El ciclismo borró este sábado las fronteras entre Madrid y Segovia. La doble ración del Puerto de Navacerrada, dos vertientes a cada cual más … dura, decidió la Vuelta a España y congregó en unos pocos kilómetros a aficionados de todo el mundo, en un ambiente entre la celebración deportiva y la reivindicación palestina. Una etapa, la penúltima, que entró en la provincia tras coronar el Puerto del León para llegar a las siete revueltas, previo paso por Ortigosa del Monte, Revenga y La Granja de San Ildefonso –escenario de protestas contra el genocidio israelí– como primer plato del menú. Esa marea aprovechó el entremés, la pausa de la bajada por Madrid y la vuelta al pantano para ir a toda velocidad desde la carretera segoviana hasta la Bola del Mundo, con sus 2.250 metros de altitud sobre el nivel del mar. Tanta prisa tenían transeúntes y ciclistas que tomaron el asfalto antes del furgón de cola, el del sprinter Jasper Philipsen, parapetado por su equipo. Un transbordo de pura pasión

Lo resumió Domingo Rodríguez, ciclista de un club de Jaén con escuela en Seseña. «Aquí no hay fronteras». Una afición con la que asaltan la cincuentena. «Nos lo hemos metido en la sangre, otros se ponen a fumar y a beber a los 14. Si la vida me lo permitiese, estaría todos los días encima de la bici». La vida se lo permite a Paul Van Teakamp, un británico de 60 años que lleva una década siguiendo la vuelta con su caravana y su mujer desde el primer día al último. Llegaron el viernes y bajaron con la bici a La Granja. «Sin La Vuelta jamás hubiéramos conocido ese palacio maravilloso». Aprovecharon para tomarse algo y comer en su aventura, como llevan haciendo todo el mes. «Hay que elegir bien el sitio, siempre buscamos las subidas. Y luego nos movemos con la bici o andando». Evitará el desenlace de hoy en Madrid: «No querría verme envuelto en las protestas».


Alberto Silva, con su bandera palestina.

Alberto Silva, con su bandera palestina.

Antonio Tanarro

A Alberto Silva, un bilbaíno de 48 años, le gustaría que no fuera necesario hacerse una foto tumbado en el asfalto del Angliru como un cadáver junto a la pintada de ‘Free Palestine’. Sentado en su recién comprada caravana, pide atención. ¿Por qué? «Porque somos buena gente». Una bandera palestina acompaña a la vasca y a la colombiana. La primera etapa cortada, en Bilbao, le pilló en Pike Bidea, su subida de casa. «Me duele que corten la carretera, pero creo que tenemos que plantarnos todos». Una causa que pone por delante de su pasión ciclista. Y hablamos de alguien que ha subido al Tourmalet, Mont Ventoux o Alpe D’Huez. «Es un deporte fácil para hacerlo, el ciclista está muy disponible. Es una pena que no se haga en todos lados, soy el primero que está con el corazón dividido». Su tablet sirvió para ver esa preciosa subida revoltosa entre pinares frondosos. Cuando pasaron los ciclistas, su grupeta echó las bicis dentro y se marchó a patear el pequeño trecho hasta Bola.

Al lado, uno de los grupos más numerosos de portugueses. Su justito español les dio para encontrar la palabra que definía su escena: «Borrachera». Seguros aún de que Joao Almeida remontaría los 40 segundos que perdía con Jonas Vingegaard, cualquiera rechazaba su cerveza de bienvenida. Unos metros más arriba, tres uruguayos descansaba en el asfalto de una travesía de siete días desde su país. Las proximidades a la cima eran un paseíllo que coreaba todo, como cuando el coche que lideraba a la caravana caló. Se repartió algún regalo como camisetas con los lunares azules del maillot de la montaña; pocos afortunados por muchas plegarias en vano, incluso a la Guardia Civil. «Danos algo, una denuncia, lo que sea».

Banderas palestinas reciben al pelotón en La Granja.

Banderas palestinas reciben al pelotón en La Granja.

Antonio de Torre

Por allí pasaron fugados dos de los ciclistas más queridos del pelotón internacional. Egan Bernal, el colombiano que siniestró su leyenda de ganador del Tour ante un camión y que emociona como nadie a sus compatriotas. Y Mikel Landa, el romanticismo del perdedor del pueblo, que le apoya como el ganador imposible. A su lado, una pancarta lo resumía: «Landismo o barbarie». Su fuga no llegó a buen puerto, pero sí hubo barbarie. La de la organización de La Vuelta, que siempre depara sorpresas, desde adelantar las horas de corte –estaba prevista a las 14:00 a pie de puerto, pero se adelantó más de media hora– a los dobles protocolos para aparcar en el cotizado parking, un filtro insuperable que ayudó a llenar los arcenes que coches que arriesgaban sus bajos. Un periplo con rótulos permanentes contra Israel y hasta una señal tuneada con los colores palestinos. Y ciclistas por doquier de todas las condiciones físicas. La mayoría, en modo excursionista –bocatas que desbordaban el maillot–, aunque había quien se apretaba como un pro.

Cada uno resolvió su transbordo como pudo. Los que fueron a pata tuvieron más facilidad para descubrir un lugar digno en la curva de las curvas, la del inicio al infierno de Bola, con rampas de hasta el 20% en un cemento rugoso que eleva la factura. Más difícil lo tuvieron los que subieron con su bici y no podían dejarla en cualquier lado. Sin fronteras, pero con muchas vallas.