José Zuleta Ortiz ha publicado varios libros de cuentos, poesía y novela.
Foto: Andrés Giovanni Rozo
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¿Cómo es ver varios cuentos de los libros que ha sacado en estos 30 años?
Este libro lo edité con Camilo Jiménez, él fue el editor. Yo le había mandado a él los cuentos. Él me dijo que quería publicar un libro de cuentos para ir armando una colección de autor: vendrá otra novela, entonces serían tres novelas y un libro de cuentos. Aquí hay 35. La idea era mostrar toda la carrera, la trayectoria: desde los más antiguos hasta los más recientes. Así lo organizó. De todos los libros hay cuentos, para ver también la evolución del autor. La idea no era publicarlos todos, no eran cuentos completos, sino hacer una gran mirada sobre la obra cuentística. Eso fue lo que él quería y lo que hizo.
Y al ver estos cuentos escogidos, ¿cómo ve usted su evolución como cuentista? ¿Qué cree que ha cambiado?
Creo que los cuentos, tal como están presentados, hacen un paneo de lo que he trabajado. Esta es una obra de 30 años. El primer cuento, La sonrisa trocada, lo escribí en 1985, tenía 24 años. Ese primer libro me tomó mucho tiempo, más o menos una década. Fue muy cuidadoso, muy lento.
El libro es como un itinerario de mi trabajo cuentístico y también de mi vida. Los cuentos están fundados en experiencias vitales: la muerte de mi abuelo, mis trabajos en España, la vida en una isla, el amor —que es un tema importante—, la literatura. El último libro, por ejemplo, es sobre un taller literario.
Soy un cuentista que habla de su experiencia y la vuelve ficción. En los primeros cuentos se nota más ingenuidad; en los últimos hay un tono más sereno, más recreados desde el lenguaje y los ambientes, y se leen más rápido. Pero los temas, el cuidado del lenguaje, la factura del texto, eso está en todos. A mí me interesa mucho que se pueda leer en voz alta y suene bien, que sea placentero.
En uno de los cuentos, La tarde del petirrojo, aparece la frase: el cuento es enigmático, algo invisible, emparentado con la simpatía, nos alienta a continuar la lectura. Aquello que comienza con mera cordialidad entre el autor y el lector termina en una fraternidad, en una amistad apasionante. Quiero preguntarle si está de acuerdo con esa definición del cuento. ¿Es más del personaje o suya?
Sí, yo creo en eso. El cuento ha sido una pasión como lector y como escritor. He leído teoría, he escrito un par de cosas sobre el cuento, y me parece que el cuento genera una comunión inmediata, una filiación afectiva entre el lector y el cuento. Eso me parece fascinante: que uno se conecte rápido, que sea feliz con esas historias, que esas historias vivan en uno. Es algo mágico, que no puedo explicar racionalmente, pero pasa. El cuento es como una joya que uno guarda, y esa cercanía íntima es única.
¿Cuáles han sido sus referentes en este género?
He leído todos los clásicos: los rusos (Chéjov, Dostoyevski, Tolstói, Bábel), los franceses (Maupassant, Zola), los ingleses. He pasado por toda la tradición cuentística occidental. También algunos japoneses y, claro, los latinoamericanos. Desde niño he sido lector de cuentos. Fui parte de la revista El cuento, dirigí 20 números junto a Kinder Estrada y Lucía Donadío. También fui antologador, he investigado sobre la historia del cuento en Colombia. Y leo a los cuentistas nuevos, me interesa mucho el género y ver qué está pasando hoy.
Hay historias que parecen conectarse. Uno se pregunta si hay cuentos que tienden a formar una novela. Por ejemplo, en distintos cuentos aparece un personaje llamado Carolina…
Hay personajes que se repiten, pero son historias independientes. El último libro, La tarde del petirrojo, tiene una estructura particular: es un todo. No son cuentos independientes. Trata sobre un taller de escritura. El director desaparece, y su esposa intenta entender qué pasó leyendo los textos de sus alumnos. En el último cuento encuentra una pista. Nadie lo dice, solo el lector lo entiende al final. Ese libro funciona casi como una novela.
En ese mismo libro aparece la frase: lo malo de las desapariciones es que dan lugar a la imaginación. Y también: la vida es mejor que la imaginación. Incluso hay un cuento que se llama La imaginación. ¿Por qué es tan importante para usted ese concepto?
Porque la imaginación es esencial en lo que somos. En el amor, por ejemplo, a veces lo que imaginamos es mejor que lo que ocurre. Igual en la amistad, en los viajes, en lo que queremos emprender. La imaginación compite con la realidad, se cruza y se mezcla con ella. Eso me interesa mucho. La literatura misma es parte imaginación y parte experiencia.
También creo que la infancia es importante en su obra. En La imaginación es un padre y un niño hablando; en otro cuento el narrador es un niño que crece. ¿Qué papel juega la infancia en su narrativa?
Es un lugar común, pero cierto: la infancia es la patria del escritor. Ahí está la esencia de lo que somos. A mí me gustan mucho los narradores niños porque tienen la ingenuidad, la inocencia bíblica, el desconocimiento. Esa mirada inocente produce un efecto muy potente: el niño interpreta el mundo de un modo y el mundo es otro. Eso genera tensión.
Al final del libro aparece la frase: somos una sucesión de muertes: la palabra que no dijimos, la mano que soltó nuestra mano. Más que la muerte, yo sentí en el libro las pérdidas: amores que no sucedieron, como en La imaginación. ¿Qué significa para usted esa definición?
Sí, desde el primer cuento —la muerte de la abuela—, la pérdida está presente. Hay muchas formas de pérdida. Pero la reflexión es que no todas las pérdidas son negativas: algunas enriquecen. La literatura puede mostrar eso. Por ejemplo, perder a alguien en el amor puede enriquecer. Perder un trabajo puede cambiar la vida para bien. Esa idea de la riqueza en la pérdida está en varios cuentos.
Hablemos también del amor, que usted ya mencionaba al principio.
El amor y la muerte son los grandes temas universales de la literatura. El amor aparece en distintas formas en mis cuentos. Por ejemplo, en Barcelona hay una relación imposible, que fue posible solo un instante. Lo hermoso fue justamente lo imposible. En La prisa del cangrejo aparece el primer amor: único, imposible, final. Ese primer amor que desborda, paraliza, nos vuelve frágiles pero también nos revela lo que podemos sentir. Eso me interesa mucho.
Hay dos cuentos que me llamaron la atención: El ladrón de olvidos y El reloj. Empecemos por el primero: hay un personaje que roba olvidos, como si coleccionara lo que la gente deja atrás.
Ese cuento nació de una reflexión sobre los olvidados. Alguien desaparece, hay ruido, pero después no sabemos nada. Yo viajé muchos años vendiendo libros de la editorial Nuevos Vientos. Recorría el país en bus, pasaba por terminales. Ahí veía a la gente olvidar objetos, y estaban las oficinas de objetos perdidos. Me llamaban la atención.
Me preguntaba por la historia de esos objetos: una bufanda, un radio. Cuando se olvidan, pierden al dueño que les daba sentido. Es una metáfora de los seres humanos en ciertas circunstancias. En el cuento digo incluso que olvidar a un hijo es la peor forma del olvido. Me interesaba explorar eso literariamente.
Y en El reloj me llamó la atención la frase: el tiempo que se marca no será nunca nuestro tiempo. El experto le dice a la heredera: poner a galopar tan delicado mecanismo al ritmo actual es algo a lo cual se niega con razón el reloj de su abuelo. Me pareció una reflexión llamativa sobre cómo entendemos el tiempo.
Esa reflexión surgió porque el tiempo marca un estilo de vida. Hace 40 años la relación con todo —la comida, el trabajo, los viajes— tenía otro ritmo. Más atrás aún, en la Edad Media, la vida cotidiana era muy distinta: cuánto se dormía, cómo se viajaba, cómo se mercaba.
El tiempo define un tono. Leer un libro despacio o rápido lo cambia todo. En el amor también: la velocidad afecta el disfrute. Lo mismo pasa en la música: antes un tango o un bolero contaban una historia larga, casi una novela. Hoy son dos frases repetidas.
Yo viví la época de las cartas: escribir y esperar una respuesta podía tomar semanas. No es lo mismo que un correo electrónico. El tiempo influye en lo que se dice, en el tono, en lo que cabe en una conversación.
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