Venecia

Un festival debe acoger ese cine que incomoda, que divide, que molesta, que emociona y que genera eternos debates. Un cine que suele ser escaso en nuestros días, cuando todo parece hecho para agradar al mayor número de personas y conseguir así una más rentabilidad. Por eso es tan importante cuando aparece un filme que se sale de esa lógica mercantilista, que nos lleva a otros lugares y que nos obliga a revisar incluso nuestros propios postulados. Faltaba en esta edición de Venecia este tipo de películas. Hasta ahora, la sección oficial ha sido correcta, con títulos interesantes, bien definidos, pero sin mucho riesgo, ni demasiada emoción, quitando a Sorrentino. Hasta que ha llegado Mona Fastvold con El testamento de Ann Lee, un musical sobre una líder religiosa que compite por el León de Oro.

Fastvold, actriz, guionista y directora, ya el año pasado dejó a la prensa debatiendo con The Brutalist, película que escribía junto a Brady Corbet, su pareja. En esta ocasión, él es el coguionista y ella la directora de un filme impresionante de principio a fin. Lo que propone es contarnos la historia de un personaje femenino real, una joven de una familia pobre y analfabeta que, en Manchester en 1774, forma una comunidad religiosa, los cuáqueros Shakers, mucho más radicales en algunos de sus postulados que la iglesia anglicana, y que consigue viajar, con un grupo de seguidores al nuevo mundo. Se asientan en Nueva Inglaterra y allí se mantienen a flote en de la guerra de independencia entre británicos y colonos, la guerra que conformará la mentalidad estadounidense hasta nuestros días. Su mensaje, tiene tres postulados interesantes. Primero, que dios es hombre y mujer, algo que vuelve loca a la Iglesia, porque eso permite que ella, una mujer pueda predicar. Segundo, que hay que abolir el matrimonio y no mantener relaciones sexuales bajo ningún concepto. Tercero, que hay que trabajar duro. Así se sana el pecado, también bailando y cantando, con unas canciones que han sobrevivido hasta hoy. De ahí que la elección del musical, como género para contar este drama de época, tenga todo sentido.

La película cuenta las revelaciones, el viaje religioso y espiritual, la convivencia del grupo y la llegada a ese nuevo lugar donde deciden establecerse y crecer, después de haber sido perseguidos por las autoridades británicas. Lo hace en 70 milímetros, como hicieron con The Brutalist, para mostrar a gran escala la vida y visiones de esta mujer. “Ann Lee se merecí algo grandioso y maravilloso, por eso le dimos ese formato. ¿Cuántas historias hemos visto sobre hombres hechas en una gran escala visual? Ella es como Juana de Arco, por eso queríamos esa escala”, explicaba la directora en la rueda de prensa. Ese formato permite además, delicados planos, como los de la infancia del personaje, junto a hermano, trabajando en una fábrica de algodón. Los sugerentes movimientos de cámara rodean a la protagonista, Amanda Seyfried, y al resto de hermanos y hermanas.

Daniel Blumberg y Celia Rowlson Hall firman la música y la coreografía, llena de movimientos sensoriales, corporales. Coreografías sudorosas, primitivas, que emiten gemidos y donde el cuerpo cobra todo el protagonismo, para emular las danzas y bailes con los que estos fieles oraban a dios. Sin diálogos cantados vemos en el filme a actores y actrices como Christopher Abbott, Thomasin McKenzie, Lewis Pullman, Tim Blake Nelson, Stacy Martin, Matthew Beard, Scott Handy, Viola Prettejohn, David Cale y Jamie Bogyo participan en esas danzas que, para los paisanos de la época, eran vistas como bailes satánicos. A través de la historia de esta mujer, a la que consideraban una especie de versión femenina de Jesucristo, la directora disecciona la anomalía de las creencias. Por ejemplo, de ella se decía, como dice ahora la cienciología, que si te apuntas a la religión, puedes hablar hasta siete idiomas. O que el celibato es lo único que nos separa del pecado. Algo que sigue predicando la iglesia católica para aquellas mujeres y hombres, monjas y curas, que quieren servir a dios.

Es como si Fastvold hiciera suya aquella reflexión del filósofo Bertrand Russell y la famosa analogía de la tetera. Ya saben, si en libros antiguos se afirmara la existencia de una tetera girando en el espacio, se enseñaría como la gran verdad sagrada cada domingo en una ceremonia y se inculcaría en las mentes de los niños en las escuelas, dudar de su existencia sería visto como una excentricidad. Es así, como se construyen las creencias y cómo la gente comienza a seguirlas. Lo vemos en la facilidad con que su familia y sus amigos se suman a los postulados de esta secta.

Sin embargo, la película es más compleja e incómoda, pues no es una crítica a la fe, ni a lo que hizo esta mujer. Al contrario, Ann Lee es la heroína, la víctima de una sociedad que persigue al diferente. Con ella se posiciona la directora, una mujer a la que admira por su creatividad. En realidad, esa comunidad era una comuna artística, donde se vive bien, donde nadie se aprovecha de nadie, ni económica ni sexualmente, y donde todo el mundo es libre de entrar, quedarse o irse, y donde el amor platónico está en el centro. Nos cuesta defender sus creencias, pero debemos defender que pueda tenerlas, parece ser el mensaje de una película que aboga por lo sensorial a través del sonido, la música, la luz y la palabra, elementos profundamente cinematográficos y que, paradójicamente, son también la base del discurso cinematográfico.

En ese viaje por el que nos lleva El testamento de Ann Lee, vemos también la aniquilación de los nativos americanos, vemos la esclavitud, la violencia contra las mujeres. Es interesantísimo cómo la idea de la castidad viene de esa violencia sexual que sufrió en su matrimonio y de esos cuatro embarazos complicados y las muertes de sus cuatro hijos. En realidad esta es una película sobre el mundo actual, sobre como seguimos consignas sin pensar, sobre el poder de los liderazgos, sobre el odio a quien venga a proclamar algo distinto, al que crea en otro dios.