Durante 2020 y 2021 estuve organizando clases de literatura y clubs de lectura online en los que decenas de personas de todo el mundo dedicamos bastantes horas a hablar sobre libros. En tiempos de confinamiento, la lectura en común ofrecía la posibilidad de acceder a unas vidas expandidas que eran las nuestras y también las de Fortunata y Jacinta, Don Quijote y Sancho, el rey Lear y sus hijas, Ulises y Penélope o Elizabeth y Darcy, entre otros. Desde el agradecimiento a todas las personas que participaron en estas tertulias literarias he creado este abecedario lecto-comunero en el que resumo algunas de estas experiencias en un tiempo marcado por la pandemia, pero también por la lectura.
A de Agustín (de Hipona)
A comienzos de febrero de 2020 leía con los estudiantes de mi clase “Literatura para las Humanidades” el libro que en ese momento figuraba en la programación general de la universidad: las Confesiones de San Agustín. El texto formaba parte del repertorio de obras que todos los alumnos de primer curso tenían que leer a lo largo del año académico como parte del llamado Currículo Central, un itinerario académico obligatorio para cursar cualquier disciplina. Este curso comenzaba en las primeras semanas de septiembre con la lectura de la Ilíada y la Odisea y finalizaba en junio con autoras como Virginia Woolf o Toni Morrison. Siempre me impresionó poder observar a cientos de muchachos leyendo y comentando el mismo libro a la vez: en clase, en las residencias universitarias o en las cafeterías. El campus entero participaba en esta sinfonía de géneros literarios, localizaciones geográficas y épocas históricas diversas que iban cambiando con el ciclo de las estaciones. En mis clases, discutíamos cada libro en dos sesiones semanales de dos horas y la tarea de los chicos siempre era la misma: tenían que traer tres preguntas sobre la lectura asignada para ese día. A partir de esas preguntas se generaba una conversación colectiva que terminaba a las ocho de la tarde. Al final del curso, veinte desconocidos de países y culturas diferentes habíamos pasado decenas de horas hablando juntos sobre veinticinco libros y nunca habíamos agotado los temas de conversación.
Revisando las preguntas sobre las Confesiones que todavía conservo, muchas de ellas se refieren a la experiencia de Agustín como lector. No en vano, la vida del santo cambia por completo cuando, después de escuchar a un niño cantar la enigmática frase “tolle lege” (coge y lee), toma un libro con textos de San Pablo que le animan a convertirse al catolicismo. Antes de llegar a ese momento, San Agustín se recrea en el relato de su vida pasada, donde nos narra, entre otras acciones pecaminosas, el robo de unas peras que le supieron a gloria puesto que “su condimento no fue otro que el sabor del delito”. Como buen fabulador que es (precedente de la escritura autobiográfica en Occidente), el de Hipona ha aprendido de Homero, de Virgilio y de Ovidio cómo construir las tramas de las vidas a partir de la selección de momentos memorables como el del mencionado hurto frutícola. Las Confesiones están marcadas por la importancia de la lectura en un tiempo en el que la gente todavía no leía para sí misma sino para los demás. Una de las cosas que más le sorprenden al santo es el hecho de que Ambrosio, obispo de Milán, sea capaz de leer en silencio sin que nadie viniera a molestarle, algo que sucedía siempre que se leía para los demás: “Cuando él leía, recorrían las páginas los ojos y el corazón profundizaba el sentido, pero la voz y la lengua descansaban… Tal vez se guardaba temiendo que un oyente, atento y cautivado ante un pasaje un tanto oscuro del autor que estaba leyendo, lo obligase a explicar o discutir algunas cuestiones más difíciles y que, por el tiempo empleado en ese menester no pudiese leer tantos volúmenes como quisiera”.
El caso de Ambrosio es ciertamente singular, ya que la lectura en voz alta fue el fenómeno habitual durante siglos en los monasterios, en las cortes, en las plazas públicas o en las ventas, como la de Palomeque en El Quijote. La lectura colectiva se prolonga en el tiempo hasta el siglo XIX, como ponen de manifiesto las sesiones que combinan trabajo y escucha atenta en La Tribuna (1883) de Emilia Pardo Bazán, en la que se explica cómo en cada taller de la fábrica de tabaco de Marineda había una o dos lectoras a las que sus compañeras ayudaban con la parte correspondiente del trabajo para que pudieran leer en alta voz. Las mujeres comparten en el espacio de la fábrica la lectura de novelas, folletines y prensa política, al igual que se comparte el pan y la sal en las casas, tal y como describe Doña Emilia de manera manera magistral: “Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no solamente enseres y utensilios, sino ‘una sed’ de agua, ‘una nuez’ de manteca, ‘un chisquito’ de aceite, ‘una lágrima’ de leche, un ‘nadita’ de petróleo”.
A través de sus lecturas, las mujeres adquieren conciencia de sus derechos como ciudadanas que no sólo declaran una huelga en la fábrica de tabacos, sino que también protestan contra las levas que llevan a sus hijos a morir en la guerra, lo que en la época se conocía como el “impuesto de sangre” de las clases trabajadoras. Para estas mujeres la lectura se convierte en un instrumento de lucha, en el “arma de los pobres” que describe Miren Billelabeitia en su hermoso libro Lo que una ama. Pensar la palabra, vivir la lectura, Premio Euskadi de ensayo en 2023. Billelabeitia abre su obra con un verso del libro Camuflaxe de Lupe Gómez que le sirve como punto de partida para reflexionar sobre las tertulias con adolescentes que ha coordinado durante años en su labor como profesora de literatura: “Escribo da desaparición da nosa aldea de Fisteus,/dos libros maravillosos da nosa xente e dos nosos cabalos./Constrúo a arma dos pobres”.
Como la Historia nos enseña, las aldeas, los libros, la gente y los caballos están siempre expuestos a desaparecer. Pienso en los jóvenes y niños del municipio de Más de las Matas (Teruel) que en 1933 se tomaron una fotografía mostrando los materiales de la biblioteca de la Escuela Racionalista de su Ateneo Libertario. En la foto los vemos portando libros, revistas o tebeos para los más pequeños, todo aquello que servía para que aquellos que no sabían leer pudieran aprender y los que ya sabían pudieran hablar sobre ello. Hasta que las tropas franquistas tomaron la población, el trabajo en el pueblo se repartió en 32 colectividades que compartieron la producción y el tiempo de ocio, “el medio pan y el libro” que reclamaba Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal: las armas de los pobres. Pienso en qué sería de los vecinos de Más de las Matas en 1939, en cómo harían frente a la desaparición de la comunidad que lograron ser durante unos años. También pienso cómo a muchos españoles solamente una o dos generaciones nos separan del analfabetismo. Cientos de libros se prohíben cada día en todo el mundo y nuestras conversaciones sobre ellos son tan necesarias como el acceso al agua, al pan, a las rosas o a la vivienda. En palabras de Billelabeitia, hay que tener presente que esta arma de los pobres que es la lectura en común “no pide dinero, sino que ofrece sus dones, gratis además, y enriquece no solo a quien los recibe, sino también a quién los da, porque ni este pierde nada al compartirlos ni quien los recibe se los arrebata a su donador. Así son las tertulias y conversaciones sobre la lectura y la literatura, un territorio para la felicidad y el regalo, ya que al ofrecer nuestro parecer somos todos los que nos enriquecemos”. Cuando hablamos de libros no sólo hacemos espacio para hacer frente a su desaparición, sino que también construimos puentes desde los que llevar nuestra lectura silenciosa (como la de San Ambrosio) hacia senderos ocultos, desvíos inciertos y mapas que todavía no conocemos.
El grupo de modistas de la colectividad libertaria de Mas de las Matas. Teruel, 1937. Imagen extraída del libro Masinos en la encrucijada social.
B de Benito (Pérez Galdós)
En 2020 se conmemoró el Centenario de Benito Pérez Galdós, pero estaban pasando tantas cosas a la vez en el mundo que casi nadie se acuerda de esta celebración. En plena canícula y dado que los confinamientos nos dejaban tiempo para ponernos a leer en profundidad pusimos en marcha en el antiguo Twitter unas sesiones denominadas #MaratónFortunata, con el objetivo de conversar durante todo el verano sobre las cuatro partes que componen la gran novela española del siglo XIX: Fortunata y Jacinta. Dos historias de casadas (1887). Al igual que nosotros en ese momento, en la segunda parte de la novela Fortunata tenía que pasar más tiempo en casa tras su matrimonio de conveniencia con Maximiliano Rubín, un estudiante de farmacia que dedica tiempo para que su esposa aprenda a leer y escribir. La joven se lamenta que de niña no la enviaran a la escuela y se ve incapaz de comprender el sentido completo de los textos tras descifrar con mucho esfuerzo sus grafías: “Después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía”. El mundo de las “dos casadas” a las que hace referencia el título de la novela está separado por un abismo insondable generado por la capacidad o la incapacidad para acceder al capital y a la letra en un país en el que, a la altura de 1870, había un 86% de mujeres analfabetas. Aunque comparten su amor hacia el mismo hombre, Juanito Santa Cruz, este hecho es lo único que ambas tienen en común puesto que pertenecen a espacios inamovibles dentro de un orden social en el que aquellas personas que tienen control sobre el capital y sobre la letra pueden doblegar a aquellas que no lo tienen.
Niños leyendo libros de las bibliotecas de Misiones Pedagógicas. / Imagen de la Residencia de Estudiantes, Madrid.
Para las mujeres de este último grupo, la calle se convierte en la novela en el símbolo y en la realidad de su libertad, en un verdadero libro viviente en el que pueden leer los signos de una sociedad en constante transformación. Antes de casarse, Fortunata es persuadida por una de estas mujeres letradas para que expíe su vida pasada sometiéndose a un encierro temporal en el Convento de las Micaelas en Madrid, una institución en la que “recogen y corrigen a mujeres pérdidas” como Marcela la Dura, con quien nuestra protagonista traba amistad en este periodo de reclusión forzosa. Cuando Mauricia consigue por fin escapar de su encierro, el narrador describe su experiencia como un momento de alegría desbordante que en nuestras conversaciones en el Club de Lectura online no dejamos de asociar a aquellas primeras salidas al exterior durante los confinamientos: “Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo, y gritó –‘Ay, mi querida calle de mi alma!’. Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con fuerza: paróse mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo”. Al final de la novela, tanto Mauricia como Fortunata no verán crecer a sus hijos, que pasan a ser tutelados por familias con poder adquisitivo y tendrán otras oportunidades para acceder a la educación formal siempre dentro del marco del orden moral de la Restauración.
Dos décadas más tarde, Galdós publica la cuarta novela de la serie final de los Episodios Nacionales, titulada La primera república (1911). Dos años después del fusilamiento del fundador de la Escuela Moderna, Francisco Ferrer i Guardia, el escritor canario recogía en esta obra las innovadoras propuestas pedagógicas de una maestra llamada Floriana, que intenta que los niños lleguen a la lectura y a la escritura sin miedo y sin violencia: “Un enjambre de pequeñuelos de ambos sexos recibía las primeras migajas del pan de la educación. [Floriana] les enseñaba las letras y los sonidos que resultaban de unirlas, […] metiéndoles en la cabeza, como por arte mágico, las cinco vocales. Allí no había palmeta, ni correa, ni puntero, ni ningún instrumento de suplicio. Había tan sólo cariño, halagos, persuasión, y un extraordinario poder espiritual para encender en el cerebro de las criaturas las primeras lucecitas del conocimiento”. En este fin de ciclo de sus Episodios, Galdós ofrecía otra trayectoria vital posible para las hijas del pueblo que no pudieron tener en su momento personajes como Fortunata o Mauricia: la posibilidad de conquistar su propia esfera de autonomía a través del incipiente acceso a la docencia. En esta primera década del siglo XX comenzaron a instalarse en toda España las Escuelas Normales de Maestras, primeras semillas de un movimiento pedagógico que continuará en expansión hasta el inicio de la Dictadura del General Franco.
Moliner, al igual que Galdós, creía que la transformación social radical pasaba por el acceso a una amplia variedad de libros en cada rincón del país
En el tiempo en el que Galdós publicaba La primera república, en un colegio de la Institución Libre de Enseñanza comenzaba sus estudios una joven que con el tiempo se convertirá en una de las personas que más hizo por la democratización de la lectura pública en España durante el siglo XX. Se trata de María Moliner, la bibliotecaria y filóloga que trabajó al frente de una red de bibliotecas gestionadas por el Patronato de Misiones Pedagógicas durante los años 30. Moliner, al igual que Galdós, creía que la transformación social radical pasaba por el acceso a una amplia variedad de libros en cada rincón del país: “Pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas…!”
En los lotes de libros que Misiones Pedagógicas envió a las bibliotecas rurales, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, siempre figuraron ejemplares de los Episodios Nacionales de Galdós, que eran muy apreciados por el público lector. Las selecciones de lecturas incluyeron autores como Homero, Balzac, Calderón de la Barca, García Lorca, Verne, Marx, los Hermanos Grimm, Freud, Bergson, Machado o Miguel Hernández, pero también títulos como Cómo se elige un arado de José Lapazarán, el Libro de bolsillo del electricista de Wietz o el Tratado completo del cultivo de la huerta de Aragó. De este modo, se pretendía animar a la lectura a toda la población y evitar que los precariamente alfabetizados se olvidasen de leer por falta de libros. Los pueblos mismos también participaban en el proceso de selección los libros, ya que se les entregaba el catálogo de la biblioteca central para que eligieran los títulos en los siguientes pedidos. Como recuerda Ana Martínez Rus en la preciosa guía didáctica María Moliner o el amor a las palabras, la llegada de las cajas era una fiesta para los vecinos, de modo que en pueblos como Bafol de Salem (Comunidad Valenciana) se recibió a la delegación con una merienda con chocolate.
Publicaciones realizadas por niños a partir del método Freinet en Las Hurdes y en Stelton, New Jersey.
En esa misma época, los pedagogos que seguían las tendencias de la llamada Escuela Moderna, como el oscense Ramón Acín, también quisieron acercar a los habitantes del mundo rural el acceso a la letra mediante la distribución de pequeñas imprentas escolares como las creadas por Celestin Freinet en Francia. De este modo, los niños podían convertirse en autores y editores de sus propias publicaciones. Revistas, libros de texto, libros de cuentos se elaboraron en las escuelas rurales españolas de los años 30. Textos como la hermosa publicación Niños, pájaros y flores, creada por los niños de Las Hurdes, constituyen importantes testimonios de la capacidad de los lectores para convertirse también en autores en común. A pocas millas de la casa desde la que coordinaba nuestro Club de Lectura sobre Fortunata y Jacinta en Philadelphia, otros niños habían empleado el mismo método para crear sus propias publicaciones en la llamada Modern School in the Ferrer Colony de Stelton (New Jersey), creada bajo la inspiración de las ideas pedagógicas que se habían desarrollado al otro lado del océano a comienzos del siglo XX. En un momento histórico en el que el acceso a la letra desde los principios del apoyo mutuo, la solidaridad y la no violencia constituyó uno de los principios básicos para llevar a cabo la revolución social. Una revolución que el propio Galdós creyó posible hasta el final de sus días, como puso de manifiesto en el final de Cánovas, el último de los Episodios Nacionales, fechado en la primavera de 1912: “Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento… Sed constantes en la protesta”. Así sea, compañero Benito. Seguiremos leyendo en común su obra, escrita siempre para el porvenir.
Escuela Moderna Ferrer i Guardia en Stelton, New Jersey (1914-1953).