Nada más arrastrase el último toro de la feria palentina de San Antolín comenzó a circular un rumor creciente: el patrón de los toreros, San … Pedro Regalado, va a ser sustituido por el presidente del festejo de este martes. El santo del Abrojo amansó a un toro huido de los pagos del Raso de Portillo, hecho milagroso, pero no más que el de la multiplicación de los pañuelos y las orejas que consumó el usía, al que se observaba como, entusiasmado, descolgaba en el antepecho del palco uno tras otro los pequeños lienzos blancos.

Los tendidos palentinos son dadivosos, generosos en las peticiones, pero urge nombrar presidentes en el coso de los Campos Góticos que comprendan, aunque sea mínimamente qué es torear y qué desarrollar un catálogo de artificios alrededor del astado, que fue, por ejemplo, lo que hizo Alejandro Talavante ante el sobrero, segundo de su lote, un desrazado animal de leve y tímida encornadura. Una labor estrafalaria, inconexa en su definición, una nada literal. Desplantes sin ton ni son, con lanzamiento de muleta a la arena incluido que, para sorpresa de muchos y agravio comparativo para sus compañeros de terna, fue premiado con dos orejas. Ya no solo un despilfarro, sino un ataque frontal al prestigio de la plaza palentina, una capital de provincia que merece un palco con un mínimo rigor y una presentación de las reses con mayor trapío.


Un presidente pluriempleado, ya que, simbólicamente, sacó a hombros a los tres espadas, aumentando, como si de un negocio piramidal se tratara, las escasas inversiones en juego. Un ‘capitalista’ esforzado, que llevó en volandas a los coletudos para que traspasaran el umbral de la Puerta Grande como triunfadores de un festejo que, en realidad, no superó los estándares de una tarde normalita.

Aunque sin tipificar normativamente, el despilfarro entró en los terrenos de la malversación de trofeos. Con el único pañuelo que acertó fue con el verde, cuando devolvió a los corrales al inválido cuarto toro. Un palco de muñeca fácil.

En el que abrió plaza Talavante, cuya tarea fue de una intrascendente levedad, el fallo con los aceros impidió que se consumara la irrevocable querencia del presidente a conceder orejas. El toro, muy justo de fuerzas, se desplazaba a duras penas, y el pacense tampoco estuvo por la labor de intentar ejecutar suertes consumadas. Más bien se entretenía en hacer girar al toro sobre sí mismo, algo que, así fue, resultaba muy jaleado por la solanera.

Roca Rey, que reaparecía en la feria de San Antolín tras un periodo de recuperación cortó cuatro apéndices, dos y dos. Que debieron ser uno y uno. Su primer oponente fue un toro de Juan Manuel Criado que mejoró en su condición conforme avanzaba la lidia, de modo paralelo a que el peruano también se centraba en la ejecución de las suertes. A la codicia del astado respondió el diestro con mando y sometimiento. Una estocada casi entera la franqueó la fácil puerta del doblete de apéndices auriculares.

Un premio que repitió ante el quinto, al que dejó algo crudo en el caballo, que le podía haber bajado algo los humos, un genio que dotaba a la embestida de una aspereza incómoda. Quizá no insalvable, pero sí dificultosa como para embarcar al animal en pases de trazo limpio. La cercanía de los muslos del espada con los pitones de toro mejor armado de la tarde desató la euforia de los tendidos, lo que, a la vista de lo sucedido, se contagió al palco.

Tomás Rufo, oreja y oreja, aportó el toreo de mayor calidad de la tarde. El más asentado, el de colocación más honesta y el que menos recurrió a artificios populistas para meterse a los espectadores en el bolsillo. Lo que no significa que no se adentrara en los terrenos del toro para mostrar su dominio.

Paradójicamente fue el espada al que el presidente menos regaló, aunque su fallo con el acero bien pudo evitar su salida triunfal en la tarde en la que se cerró un abono con más trofeos que toreo de calidad en el ruedo.