Katherine, compañera de Langdon en El símbolo perdido (2009), ahora ascendida a interés amoroso de pleno derecho, ha creado un manuscrito que promete sacudir nuestras suposiciones fundamentales sobre la conciencia, la muerte y la propia realidad. Según ella, nuestros cerebros no son entidades cognitivas autónomas, sino portales hacia una mente universal. Basada en la neuroquímica, su teoría aborda experiencias extracorpóreas, la vida después de la muerte, la precognición, las personalidades múltiples, la parapsicología y todo tipo de fenómenos relacionados que un escéptico podría tachar como charlatanería.

Langdon, que se encuentra en Praga como acompañante de Katherine en una conferencia sobre su gran teoría (se alojan en una suite del Four Seasons), ha superado su escepticismo. No es el único. El libro que Katherine está a punto de publicar se encuentra en el centro de un torbellino conspirativo en el que están implicados un científico rival, un cerebro criminal y sus matones, funcionarios gubernamentales tramposos, un policía deshonesto de Praga y un gólem.

O, más precisamente, el Golěm, como se transcribe correctamente el nombre del personaje. El cuidado puesto en conservar ese signo diacrítico es en sí mismo un homenaje a los antiguos valores de la impresión.

El Golěm es un recurso habitual de Brown: un vengador dañado y casi monstruoso, a la vez lastimoso y feroz, un comodín irracional en una historia dominada por la fría lógica de científicos y burócratas. Además, el Golěm ancla la narrativa a la extraña historia de la Europa premoderna, que para Brown ha sido desde siempre una fuente fértil (y rentable) de misterio y significado.

Esta vez, desafortunadamente, se hace menos hincapié en las tinieblas del pasado —masones o templarios, Da Vinci o Dante, paganos o papas— y más en un futuro difuso de conciencia universal despierta. La investigación de Katherine sobre la naturaleza de la mente es tan trascendental que hay personas poderosas decididas a destruir cada copia física y digital de su manuscrito. Pero cuanto más aprendemos sobre el contenido de su libro, más parece todo una exageración. Y a medida que la novela de Brown avanza hacia su elaborado clímax, sus efusiones (y las de Langdon) sobre el progreso neurotecnológico que nos espera suenan sorprendentemente desconectadas del angustioso y apocalíptico presente.