Perú no es una estación de paso. Es el futuro del toreo

No suelo entrar al trapo de lo que se publica en los escritorios de quienes se han acostumbrado a mirar el toreo desde una barrera muy cómoda. Pero hay líneas que, aunque cargadas de retórica y frases ingeniosas, encierran una peligrosa miopía. Y cuando se habla del Perú con ligereza, desde el desconocimiento o desde la nostalgia de un pasado que no regresa, uno no puede quedarse callado. No por mí, sino por respeto al país que me dio lo que quizá en otro lugar no se me terminó de dar: oportunidades, continuidad y un público que siente la fiesta como algo propio, vivo, ardiente.

Perú no es una parada de descanso ni un lugar exótico donde los toreros «de vacaciones» buscan remendar el año con billetes. Es un país que ha sostenido la llama del toreo cuando otros lugares —más cercanos, más supuestamente “centrales”— han dejado que se apague. Y lo ha hecho con plazas llenas, con afición verdadera, con compromiso de sus alcaldes, comisiones, Alferado, mayordomos, donantes, ganaderos, y, sobre todo, de su gente. Esa que camina días enteros para ver una corrida, que vive todo un año ahorrando y pensando en disfrutar sus tardes de toros y sus fiestas, que lleva en los hombros la ilusión por ver a un torero triunfar. Esa misma que no necesita prensa complaciente para saber cuándo hay verdad en la cara del toro.

Yo he vivido el toreo desde las dos orilla. Conozco lo que es abrirse paso en una España cerrada, circular, donde muchos carteles se construyen con hilos que no siempre tienen que ver con el mérito. Y también sé lo que es forjar una carrera en el Perú, sin padrinos, sin portadas, sin el favor de los que reparten la baraja. Aquí, en esta tierra que me adoptó como uno más, he tenido que ganarme cada contrato a base de entrega, de constancia, de corazón. Y no soy el único. Cada año, docenas de toreros encuentran aquí lo que ya no se les ofrece allá: un ruedo abierto.

¿Que se cobra bien? ¿Que el toro es más chico? ¿Y qué? ¿Desde cuándo el respeto a una plaza se mide por el tamaño de la res o el grosor del sobre? Las comparaciones simplistas no hacen justicia ni a la complejidad del toreo ni a la riqueza de la fiesta en el Perú. Hay encastes duros, ganaderías exigentes y tardes donde el miedo no se mide en kilos, sino en lo que está en juego. Aquí se exige, y mucho. Aquí se consagran toreros, y se desnudan también. Aquí, lo que está en juego, es la vida y el futuro. Y eso, créanme, pesa más que cualquier arena de relumbrón.

El toreo necesita oxígeno. Nuevos públicos, nuevas plazas, nuevas verdades. Y Perú lo tiene todo. No será perfecto —ningún país lo es—, pero tiene lo más importante: afición viva, pasión verdadera, esperanza popular. Lo que está sucediendo aquí no es folclore ni caridad; es un movimiento cultural, social, profundamente arraigado en la identidad de sus pueblos. Negarlo es no querer ver.

Mientras en otras partes el toreo se burocratiza, se encierra, se marchita, en Perú florece. Y lo hace con toreros nacionales que empujan, con jóvenes que sueñan con vestirse de luces, con ciudades que se paralizan para ver una corrida. Yo no veo decadencia. Veo una piedra preciosa que, bien trabajada, puede convertirse en un diamante. Pero para eso hay que respetarla. Hay que conocerla. Hay que quererla.

Se perfectamente lo que se vive aquí en Perú. Y mientras algunos siguen buscando al toreo en pasados gloriosos o en mesas cerradas, hay una parte del mundo —esta, donde yo vivo parte del año, donde yo toreo— donde la fiesta sigue viva, palpitante, esperanzada.. Si eso no merece respeto, entonces es que hemos olvidado lo que realmente importa en esto.

Perú no es una estación de paso. Es el futuro.