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Los testimonios coinciden en que fue una mujer libre, una lectora voraz y una profesora excepcional. En la casa familiar disfrutaba los libros como ninguna otra cosa. Devoraba, aseguran sus hijos, no obras sino bibliotecas. En el aula, contagiaba a sus alumnos el rigor del análisis y el amor por la literatura. Fue generosa con todos, especialmente con sus lectores, a quienes ofreció, desde las páginas de Letras Libres y Reforma, una mirada crítica sobre los acontecimientos, en una prosa clara e inteligente, que apelaba a la historia y dejaba ver un compromiso auténtico con la libertad. Su sensible fallecimiento el 18 de junio de este año representa una irreparable pérdida para la cultura mexicana. Sirva este homenaje para recordar su legado.
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Crecí viéndote leer. Jugué videojuegos, invité a mis amigos, escuché música, vi la tele: hice todo lo que un niño y un adolescente hace, mientras tú leías enroscada en un sillón donde insistías en acostarte, aunque tus piernas quedaran colgando. Alguien pensaría que ver a mi madre leer día y noche fue lo que me contagió del virus lector. La realidad es otra. No me percaté de cuántos libros tenías, ni de cuánto tiempo pasabas leyendo, hasta que empecé a visitar las casas de mis amigos de la preparatoria y advertí que no todas tenían ya no digamos una sala sino una pared que estuviera repleta de literatura, de piso a techo. Una noche, una compañera de la escuela entró a la sala y, con cara de fuchi, me dijo que mi casa olía a libro viejo.
De niño nunca me obligaste a leer. Me contabas cuentos para que me durmiera en carretera mientras deslizabas tus uñas, antes largas y pintadas de rojo, desde mi frente hasta mi nuca. Todo lo que me platicabas y me leías contenía un atisbo de peligro; algo súbito, travieso y violento. Mi historia preferida, que no he vuelto a encontrar de adulto, trataba sobre dos hermanos, una chica y un chico, que escapaban del castillo de su madrastra malvada. Para vengarse, la madrastra maldecía el agua de diversos estanques. El niño, que moría de sed, bebía de uno de estos cuerpos de agua y se convertía en venado… dentro de un bosque donde abundaban cazadores. También me gustaba un cuento donde distintas criaturas del bosque despertaban y caían en la cuenta de que su pelaje y su ropa había perdido color. El culpable era un hechicero –un ladrón de colores– que guardaba todo lo que robaba dentro de un baúl en la punta de una torre blanca.
En la universidad me ayudaste a leer y entender algunos libros de filosofía para una clase particularmente árida, pero no recuerdo que hayamos empezado a intercambiar lecturas hasta tiempo después. En ese entonces vivíamos juntos y solos. Intenté que te llamara la atención el cine y la televisión, mis dos pasatiempos favoritos. Logré que te engancharas con algunas series de aquel momento (te gustaba ver 24 y House), pero sospecho que la tele te parecía una de esas distracciones que no agitaban la imaginación. Odiabas las sitcoms como Seinfeld. Todos los personajes, decías, eran insoportables.
Si pasabas por la sala mientras yo veía la tele te sentabas detrás de mí y me acompañabas por diez minutos. De pronto veíamos una película completa, pero rara vez prendías la tele por tu cuenta. Recuerdo que viste Tarde de perros y te gustó mucho. También Network. Juntos vimos algunas de Kurosawa (Kagemusha era tu favorita). Tu apetito, como en todo, era ecléctico. Una vez me mandaste un email para decirme que habías vuelto a ver la segunda de Star wars y que era tu preferida. Juntos vimos varias veces El señor de los anillos. Y un día, en un avión, viste la última de Avengers y me platicaste que te había gustado “la película esa con el villano morado”. Pero el cine nunca te apasionó como los libros.
Durante mi paso por la universidad llegaste a regañarme por leer poco. Y tenías razón: leía lo que me dejaban en la universidad, así como las novelas que me recomendaban en el taller literario al que acudía. Nuestro diálogo sobre libros empezó cuando me fui a estudiar fuera de México. Viví solo, por dos años, en una época en la que no existía el streaming. Tal vez por eso empecé a ver menos películas y a leer más. Nunca lo platiqué contigo (tantas cosas que no hablamos), pero quiero creer que, al advertir que tu hijo empezaba a leer cada vez más, decidiste que era hora de entablar una conversación que no terminó hasta tu muerte, veinte años después. No había en ti un ánimo didáctico ni admonitorio: no se trataba de hacerme lector. Se trataba de disfrutar que habías encontrado a alguien con quien platicar. Siempre he pensado que te faltaron interlocutores que te pudieran llevar el paso al hablar de lecturas.
Creo que el primer libro que leí por recomendación tuya fue Expiación de Ian McEwan. Luego me abriste las puertas a varios escritores británicos: Christopher Hitchens, Richard Dawkins y Kazuo Ishiguro, cuya novela Los restos del día se convertiría en mi predilecta. A Dawkins y a Hitchens los leíste para alimentar tu vena anticlerical, aunque Hitchens te parecía estridente. Cuando me visitabas en Estados Unidos siempre íbamos a una librería especializada en literatura japonesa. Me pedías que leyera a Tanizaki y a Oé. Ese año visité Japón y me recomendaste una cantidad de libros tan absurda que habría tenido que posponer el vuelo un año para poder leerlos antes de subirme al avión.
Recuerdo que no solo leías libros sino leías sobre libros. En tus setenta, seguías al pendiente de los libros que empezaban a llamar la atención de los críticos y el público. No había semana en la que no llegara un paquete de Amazon a tu casa y pocas cosas te emocionaban más que pedir un libro nuevo. Tan es así que lo último que me pediste que te comprara fue un libro. Y lo último que me regalaste fue, obviamente, un libro. Siempre pedías novelas recientes o querías platicar sobre autores nuevos. Creo que fuiste la primera fanática en México de las novelas de Elena Ferrante y de Hilary Mantel (dos autoras que me rogabas que leyera). Recuerdo un día, hace décadas, cuando llegué a tu casa y, sobre tu mesa, encontré todos los ejemplares de Harry Potter. Era hora, dijiste, de ver qué había detrás de tanto furor. Una semana después te encontré leyendo el quinto libro. “Es literatura infantil”, dijiste. Pero los leíste todos.
A los veintinueve años me fui de nuevo, esta vez a estudiar literatura. Sospecho que estabas más emocionada que yo. Apenas entré a clases me pediste que te mandara la lista de lecturas que me había asignado mi mejor maestro: leerías esas novelas a la par que yo, aprendiendo lo mismo que yo. Entre esas lecturas estaba Las hermanas Makioka. Tras años de negarme a leer a Tanizaki finalmente tuve que leerlo. Me gustó tanto que te marqué apenas cerré la novela. “¡Te dije que la leyeras! –me gritaste al teléfono–. ¡Te dije!”
Leí a Tanizaki, pero me arrepiento de no haber leído a más autores que me recomendaste. No leí Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz, no leí a Bulgákov, a Stendhal, a Tolstói ni a Neal Stephenson, cuya novela Seveneves te había parecido extraordinaria. Aun así, en tu última década compartimos muchos autores. Recuerdo cuánto me gustó Man with a blue scarf, un libro que me compraste, escrito por un crítico de arte que posó para un retrato de Lucian Freud (y que es, en sí, un retrato del gran pintor inglés). Durante una comida en tu casa te platiqué de un artículo que había leído sobre David Mitchell, el autor de El atlas de las nubes. Ese mismo día pediste Relojes de hueso. Estabas segura de que Mitchell tenía influencia de El maestro y Margarita. Leerlo nos regaló decenas de pláticas, incluso cuando te detuviste y yo seguí leyendo hasta el último de sus libros.
En la pandemia, nuestro diálogo consistió en recomendarnos libros. Por poner solo un ejemplo: me diste Empire of the summer moon, la historia del último jefe de los comanches, que me enloqueció. Y también hablamos de lo que escribíamos. Aunque mis novelas y mis cuentos te parecían violentos (y te quejabas de que las madres que yo escribía siempre eran “espeluznantes”) leías mis textos y, si estabas abierta a la crítica, me enviabas lo que tú estabas trabajando.
Pero no solo leías: amabas los libros. No hay ejemplar en tu casa que esté descuidado y todo lo que compraste tiene, en sus primeras páginas, una etiqueta con tu nombre y la fecha en que lo leíste. En 2023 pasaste por un año infernal: cinco meses en el hospital y luego el resto del año encerrada en casa. No podías leer ni escribir. Durante ese tiempo te visité varias veces en terapia intensiva. Pero incluso ahí, al borde de la muerte, en un cuarto recóndito del último piso del hospital, aunque a duras penas podías comunicarte conmigo, te rodeaban tus libros y tus revistas, así como la pluma y el lápiz con los que subrayabas las oraciones que te llamaban la atención. Supongo que tus libros te acompañaban.
Apenas recobraste la capacidad para hablar, leer y escribir te propusiste entender lo que te había pasado ese año. La respuesta estaba entre páginas impresas. Entraste a Amazon y compraste no sé cuántos estudios sobre el cerebro. Tenías 77 años. El mundo nunca dejó de fascinarte.
Te fuiste una madrugada de junio. Junto a tu cama había, por supuesto, un par de libros. En la salita donde siempre leías quedaba un libro que yo te había prestado una semana antes, con el separador ya muy cerca del final. Y ahora que ya no estás pienso en todo lo que leíste y se fue contigo. Pienso en tu mente, prodigio de imaginación y riqueza, llena de personajes propios y ajenos, y siento que contigo no se fue una persona sino un universo. Pero me he dado cuenta de que la mejor manera de seguir comunicándonos es gracias a tus objetos favoritos. Te fuiste y no he parado de leer. Leo libros que tenía pendientes y libros que me recomendaste. Vuelvo a tu casa y me llevo novelas que no leí aunque me pediste que les diera una oportunidad. Te fuiste, pero nuestro diálogo continúa, ma, a través de los libros. ~