Sucedió en el cuarto. Del que pidieron el indulto. ¡No lo mates, no lo mates! Claro, o aquello era una película de Semana Santa, o … el público confunde la bravura excelsa con una aristocrática nobleza, bonancible y bonachona, franciscana. No se trata de crucificar a los tendidos, pero el colorado ojo de perdiz tan solo fue un buen toro al que, por qué no decirlo, Sebastian Castella le construyo una faena de equilibrada arquitectura, muy bien secuenciada, variada y con una trama que al final casi se queda sin cadáver sobre el que preguntar por la autoría del toricidio. Como en las mejores películas de suspense. El propio coletudo no albergó dudas y se perfiló para finiquitar a Pregonero, del hierro de Núñez del Cuvillo. Y dejó un pinchazo hondo…


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Hondo, pero pinchazo a fin de cuentas. Cierto que los pañuelos poblaron mayoritariamente el graderío del coso palentino, pero las dos orejas que concedió el presidente se antojan excesivas, porque aunque el lenguaje siempre tendente a una malversación semántica haga sus jugarretas la suerte de matar es parte, inescindible y de la máximo valor de la faena. No un apéndice posterior. Cabe preguntarse: ¿y si hubiera recetado el galo un soberbio estoconazo hasta la gamuza? ¿Dos orejas y rabo?

Ocupar un palco no siempre es fácil pero, a fin de cuentas su gestión surge como resultado de un binomio indiscutible: conocimientos sobre tauromaquia y personalidad (temple y confianza en las propias decisiones). Aunque el entramado de la tauromaquia y los medios ‘especializados’ siempre ejercen presión con armas de diferente calibre. Desde una frase lapidaria hasta un titular culpabilizador. Ya saben: «el presidente roba una oreja a…». Y eso suena feo, sobre todo cuando, en su caso, preside un policía. Sed fuertes, presidentes.

Más allá de lo sucedido en el cuarto, lo que supera el terreno de la anécdota, y permite evidenciar la cultura consumista y resultadista en los espectadores en los festejos taurinos, cabe expresar que la corrida tuvo su aquel. Es verdad que las hechuras de los cuatreños de Núñez del Cuvillo (primero a quinto) y del sexto de García Jiménez, juveniles y sin ofensividad disuasoria, han de atemperar triunfalismos y rebajar tentaciones épicas.

Castella fue el triunfador de la tarde, y lo fue merecidamente. Tuvo, no hay que olvidarlo, un sorteo propicio, y su lote le adjudicó dos ejemplares que fueron dos ofrendas propicias para el éxito. El que abrió plaza, de contadas energías, y al que apenas obligó, siempre con la muleta a media altura, acompañando su lánguido recorrido tras la muleta, sin necesidad (ni posibilidad) de mando. Ligera de equipaje la faena, con un aire de obra provisional, con un andamiaje firme, pero sin ánimo de perdurar. Una oreja recibió de este oponente, al que recetó una estocada levemente trasera pero eficaz.

Y, ya saben, dos orejas del cuatro. El exceso del premio no debe eclipsar una labor creativa y de prolijo condimento argumental. Con lances de calidad, sinceros. Desde sus habituales pases cambiados por la espalda hasta una serie de derechazos de rodillas, conduciendo las desenfadadas embestidas de Pregonero, un buen toro ajeno a la responsabilidad de su idealización como un sublime representante de la bravura. De hecho, si le preguntar al picador manifestará lo mismo que si le paran en la aduana: nada que declarar. La superlativa nobleza, y fijeza también, no constituyen el núcleo actitudinal de la bravura. Por cierto, que mientras los tendidos clamaban «no le mates, no le mates» se oyó el sordo eco de un aviso. Aunque tenía un mero carácter temporal.

Manzanares, fácil y relajado, lidió como primero de su lote a un bonancible y dócil toro, tímido de cornamenta y necesitado de una transfusión de proteínas. Tarea de corrección, obediente el Núñez del Cuvillo, que se dolió sin disimulo en el hierro del varilarguero y con las moharras de los rehiletes. Cobró una estocada desprendida tras pinchar.

Al quinto le cortó una oreja tras una labor de oficio y gusto, aunque carente de profundidad. Codicioso su oponente, no llegó a entregarse en embestidas generosas, al igual que el diestro tampoco apostó todo su caudal a un solo número. La estocada, certera, facilitó el premio.

Si Castella tuvo suerte con su lote, Pablo Aguado corrió fortuna contraria. Pese a su buena predisposición, la faena ante el tercero careció de fondo, ante lo insulso de un toro que se echó la siesta bajo el peto, ayuno de raza. El trazo del sevillano era incongruente con la penosidad del toro en sus embestidas. Con el acero, además, no estuvo fino. Y en el sexto, un inválido al que el presidente ‘indultó’ de su devolución a los corrales, nada se podía hacer.