Sí: ha sido un verano particularmente desastroso. Los gráficos de área quemada —semanal y acumulada— muestran una imagen rara vez vista. Hasta comienzos de agosto, 2025 figuraba entre los años más benignos de la serie reciente; pero, en cuestión de días, la línea roja se dispara casi en vertical. En una sola semana se queman del orden de cientos de miles de hectáreas y el acumulado roza —y probablemente supera— los máximos de la década. No es un bache; es un extremo inusual de gran severidad, pero aún no es una nueva normalidad. El fuego se concentra en ventanas brevísimas, aparece de forma simultánea en varias comunidades y encuentra una vegetación en mecha corta.

Estos episodios pueden volverse más frecuentes —o más intensos— si seguimos la trayectoria más probable del clima. Los pronósticos internacionales más sobrios, tanto el escenario de políticas declaradas del World Energy Outlook (IEA) como el de políticas actuales de la NGFS, coinciden: el mundo no va camino de cumplir 1,5–2 °C de los objetivos del Acuerdo de París, sino de superar con holgura los 2,5 °C en este siglo. En jerga técnica, es el escenario SSP2‑4.5 o RCP4.5 del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático. ¿Qué implica para España? Un país con veranos más largos y más calurosos: en el interior peninsular, el calor estival podría aumentar entre +3 y +4 °C hacia la segunda mitad del siglo; habrá más noches tropicales, menos respiro nocturno y más días de peligro alto de incendio. En números redondos, eso se traduce en entre un mes y mes y medio adicional de días de alto peligro de incendios en el sur y el Levante, y en la entrada —por primera vez con continuidad— del noroeste en el mapa del riesgo: Galicia puede pasar de apenas unos días a más de cuarenta en algunos subterritorios.

En esa trayectoria de calentamiento más probable, lo que llega es un ciclo del agua más caprichoso. Inviernos y primaveras con pulsos de lluvia que disparan matorral y pasto —la conocida trampa del verde—; veranos y finales de primavera más secos y más calurosos, con evapotranspiración elevada que vacía el suelo; episodios torrenciales que arrastran suelo y apenas recargan acuíferos; y noches más cálidas que impiden el respiro. Ese patrón no solo añade grados: alarga y densifica la temporada de peligro, adelanta su inicio hacia junio, se cuela en septiembre y deja continuidades de combustible que, a la menor ignición, convierten una chispa en frente. 

Los datos regionales que tenemos sobre la mesa dibujan, además, una geografía del riesgo en expansión. Bajo un escenario RCP4.5, de aquí a 2060 las temperaturas máximas pueden aumentar en torno a +2,5 °C en Madrid y Castilla‑La Mancha, +2,49 °C en Castilla‑La Mancha, +2,38 °C en Extremadura, +2,33 °C en Aragón y +2,29 °C en Andalucía. Incluso en regiones tradicionalmente templadas, como Asturias (+1,56 °C) o Galicia (+1,46 °C), los días calurosos extremos serán más frecuentes. 

En paralelo, la humedad del suelo cae en todas las comunidades hacia 2060: −4,14 % en Andalucía; alrededor de −3 % en Extremadura y Murcia; descensos cercanos a −3 % en País Vasco, Cantabria, Asturias o Cataluña; y pérdidas relevantes en Castilla y León (−2,49 %) y Madrid (−2,21 %). La pinza —más calor y menos agua disponible— es la explicación de fondo de lo ocurrido en agosto: cuando llega una pulsación de viento de tierra o un episodio de inestabilidad, basta una chispa para saltar a gran incendio.

La pieza clave para anticipar operaciones es el número de días de alto peligro de incendio. Hablamos de jornadas en las que los índices meteorológicos (como el Fire Weather Index, FWI) señalan condiciones propicias para que un fuego escape al primer ataque. Las proyecciones son inequívocas: aumentan en todas las comunidades autónomas. En el horizonte de 2041–2070 y 2071–2100 (escenario RCP4.5), varias regiones se mueven ya entre cuatro y cinco meses de peligro elevado. Murcia pasa de 109 días en 1981–2010 a 137–138; Andalucía, de 98 a 122–131; Extremadura, de 94 a 118–125; Castilla‑La Mancha, de 90 a 111–120; Madrid, de 78 a 97–105; Comunitat Valenciana, de 71 a 89–99; Aragón, de 53 a 72–81. En el norte y el interior el salto es relativo pero decisivo: Castilla y León sube de 42 a 63–71; Galicia pasa de 5 a 18–26 en el conjunto regional y, en escenarios altos o años secos, puede superar el mes largo —hasta cuarenta días— en subregiones que hace treinta o cuarenta años apenas figuraban en los mapas; Asturias, que partía prácticamente de cero, entra en el radar con varios días a final de siglo. En términos llanos: el perímetro del riesgo se ensancha y se desplaza hacia el norte. En años secos y cálidos, algunas subregiones gallegas podrían superar el mes de días de peligro, algo que hace treinta o cuarenta años era excepcional.
 

«La política puede cortar esa traducción si reduce la continuidad de combustibles mediante selvicultura y pastoreo»

Conviene detenerse un momento en qué mide —y qué no mide— el peligro meteorológico. El FWI no «predice» cuántas hectáreas arderán; funciona como un semáforo del monte: indica que, si se produce una chispa, el fuego tendrá más facilidad para propagarse. El área quemada es el resultado de muchas más piezas: dónde y cuándo prende (muchas igniciones son desafortunadamente humanas), cuánta continuidad de combustible encuentra, cuánta gente y cuántas viviendas hay en la interfaz urbano‑forestal, qué accesos existen y con qué rapidez y medios se ataca. Por eso, más días en rojo significan más oportunidades para que un incendio se descontrole, pero no una condena. La política puede cortar esa traducción si reduce la continuidad de combustibles mediante selvicultura y pastoreo, si profesionaliza quemas prescritas en ventanas seguras, si ordena la interfaz con materiales y fajas adecuados y si, en los partes diarios, además del FWI clásico, incorpora indicadores de inestabilidad que alertan de los pocos días verdaderamente explosivos. Ahí se decide, en gran medida, la diferencia entre un verano negro y otro que pasa sin titulares.

Daños económicos
El balance económico y social también cambia de signo. En las últimas décadas, muchos países han multiplicado el gasto en extinción, sin lograr evitar que los megaincendios desborden sus dispositivos. El resultado es conocido: rendimientos decrecientes de la supresión cuando no va acompañada de prevención estructural. A ese coste se suman los daños invisibles: el humo que se asocia a cientos de miles de muertes prematuras cada año, los picos de hospitalizaciones por problemas respiratorios y cardiovasculares, o el encarecimiento de la potabilización tras incendios que arrastran sedimentos y nutrientes a los embalses. Cuando sumamos esa factura, la aritmética es tozuda: prevenir cuesta menos que apagar.

Dicho de otro modo: la economía también respalda la prevención. En la media montaña mediterránea, los trabajos de desbroce y gestión forestal se mueven entre 150 y 5.100 €/ha, con un entorno medio cercano a 2.000 €/ha en actuaciones típicas de desbroce, clara y poda. En La Rioja, el coste público del desbroce inicial ha rondado los 375–420 €/ha y el Plan de Desbroces (desde 1986) creó un paisaje en mosaico que redujo de forma drástica el fuego; el ahorro por hectárea no quemada se ha estimado en torno a 2.722 €/ha, por encima del coste del desbroce. Además, la ganadería extensiva que mantiene esas áreas abiertas ahorra cerca de 900 € al año por UGM en alimentación, de modo que el mantenimiento de los cortafuegos vivos tiende a un coste marginal casi nulo. 

«Si monetizamos ese volumen al precio vigente del mercado europeo de carbono el «coste climático» de solo esa semana ronda los 950 millones de €»

Un apunte que ayuda a ordenar prioridades: en la peor semana de este verano, los incendios en España emitieron del orden de trece millones de toneladas de CO₂. Si monetizamos ese volumen al precio vigente del mercado europeo de carbono (EU ETS, ≈ 73 €/tCO₂), el «coste climático» de solo esa semana ronda los 950 millones de €. Dividido por unas 200.000 hectáreas ardidas en ese periodo, hablamos de ≈ 4.700 €/ha. Es evidente que los incendios no están cubiertos por el EU ETS, pero ese precio es un buen proxy del daño climático y, por tanto, una vara de medir para no tanto orientar el gasto público sino para generar incentivos privados. Convertir ese coste implícito en presupuesto explícito de prevención —pagos por hectárea gestionada, contratos‑programa ligados a resultados, servicios ecosistémicos— es sensato: si el fuego nos cuesta del orden de miles de euros por hectárea en una sola semana, recompensar la gestión que reduce combustible no es un gasto, sino un ahorro anticipado.

La prevención, en consecuencia, es una política económica del territorio. España necesita mucha más gestión directa de bosque y monte y debe pagarla con oficios y mercados allí donde la demografía menguante no permite otras alternativas. La disyuntiva realista no es entre «uso» o «no uso», sino entre uso económico que mantiene y abandono que arde. Selvicultura comercial que cree discontinuidades; claras, podas y desbroces que reduzcan la velocidad de propagación; quemas prescritas bien planificadas que devuelvan al fuego su papel de aliado; pastoreo extensivo como cortafuegos vivo; y aprovechamiento de biomasa —calderas municipales, redes de calor, astilla para edificios públicos— que transforma un residuo en ingreso local. Resinación, corcho, castaño, piñón, setas y trufa, apicultura, madera certificada o cinegética ordenada no son nostalgias, sino financiación de la prevención.

Conviene leer 2025 no como una anomalía, sino como prueba de esfuerzo. Ha sido una confirmación de lo que anticipaban los escenarios: suelos exhaustos, máximas persistentes, continuidad de combustible y varios focos simultáneos que hicieron casi vertical la curva de agosto. La novedad —y quizá lo más inquietante— es geográfica: Galicia y Asturias entran en el mapa de exposición anual; a la España mediterránea se suma una España norteña que debe levantar cortafuegos materiales, sociales y administrativos Las proyecciones que empujan a cuatro o cinco meses de alto peligro no son un augurio fatalista, sino un aviso útil. Si lo tomamos en serio, la política deja de ser episódica y se vuelve preventiva, profesional y económicamente viable. Sin economía no hay prevención; sin prevención, el incendio dictará el calendario del país.