Septiembre siempre me recuerda a la vuelta al cole con el mismo ritual: mochilas nuevas, nervios del primer día y libros recién forrados. Pero con el paso de los años y la llegada de la tecnología, no todas las mochilas pesan lo mismo ni contienen lo mismo. Algunas siguen llenas de cuadernos, lápices y libros de papel. Otras, en cambio, llevan un ordenador portátil o una tableta que sustituye a esos libros por su versión digital.

¿Es esto bueno o malo? La respuesta no es tan sencilla. Hay estudios que señalan que el papel favorece la concentración y la comprensión lectora, porque impone un ritmo menos fragmentado. Al mismo tiempo, otros trabajos muestran que los recursos digitales enriquecen el aprendizaje si se usan de forma guiada, porque permiten acceso inmediato a contenidos interactivos, actualizados y personalizados.

En realidad, el debate no debería ser elegir entre papel o pantalla, sino cómo logramos que ambas opciones convivan y se complementen. Lo importante no es el soporte, sino el uso que hacemos de él. Un libro electrónico puede democratizar el acceso a la información, igual que un libro de papel sigue siendo valioso para entrenar la atención sin distracciones.

La realidad es clara: según la Encuesta sobre Equipamiento y Uso de Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC) en los Hogares que realiza el INE del año 2024, en relación con niños y niñas de entre 10 y 15 años: el 95,8% usaba ordenador, el 96 % navegaba por Internet y, el 69,6% usaba teléfono móvil.

Por eso, la pregunta no es si la tecnología debe estar en la escuela, o si debe o no prohibir dispositivos, su uso, etc. La pregunta debe ser cómo queremos integrarla. Moverse entre los extremos —prohibir los móviles en las aulas o repartir dispositivos sin orientación— ha demostrado no dar resultados. 

Prohibir los móviles en clase puede dar la sensación de control, pero es una ilusión. Esa prohibición se rompe nada más salir del colegio. Las mismas chicas y chicos que no pueden encender su móvil durante la jornada lo usan después sin límites ni orientación. Es como intentar frenar una ola con las manos: podemos detenerla un instante, pero seguirá avanzando. 

La clave está en el acompañamiento. La tecnología no se puede prohibir, pero sí se puede enseñar a usarla de forma consciente. Ese aprendizaje exige compromiso compartido:

El profesorado necesita formación, apoyo y confianza para integrar lo digital en sus clases con seguridad.
Las instituciones, tanto autonómicas como estatales, deben garantizar recursos estables y planes a largo plazo, sin depender de presupuestos puntuales ni del esfuerzo aislado de un centro.
Las familias cumplen un papel insustituible: no basta con limitar horarios, hay que conversar, acompañar y dar ejemplo.

Hablar de acompañamiento no significa restar importancia a los riesgos. El uso excesivo de pantallas, la exposición a contenidos inadecuados o la dependencia de redes sociales son problemas reales que preocupan mucho. Pero la solución no pasa por confiscar dispositivos o realizar prohibiciones, sino por educar en el criterio: enseñar a distinguir lo fiable de lo falso, a poner límites de tiempo y a comprender que detrás de cada pantalla hay personas con derechos y deberes.

Y hay un aspecto fundamental: la tecnología ayuda a conseguir la igualdad de oportunidades. Bien gestionada, permite que niñas y niños de entornos diferentes accedan a los mismos contenidos educativos, que adolescentes de pueblos pequeños aprendan lo mismo que quienes viven en grandes ciudades, que ninguna persona quede atrás por falta de recursos. Reducir la brecha digital no es solo una cuestión técnica: es una cuestión de justicia social.

En este sentido, no podemos olvidar que en España contamos ya con una Carta de Derechos Digitales que reconoce lo digital como un derecho de la ciudadanía. Por ello, garantizar el acceso, la alfabetización digital y la protección de la infancia en internet no son opcionales, sino compromisos ineludibles para construir una sociedad más justa, inclusiva y cibersegura.

Por eso, la “vuelta al cole” es también una vuelta a la reflexión: ¿queremos que nuestras hijas e hijos aprendan a convivir con la tecnología de forma equilibrada, responsable y creativa?, ¿que la utilicen para aprender, para expresarse y para crecer?, ¿que entiendan que lo digital forma parte de sus vidas, pero que no lo es todo? 

Nuestra respuesta tiene que ser sí: invertir en educación digital es una necesidad urgente si queremos una sociedad preparada para el presente y para el futuro. Porque la mochila del siglo XXI no se llena solo de cuadernos y libros, sino también de dispositivos y pantallas, y no podemos dormirnos, ya que lo que hagamos hoy marcará el mundo en el que vivirán mañana.

***Rosa Díaz, Head of Public Sector en S2Grupo.