La tarde empezó a gafarse el día anterior, cuando al anochecer se conoció que Morante de la Puebla no toreaba en Valladolid. Adiós llenazo, adiós expectaciones máximas, adiós día glorioso para la ciudad, especialmente para hoteleros y hosteleros; porque quien más quien menos auguraba un aluvión de devoluciones en las taquillas, reventas incluidos. Pero, no. Ya desde mañanita se veía poco trajín devolutorio, así que la empresa Tauroemoción no tuvo más remedio que volver a colocar el cartel de No Hay Billetes. Tal cual.
En efecto, la Plaza se fue llenando hasta los topes, al punto de que hubo de retrasarse el paseíllo para que el personal pudiera acomodarse en los tendidos. Eso no empece que la gente se acordase del gran ausente, porque el morantismo tiene cuerda para rato.
Pero, ya digo, algún gafe debía andar suelto por las inmediaciones del coso del paseo de Zorrilla, porque tras la lidia del primer toro por Emilio de Justo, sustituto de Morante, se pudo apreciar que los toros de Garcigrande tenían doble uso. Como lo leen. Y si no que se lo pregunten a Emilio, que hubo de estudiar concienzudamente a un toro adolorido que doblaba las manos con frecuencia y se hacía el longuis cuando amagaba con meter la cara en el capote y enseguida hacía un regate al torero, en busca de la banda… de la taleguilla, pero en plan Vinicius. Un toro desconcertante, al que acabó metiendo en la muleta el de Torrejoncillo, porque también el toro acabó metiendo la cabeza en el trapo con nobleza y recorrido, de tal forma que si no lo pincha De Justo le corta la oreja. ¿Quién entiende a los toros de lidia? Será una rareza puntual, pensamos, pero, ¡quiá!
Salió el segundo de la tarde, un colorado de Garcigrande fuerte y enterizo, además de bien encornado y… ¡más de lo mismo! Se paraba ante la panza del capote de Roca Rey, husmeaba la tela y flirteaba con el torero con una especie de juego diabólico de las cuatro esquinas, hasta que, en un revoltijo inesperado, echó mano al torero, y se cebó con él en el suelo, con el peruano hecho un ovillo en las cercanías del estribo de la barrera. Se olió la tragedia, pero, por fortuna, Roca Rey se incorporó, palpándose su costillar derecho, con claros síntomas de asfixia. ¡Vaya prenda de toro!, se oyó decir; pero, nastris. De nuevo uno de Garcigrande se puso a embestir por derecho y Andrés se hartó de traerlo empapado en su muleta durante una faena intensa y por momentos brillante que llevaba camino de premio gordo. Lástima de pinchazo, que redujo en premio a una oreja. Se fue Andrés Roca Rey a la enfermería por su pie, tieso como un húsar, proclamando su superlativa capacidad para superar contingencias negativas y para mantenerse intocable en su prestigio y cotización. Este peruano, digan lo que quieran, marca la diferencia con el resto del escalafón.
A partir de ahí, con Roca en la enfermaría la corrida tomó otro rumbo. Y otro contraste; porque eso es lo que representa el jovencísimo Marco Pérez: un contraste. Su insultante pubertad, de adolescente precoz, contrasta con la de los colegas que tiene a su lado en los patios de cuadrillas y en el ruedo frente al toro. Este Marco marca ya la pauta que debe utilizar para no verse apabullado por la solera de los consagrados. Y lo consigue, porque es un compendio de audacia, astucia, alegría y desparpajo, que se pasa a los toros talludos por el fajín como quien lava. Al igual que sus compañeros hubo de resolver los problemas de dualidad de carácter que ofrecieron ayer los toros de Garcigrande; pero vaya si lo resolvió. Levantó clamores en los tendidos, dando la impresión de que un recluta les podía dar un baño a dos toreros de alto rango; pero pinchó antes de la estocada mortal y el premio quedó en oreja, aunque le pidieron las dos. Justo premio.
Llegados a este punto, la tarde se fue amuermando de forma paulatina. Se puso fría, sin saber por qué. Y de esa friura la primera víctima fue Emilio de Justo, a quien no le echaron cuentas durante su meritoria actuación ante un toro amorfo, de nobleza pajuna, sin dejar de ser artera. Dichosos toros de Garcigrande, que regatean con la mirada a todo bicho viviente que se mueve por el ruedo, y eso desconcierta una barbaridad, sobre todo a los miembros de las cuadrillas, que las pasaron moradas para colocar banderillas. Todos, menos Rafael González, que estuvo colosal toda la tarde, con la capa y los palos. Su jefe de fila, Marco Pérez, debió quedar prendado de la forma de torear con torería que tiene este subalterno. Tampoco Marco tuvo fortuna en el quinto toro (lo lidió al estar Roca Rey en la enfermería), que dejó media vaina del cuerno en la muy mullida arena del ruedo vallisoletano. Toda la faena transcurrió con un fondo de bronca soberana, porque el público consideraba que debía ser devuelto a los corrales, ya mediada la faena. Siento decirlo, pero mis paisanos taurinos están in albis en reglamentación taurina. El presidente, cumplió con su deber y el animal se fue al limbo de los toros amorfos sin pena ni gloria.
No hizo más que arrastrarse al garcigrande que se desgració en el ruedo, cuando la bronca adquirió caracteres de épica… o de época, mientras arrastraban al pobre animal y Marco hipaba en el callejón. ¡Qué alboroto! A todo esto, aparece Roca Rey en la boca del callejón que conduce a la enfermaría y se queda estupefacto con la gritería descomunal. ¡Fuera!, ¡fuera! ¡fuera!, gritaba la plebe. «¿Sera a mí?», debió pensar el torero; pero parece ser que iba dirigida al presidente, que impertérrito seguía en el palco, más tranquilo que siempre y más desconcertado que nunca. Después, gritaban ¡torero!, ¡torero!… y tampoco se aclaraban los matadores, ¿Era a Marco? ¿A Roca? Que locura de incongruencias. El toro, incierto y brusco, no le dio opciones al matador; así que cogimos el portante y nos fuimos cada mochuelo a su olivo. Aquí el firmante, se fue con un lío monumental en la mollera. No hay quien entienda al público taurino de mi tierra, ni a los toros amorfos de Garcigrande.