Sería de necios negar las virtudes cinematográficas de Kathryn Bigelow. Pero así como Bigelow puede considerarse la gran directora de acción de la historia, nadie puede afirmar que es una intelectual de largo recorrido. Una casa llena de dinamita es un buen ejemplo. Se supone que es una crítica a la escalada nuclear pero, a la vez, es su enésima y ridícula apología patriótica del ejército de EE UU y sus labores militares de pastoreo del planeta.
La historia es sencilla: alguien –¿el malvado Putin? ¿el locuelo de Kim Jong-un? ¿Xi Jinping jugando al Quimicefa?– lanza un pepinazo contra EE UU que impactará en Chicago en 18 minutos. Todos los gabinetes de crisis del país se ponen manos a la obra para evitarlo (o para responder a la agresión).
Eso incluye a dos docenas de personajes que, como en buena película de catástrofes, representan a la práctica totalidad de la sociedad estadounidense, en razas y edades, porque aunque los WASP sean mayoría (encabezados por Rebecca Ferguson), también hay afroamericanos (Idris Elba), asiáticos (Greta Lee) y latinos (Anthony Ramos).
‘Una casa llena de dinamita’: crítica de la película
Noah Oppenheim, presidente de la NBC hasta hace nada, firma un guion que recuerda, en su estructura, al de Christopher Nolan en Dunkerque. Los 18 minutos del vuelo del misil se nos cuentan desde tres puntos de vista interrelacionados: el búnker de la Casa Blanca, los especialistas en seguridad y el del presidente de EE UU (que está por ahí tirándose unas canastas de baloncesto). Los separan silenciosos fundidos a negro que hacen pensar en la nada después del impacto.
Filmada con brío y con una cámara que no se puede estar quieta, sigue la estética acuñada para el thriller contemporáneo por Paul Greengrass, especialmente en su aportación a la saga Bourne. Se incluyen imágenes de webcams, drones, CCTV y medios de comunicación. El montaje es trepidante y prodigioso, con un tratamiento del sonido que es dinamita para los oídos.
Sin embargo, a Bigelow le pierde su ardor guerrero. Lo intenta ocultar, claro, pero es que es superior a ella. Recordemos que esta es la misma señora que en La noche más oscura (2012) justificaba las torturas a presos para atrapar a Bin Laden. No es casual que “la famosa foto de Obama viendo la foto” del muerto, una de las instantáneas definitorias del primer cuarto del siglo XXI, se vea en el filme. Unas torturas, por cierto, tan bien documentadas que acabaron siendo objeto de investigación en el Senado por su acceso a documentos desclasificados.
Una casa llena de dinamita tiene menos uniformes, y se centra más en el cuerpo de funcionarios. Tiene su mérito generar tensión con esa nómina de tipos encorbatados y de mujeres conjuntadas. Especialmente notable resulta en Ferguson, que pasa de la Ilsa Faust de Misión: Imposible a una abnegada madre encerrada en una sala de ordenadores.
No es tan loable intentar humanizarlos con momentos supuestamente ordinarios que a ratos resultan ridículos (un dinosaurio de juguete de su hijo en el zapato de Ferguson, otro zapato que hace pupita al presi, una trivial discusión paterno filial, ¡un safari en el Serengueti!) pero guarda el mismo mensaje y las mismas barras y estrellas que La noche más oscura. ¡Qué héroes nos da el Tío Sam! ¡Qué preocupados están por la humanidad! ¡Qué poco tienen que ver ellos en que el mundo se vaya al garete!
Entre tantos personajes, ninguno tiene tiempo de criticar cómo se ha llegado hasta aquí y cuál es la responsabilidad de su amado país. Solo hay una más que tibia crítica a los gerifaltes en el alto mando interpretado por Tracy Letts. Si Bigelow ha querido rodar un mensaje antibelicista, su ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick (1964), se ha quedado muy corta de lecturas y de pacifismo.
Una casa llena de dinamita es un gran thriller, una versión mejoradísima de la saga Objetivo: La Casa Blanca, pero es un un mero entretenimiento que no sirve ni para criticar ni para cambiar las cosas.