «Le digo que mi relato no es una medida de su fracaso, ni del fracaso de nadie. Que esto es un libro sobre el amor«.
León
Sonya Walger
Traducción de Esther Cruz Santaella
Muñeca Infinita
220 páginas. 19,90 euros