El pasado viernes, durante su concierto en el Movistar Arena de Madrid, Enrique Bunbury me remitió a Jorge Luis Borges. No es que interpretara «Deseos de usar y tirar», que incluye un eco del hombre que nunca fue aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Fue por un gesto sutil, quizá imperceptible, pero terrible y maravillosamente explícito. Finiquitado el primer tercio del show, el cantante se arrancaba con «Para llegar hasta aquí«, la pieza inicial de su último álbum, Cuentas pendientes. El público, entregadísimo y febril, acompañaba con el mismo poderío exhibido en clásicos como «El extranjero» o «Infinito». Consciente de cuánto había calado en el personal su reciente canción, en la desembocadura del estribillo, al bardo zaragozano se le incendió la mirada y sonrió con la felicidad sin contaminar de un crío. Ya digo, inevitablemente, me acordé de un cuento magnífico del escritor porteño, la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», en el que escribe: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es«.
Del autor
Si no eso mismo, Bunbury vivió algo parecido la otra noche, en ese mismo instante. Yo no sé si, como dicen los modernos, el artista está en su prime –ha tenido tantos…–, pero, al menos, ha conquistado un nuevo ochomil: viene de publicar un disco excelente, está a punto de dar a luz Los suaves deslices de la lluvia, un poemario prologado por Luis Alberto de Cuenca en la editorial Cántico, y con su Huracán Ambulante Tour está triunfando como Los Chichos, coleccionando sold outs en el Viejo y en el Nuevo Mundo, sumiendo al respetable en un éxtasis cabaretero y circense, rockero e hispano, y demostrando, y de qué manera, que es el puto amo sobre el escenario.
Junto al que hizo en el Teatro Barceló en 2016, el de este viernes 13 ha sido mi concierto favorito de Bunbury, y miren que he ido a unos cuantos –sólo en 2014, fui de polizón en la gira del Palosanto–. Igual dura la calentura y, por eso mismo, bendita sea: por repertorio, integrado por joyas como «El club de los imposibles», «El rescate», la Opción Cheche Alara de «Parecemos tontos» o una versión impresionante de «El jinete», de José Alfredo Jiménez; por banda: el Huracán Ambulante –en cuyas filas militan el bajista Del Morán, el teclista Copi Corellano, el batería Ramón Gacías, la violinista y corista Ana Belén Estaje, el percusionista Luis Miguel Romero, el trompetista y guitarrista Javier García-Vega y, en la guitarra eléctrica, Jordi Mena, sustituyendo a Rafa Domínguez–, a quien no había escuchado en directo previamente, sonó compacta e imbatible; y, por supuesto, por el propio Enrique: uno acude a sus recitales no sólo a disfrutar de un ídolo, sino del talento salvaje de un amigo; a verle transformarse en algo superior a él mismo, como explicaba Nick Cave en 20.000 días en la Tierra, sabedor de que la canción emerge del mundo espiritual con un mensaje verdadero, habiendo encontrado la manera «de tentar al monstruo para que salga a la superficie». En torno a 15.000 paisanos fuimos testigos de esa aparición, embrujados por un ser mayúsculo, contagioso, atómico. «Fugitivo de cuerpo presente, / desde aquí hasta la eternidad». Bienaventurados los que tengan entradas para los conciertos de Barcelona, Zaragoza y Buenos Aires.
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