Las formas vegetales -como imágenes poéticas y como materia viva- han sido emblema de la memoria: los libros, al igual que los árboles, conservan en sus capas las huellas del tiempo, aunque lo hacen mediante palabras. En esa continuidad simbólica entre árbol y libro se inscribe Memoria de la madera, la nueva novela de Juan Pablo Bertazza.
Memoria de la madera retoma y reactualiza esas capas de sentido para narrar desde la República Checa, pero con una sensibilidad argentina, la historia de tres generaciones unidas por un mismo árbol. Si “La balada del álamo carolina” de Haroldo Conti (epígrafe que abre el libro) fue un canto a la dignidad de los árboles condenados por la modernidad, Bertazza convierte al árbol en una conciencia milenaria, en un narrador que no solo recuerda, sino que observa, predice, interpreta, ama y odia.
El joven Jakub decide salvar un árbol plantado por su abuelo, amenazado por una orden de tala. Ese acto reactiva una memoria familiar atravesada por duelos y traumas. El abuelo, convertido en figura mítica, representa una herencia ética que el padre no supo o no quiso encarnar. La novela propone entonces una reflexión sobre la transmisión generacional, pero desde una concepción no lineal del tiempo. Bertazza la describe como una experiencia en la que “pasado, presente y futuro ya parecen estar definidos de antemano”, aunque el ser humano siga percibiendo el futuro como abierto.
El libro también puede leerse como una maduración en la trayectoria literaria de Bertazza, poeta, narrador y periodista radicado en Praga desde 2019. Tras varios poemarios y el ensayo La furtiva dinamita, debutó como novelista con Síndrome Praga-, donde ya aparecían el desarraigo y el conflicto con la lengua. En esa primera incursión narrativa, Bertazza construyó una mirada sobre la extranjería a través de un argentino desorientado que, mientras trabaja como guía turístico en una ciudad aún desconocida para él, comienza a inventar leyendas. Beatriz Sarlo destacó en su momento el modo en que el autor manejaba la voz, el humor y la experiencia de lo extraño como una forma de conocimiento: “Solo un argentino puede imaginar un argumento donde un argentino que no conoce Praga sea guía de Praga, eso es algo totalmente argentino”.
En Alto en el cielo (2021), retomó esas inquietudes a través del mito del Golem. Memoria de la madera, escrita en el mismo territorio, pero con raíces aún más hondas, parece marcar un punto de inflexión: allí convergen lengua, herencia, cuerpo, escritura y recuerdo.
En Memoria de la madera, como ya sucedía en Alto en el cielo, aparece con fuerza el cruce entre la cultura argentina y la checa. ¿Qué te interesa narrar desde ese espacio que, para muchos lectores argentinos, puede parecer algo entre lo periférico y lo exótico?
-Llevo ya seis años viviendo en una de las ciudades sobre las que más se ha escrito en el mundo, tal vez solo superada por París, Nueva York, Venecia y no muchas más. Incluso Albert Camus escribió una novela que transcurre en parte en Praga, no muy conocida porque se publicó de forma póstuma, que se llama La muerte feliz y es una especie de antecesora de El extranjero. Los más recientes miembros de ese club son el gran Pierre Lemaitre y Dan Brown: una de cal y una de arena. En lo personal, Praga me parece una ciudad increíblemente hermosa, pero eso es, por supuesto, subjetivo; también conozco gente que vino unos días y no le pareció gran cosa. Pero más allá de la belleza, lo que más me gusta es lo que Ivan Klíma llamaría “el espíritu de Praga”: el hecho de que se trate de una ciudad tan compacta, que respira historia y literatura en cada rincón, y donde siempre parece quedar algo más por descubrir. Por eso, era casi inevitable que la atmósfera y la cultura del lugar donde vivo se fueran impregnando en lo que escribo y en los temas que elijo.
¿Sentís que Memoria de la madera marca una toma de distancia más explícita respecto a la identidad cultural argentina en tu obra?
-Sí, aunque lo argentino siempre está porque es parte de lo que soy, Memoria de la madera es mi primer libro en el que la trama y los personajes son absolutamente checos. La relación con lo argentino pasa más por referencias gravitantes pero laterales, como el epígrafe de Haroldo Conti (que fue lo primero que tuve en claro del libro) y algunos guiños, incluida la noticia del caniche que cayó desde un balcón y que los personajes creen que ocurrió en “Río de Janeiro, Argentina”. Por otro lado, la idea del “puente cultural”, que suele mencionarse en estos casos, me parece un poco gastada y con una resonancia quizás muy diplomática. Pero es cierto que, al escribir estas historias, uno tiende a buscar las semejanzas dentro de las diferencias. Como el viaje gasolero que hacen Jakub y Lenka a Barcelona sin gastar nada en alojamiento, esas son situaciones universales, o incluso “argentinas”. Escribí esta novela en el verano de 2023, al mismo tiempo que hacía mi tesis doctoral, donde investigué la literatura argentina sobre Praga. En esa época, además, colaboraba en la radio en la que estoy trabajando ahora full time y daba clases de español en un colegio de Praga. La cuestión es que, en un momento, se me ocurrió que podía descansar de la tesis escribiendo la novela, y tuve la suerte de que ambas escrituras se llevaran muy bien: no se invadían, convivían bien, incluso se retroalimentaban. Pasaba seis horas pensando cómo Borges, Piglia, Laiseca, Abelardo Castillo, abordaban el universo checo y con qué motivos, y después descansaba otras cuatro horas entregándome, de forma mucho más intuitiva, a la trama de Memoria de la madera.
¿Cómo fue escribir una novela y una tesis al mismo tiempo?
-Tesis y novela fueron tan simultáneas que todavía me da un poco de pánico que, en medio del libro, se haya filtrado alguna cita académica. Es interesante que esa génesis de Memoria de la madera tuvo algo en común con Síndrome Praga: una cuenta regresiva constante, una pequeña lucha contra el paso de los días. Y creo que no se trata tanto de un conflicto con mi vejez (aunque tal vez también sea eso), sino de que los dos libros los escribí a contrarreloj: Síndrome Praga durante los dos meses de una residencia de escritura; Memoria de la madera, durante ese receso laboral de verano. De hecho, los dos libros transcurren en verano. La diferencia, claro, es que en este caso la novela compartía tiempo con la tesis.
¿Sentís que Memoria de la madera profundiza o, incluso, redobla la apuesta en esa exploración de la distancia cultural y lingüística que ya asomaba en Síndrome Praga y Alto en el cielo?
-Sí, y tiene que ver, otra vez, con el tiempo que llevo viviendo acá. Lo claramente checo en esta novela aparece en la frialdad de algunos vínculos y en el fuerte anclaje narrativo en torno a las leyendas. Eso que estaba insinuado en Síndrome Praga y en Alto en el cielo, acá va más a fondo, y tiene algo que me resulta muy atractivo: ese enriquecimiento constante de las historias de pueblos, reyes, iglesias, o lo que sea, donde se entretejen mito e historia. En una iglesia de Praga, por poner un ejemplo, puede verse una mano momificada en la pared que, supuestamente, era de un ladrón que intentaba robar en esa iglesia que está en el casco antiguo. En la novela eso se ve en el caso del Pastor Petrificado o en el del templo inacabado de Panensky Tynec, que es un lugar muy interesante. Esa mezcla entre lo legendario y lo histórico me parece bastante checo, o tal vez centroeuropeo. Pero eso también tiene un costado que, desde nuestra idiosincrasia, puede resultar casi inentendible. Como la marcada afición checa por mirar cuentos de hadas en Nochebuena y Navidad: historias bastante planas y aburridas de príncipes y princesas. En cuanto a la naturaleza también hay un contraste fuerte con nuestra cultura. Creo que los checos tienen una relación mucho más cercana, deportiva, aventurera y hasta natural con la naturaleza. Mientras que nosotros, siempre generalizando, tenemos quizás menos contacto cotidiano con bosques o reservas naturales, pero un vínculo más profundo, más intenso, incluso más espiritual. Creo que en la novela traté de hacer una síntesis, mezclando lo mejor de esos dos mundos, al menos desde un punto de vista literario.
LA SAVIA DEL TIEMPO
Memoria de la madera funciona también como una meditación sobre el tiempo, sus capas, sus movimientos. Hay sueños, regresiones, visiones, grietas espacio-temporales. Jakub escucha una voz vegetal que le habla desde un tiempo que no es el suyo. El árbol, a su vez, entiende el presente de los hombres con mayor claridad que los humanos.
Uno de los aspectos más singulares de la novela -y que dialoga con esta construcción simbólica- es la forma en que se va construyendo la voz narrativa. Aunque por momentos pareciera que toda la novela está narrada por el árbol, el dispositivo alterna entre una tercera persona focalizada en Jakub y los pasajes en primera persona del propio árbol, que hacia el final ganan presencia y lucidez, como si el relato se inclinara gradualmente hacia esa conciencia vegetal. El eje emocional es la relación entre Jakub y su abuelo, construida a partir de la ternura, la complicidad y una sabiduría compartida.
La relación entre Jakub y su abuelo está construida con una delicadeza que combina ternura, ritual y complicidad. ¿Por qué elegiste ese vínculo como eje de la novela?
-“¿Acaso no se ha puesto de moda la figura de los abuelos?”, dice en el libro de relatos Las abuelas de Doris Lessing. Me di cuenta muy rápido de que ese era el vínculo que había que explorar, aunque también fue algo bastante intuitivo: en mi caso, no tuve una relación súper cercana con mis abuelos, aunque sí era muy buena. Además, siempre me resultaron figuras interesantes. Uno de ellos era muy fanático del Martín Fierro de Borges en colaboración con Margarita Guerrero (de hecho, me regaló un ejemplar) y, por algún motivo, de Mis montañas, de Joaquín V. González, que, dicho sea de paso, me puse a leer en un momento en el que estaba un poco estancado con la tesis y me ayudó mucho a pensar algunas ideas, sobre todo, en relación a la mirada argentina hacia los indígenas. Mi otro abuelo era taxidermista y viajaba mucho a la Antártida. Suele decirse que hay más semejanzas entre nietos y abuelos que con los propios padres, incluso en ideas y formas de ver la vida. No sé, pero hay algo aún más directo: tal como se dice en la novela es cierto que, por algún motivo, en la mayoría de las historias en las que se habla sobre árboles también se cuenta el vínculo entre un nieto y su abuelo.
Lo notable es que Bertazza introduce estos elementos sin caer en el realismo mágico ni en la fábula. Todo se sostiene en un tono contenido, íntimo, casi clínico. Los pasajes oníricos conviven con rutinas digitales, referencias a Los Simpson y Rick and Morty, canciones de The Kinks, escenas familiares cargadas de tensión y excursiones a Barcelona o a los menhires checos. Esa convivencia entre lo ancestral y la hiperconectividad define una de las señas de identidad del estilo del libro.
El paisaje checo se convierte en un espacio mítico y fundacional. Esto ocurre especialmente con la figura del Pastor Petrificado, el único menhir oficialmente reconocido del país. Introducido en una excursión escolar, y luego resignificado por el abuelo de Jakub en un gesto performativo que recupera la oralidad y el ritual, este menhir funciona como punto de condensación de la memoria atávica y el lazo generacional. En el epílogo, ese mismo sitio sagrado aparece desdibujado, rebautizado como “Pastor Desgraciado”, objeto de sarcasmo y olvido. Así se sugiere tensión entre memoria viva y memoria vaciada, entre piedra como archivo y piedra como ruina. Esta tracción refuerza una de las tesis del libro: la lucha por preservar lo esencial frente a la banalidad del presente.
Así, el lenguaje, como en sus libros anteriores, vuelve a ocupar un lugar central. Pero esta vez no aparece fragmentado en acentos, sino como un linaje que se transmite de generación en generación con orientaciones desviadas.
Tus novelas tienden puentes entre lenguas: el español, el checo, el inglés. En Memoria de la madera, la lengua se transmite entre generaciones y hasta aparece la aplicación Duolingo como práctica cotidiana.
-Sí, en las tres novelas aparece el tema del lenguaje y la existencia de distintos registros. En Síndrome Praga, por ejemplo, con las diferencias entre el español de los distintos guías de turismo, pero también el de quienes habían aprendido la lengua con sus respectivos matices, como era el caso del guía egipcio y de Katka, la protagonista checa. Y lo que más me interesa de todo eso es la idea del lenguaje como un gran malentendido que, a su vez, puede resultar revelador y decisivo a nivel de la propia trama. «La cantidad de vidas que uno tiene depende de la cantidad de idiomas que habla», es un refrán checho muy repetido, con una aparente universalidad:parece existir en muchos idiomas como intención o idea. Yo descubrí el significado de esa frase, sobre todo, al empezar a traducir, y de hecho algo que me impacta mucho de todo eso son los refranes.Las equivalencias entre los refranes en checo y en español dicen muchísimo sobre lo que esas culturas tienen de distinto, pero también en común.
En un momento del libro, el árbol describe a sus enemigos: los escarabajos tipógrafos, que dejan marcas bajo la corteza como si fueran líneas de texto. ¿Ese gesto de unir escritura, deterioro y materia viva funciona como una metáfora de la literatura?
-No lo había pensado así, pero son los pequeños y fascinantes descubrimientos que te permite la escritura. La plaga de escarabajos de la corteza fue realmente un tema muy serio que afectó a los bosques centroeuropeos y en particular a los checos hace algunos años. Y hay algo interesante, que también aparece en la novela: las distintas condiciones generadas por la pandemia, incluida la disminución de la intervención humana, agravaron considerablemente el problema. Le dicen “tipógrafos” porque dejan marcas bajo la corteza similares a tipos de imprenta, como si escribieran en la madera. Aun así, el narrador -que es del palo de los libros- ve esa característica como algo que podría matizar su odio hacia ellos, aunque aclara que ni siquiera eso logra apaciguarlo.
En un mundo acelerado, Memoria de la madera invita a leer despacio, a recordar con atención, a escuchar las voces de lo que todavía sigue vivo. Haroldo Conti con su literatura parece decir que el viento es una palabra del árbol. Y Memoria de la madera nos recuerda que también lo es el silencio.