Hace unos días, Putin y Xi Jinping expresaban su deseo de ser inmortales o, si no se puede, llegar al menos a los 150 años. Hasta ahora, la barrera biológica de una vida humana se ha fijado en los 120 años aproximadamente. De hecho, el récord histórico oficial de longevidad lo ostenta la francesa Jeanne Louise Calment, que vivió 122 años y 164 días. Lo curioso es que esta anciana siempre bebió vino —una copa al día— y fumó de los 21 a los 117 años —2 cigarros al día—.

A todos nos preocupa, más que lo numérico, lo cualitativo. Sobre todo, que nos acompañen las facultades mentales mucho tiempo. Jordi Olloquequi, doctor en biología e investigador del Alzheimer, ha publicado el libro ‘Antiaging para el cerebro’ donde expone algunas claves para tener «buena cabeza» hasta el final.

«Tus genes son el guion de la película de tu vida, pero el director eres tú: tú decides qué escenas se iluminan». Este es el mensaje más empoderador del libro y se basa en la epigenética. Aunque nacemos con un ADN fijo (el guion), nuestro estilo de vida (dieta, ejercicio, estrés, aprendizaje) actúa como el director de la película. Estas acciones añaden ‘marcas’ químicas a nuestros genes que no cambian el guion, pero deciden qué genes se encienden y cuáles se apagan. Esto significa que, aunque tengamos una predisposición genética a algo, podemos influir enormemente en si esa predisposición se manifiesta o no, dándonos un poder real sobre nuestro proceso de envejecimiento.

«La inflamación crónica es un ‘incendio’ a fuego lento que daña al cerebro». Este titular se centra en el concepto de inflammaging, o la inflamación crónica de bajo grado asociada al envejecimiento. A diferencia de la inflamación aguda de una herida, este es un estado de alerta inmunitario persistente y silencioso que se instaura con los años. Este ‘incendio’ a fuego lento es extremadamente dañino para el cerebro, ya que promueve el estrés oxidativo, acelera la senescencia celular y contribuye directamente a la muerte neuronal y al desarrollo de patologías como el alzhéimer. Controlar esta inflamación es una de las claves del antiaging cerebral.

Cuatro maneras de combatir el ‘inflammaging’

1) La comida ultraprocesada es como un terrorista para el cerebro. La «dieta occidental», rica en azúcares refinados, grasas saturadas y aditivos, es profundamente proinflamatoria. Este tipo de alimentación promueve la inflamación crónica de bajo grado en todo el cuerpo, un fenómeno que has denominado inflammaging. Esta inflamación sistémica atraviesa la barrera hematoencefálica y activa las células inmunes del cerebro (microglía), generando neuroinflamación. Este estado inflamatorio persistente daña las neuronas, deteriora las sinapsis y se ha relacionado directamente con la atrofia cerebral y un mayor riesgo de alzhéimer.

2) Dormir poco o mal produce la acumulación de moléculas tóxicas en el cerebro. Se debe al sistema glinfático, el mecanismo de limpieza del cerebro. Este sistema es hasta un 60% más activo durante el sueño profundo. Funciona como un sistema de tuberías que bombea líquido cefalorraquídeo a través del tejido cerebral, arrastrando y eliminando residuos metabólicos y proteínas potencialmente tóxicas, como el amiloide beta. Interrumpir el sueño o dormir mal boicotea este proceso de «limpieza», permitiendo que esa «basura» se acumule, lo que aumenta el riesgo de enfermedades neurodegenerativas.

3) No dejar de jugar mantiene al cerebro joven. Jugar no es solo para niños; es una forma sofisticada de entrenamiento cognitivo. Actividades lúdicas que suponen un desafío mental, desde los crucigramas de toda la vida hasta videojuegos de estrategia o plataformas, estimulan la neuroplasticidad. Obligan al cerebro a resolver problemas, a orientarse en entornos complejos y a tomar decisiones rápidas, fortaleciendo las redes neuronales. Se ha demostrado que estas actividades pueden mejorar la memoria, la atención y la velocidad de procesamiento, e incluso aumentar el volumen de materia gris en áreas clave como el hipocampo.

4) La soledad puede ser tan tóxica para tu cerebro como fumar. Estudios a gran escala demuestran que el aislamiento social y la soledad crónica aumentan el riesgo de mortalidad en un porcentaje comparable al de factores de riesgo conocidos como el tabaquismo o la obesidad. A nivel cerebral, la soledad persistente se asocia con mayores niveles de inflamación, atrofia en regiones clave como el hipocampo y un riesgo significativamente mayor de desarrollar deterioro cognitivo y demencia