Grabado de don Quijote y el Caballero del Verde Gabán, de José Rivelles.
Los libros, al igual que las personas, pasan de distintas formas por nuestras vidas. Están, por un lado, los que leemos y olvidamos rápidamente y, por otro, los que se quedan: aquellos que saboreamos de una forma especial, incluso de manera reiterada, a lo largo de los años.
La más celebrada creación de la literatura española, Don Quijote de la Mancha, ha surcado mi vida en diferentes ocasiones: en la infancia, a través de mi padre y de aquellos míticos dibujos de los años ochenta en televisión española; posteriormente, en la adolescencia, un profesor llamado Tirso y que era de Molina de Segura me acercó al estudio de fragmentos y a la lectura de algún capítulo en la Escuela de Arte de Murcia. Lo leí íntegramente, por primera vez, en los años universitarios y este verano, con la madurez que dan los años y las muchas lecturas acumuladas, lo he vuelto a disfrutar. Espero que la vida me permita volver a él en futuros momentos. No en vano afirmaba mi respetado y admirado Antonio Muñoz Molina, en relación con la publicación de su último libro El verano de Cervantes: «Tú vas cambiando y en cada momento el libro te habla de una manera».
Mucho podríamos decir de Cervantes, de su obra y de su célebre momento; aquel en el que Madrid acogió al mayor número de genios literarios que se habían visto hasta el momento en España y, posiblemente, sólo comparable a la posterior generación del 27. Pero me van a permitir que, únicamente, recuerde dos aspectos de las circunstancias que rodearon a esa genial historia de nuestro más afamado hidalgo. Dos peculiaridades que suelo mencionar a mis alumnos en clase, tratando con ello de ilustrarles sobre lo azarosa que puede ser la vida y lo importante de nuestra actitud en ella y frente a ella. Conocido es el lugar en el que comenzó Cervantes su novela -palabra, por cierto, no demasiado frecuente ni conocida en aquel tiempo-, fue en una cárcel, tras algunos problemas con el fisco de la época. Y en esa situación de encarcelamiento, con todo lo que esto puede conllevar, la mente del escritor voló a cotas nunca vistas con anterioridad y fue capaz de crear, de idear, un personaje sin parangón en la historia de la literatura. Por otro lado, suelo recordar que don Miguel murió creyendo que su mejor obra no era El Quijote, sino Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y que por ésta sería recordado.
Entre lo mucho aprendido en esta segunda lectura quijotesca me gustaría detenerme en una historia, menos conocida y recordada, relatada en el capítulo XVI de la parte segunda. En éste se narra el encuentro de don Quijote con un hidalgo llamado don Diego de Miranda, Caballero del Verde Gabán en la novela. Comparten ambos camino y conversación y, al ser preguntado el del Verde Gabán por sus hijos, un hálito de pesadumbre parece cubrirle el rostro y las palabras. Éste cuenta a don Quijote como tiene un hijo de dieciocho años, estudiante en Salamanca, que parece no prestar atención a otra cosa que a las cuestiones poéticas; descuidando el estudio de las leyes para desdicha de su padre. El diálogo no tiene desperdicio, créanme. En éste, don Quijote hace uno de esos discursos brillantes, abrumadores, con los que Cervantes preña su vasta obra, haciendo que ese loco sea el más cuerdo de los hombres en sus palabras y razonamientos. Pero lo que ha suscitado en mí un asombro inusitado es la modernidad de las ideas con que el hidalgo manchego trata de consolar, quizás convencer, al atribulado progenitor. Dice el escritor por la voz de su personaje: «Sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado(…) Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama». El alegato de Cervantes, no sólo en defensa de la poesía y su oficio, sino acerca de la importancia de que los padres reconozcan y respeten el talento de cada hijo, al margen de los intereses personales que sobre éstos solemos volcar, me parece sorprendente y maravilloso.
En estos tiempos en que psicólogos, orientadores, profesores y padres nos afanamos en tratar de marcar las pautas de esos niños y jóvenes que serán los hombres y mujeres de mañana, escuchemos y leamos a nuestro más celebrado autor; caminen nuestros jóvenes por donde su estrella les llame, no tengamos miedo de lo diferente, acompañémoslos siempre en su lucha contra los gigantes.