El arte de Paolo Veronés es un arte deíctico, un arte de señales. En sus mejores cuadros, los lienzos monumentales de la parte central de su carrera, un dedo traza una línea invisible que cruza la escena y desemboca en el comitente, como ocurre en La disputa con los doctores en el templo. O un ciudadano señala a un loro cuya cola apunta al rostro de Jesús, en La cena en casa de Simón. Es un arte que guía la mirada. Lo hace a través de las manos (un virtuosismo máximo en la compostura le permite concentrar todo tipo de ademanes en la extremidad más humana) y a través de los ojos. Los cuadros del Veronés están llenos de miradas, un cruce que se da entre los participantes del cuadro o entre los mirones que acechan a dichos participantes o al mismo espectador desde las balconadas, como sucede en los trampantojos de Villa Barbaro (el mundo dibujado recibe al mundo vivo), así como en sus cenas sagradas, las menos religiosas y las más mundanas de la historia.

«Perros, monos, cristalería, cubertería de oro, capas de armiño, criados llegados de tierras exóticas… Nada queda vacío»

Sus cuadros, a pesar del estudiado equilibro arquitectónico, son un enjambre de rostros apuntando en diferentes direcciones y obligando a una lectura coral del cuadro que subraya una riqueza visible del mundo. Cada espacio del lienzo es apurado en sus posibilidades deícticas. Su conocida exuberancia cromática (arte de iridiscencia que cautivó siempre a las cortes del mundo) se corresponde con una ocupación máxima del espacio, que le causó algunos problemas, por desafiar las reglas del decoro. El temperamento festivo de los temas se traslada al plano de la mirada: si queda espacio, alguien o algo es invitado a pasar para llenarlo, sea un joven que se asoma por el hueco que deja el doble de una pierna, sea una mano que se acomoda por detrás de la espalda, para cubrir una esquina. Perros, monos, cristalería, cubertería de oro, capas de armiño, criados llegados de tierras exóticas… Nada queda vacío.

«En el Veronés es un deseo de aprovechar la conquista tridimensional del cuadro»

Pero no es un orden de tensión dinámica como el de las obras de Tintoretto (donde algo está ocurriendo siempre en cada fragmento) ni la exuberancia pagana, natural, que aflorará como un surtidor de vida en las de Rubens. En el Veronés es un deseo de aprovechar la conquista tridimensional del cuadro, un arte donde los rostros aparecen entre las piedras para mostrar la amplitud espacial de una columnata y la gracia de su representación. La particular mezcla de teatro y arquitectura se resuelve en él mediante un nuevo gesto deíctico: una composición con punto de vista bajo que hace crecer el primer término, dotándolo de dignidad monumental y subrayándolo, mientras el telón de fondo se construye como una ciudad ideal, imaginaria. El movimiento se sacrifica en beneficio de la majestuosidad. Y una vez construida y señalada ésta, el espacio escénico se puebla de una sinfonía galante de miradas y de colores, propia del carnaval veneciano. No hay misterio en las obras del Veronés, todo es materia presente (y cierta comicidad inherente a ella). El misterio que pudo ver en los cuadros de Tiziano aquí es sustituido por los primores de la mirada, que encuentra tanto en el interior del lienzo como en el mirador de las salas de exposición lo que le indican las manos.

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Nota con motivo de la exposición dedicada en 2025 a la obra de Paolo Veronés en el Museo del Prado

5/5

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