La pompa, el boato, las fanfarrias que rodean cualquier ceremonia de la corona británica, es un invento moderno de márquetin para entretener al pueblo y forjar un vínculo con él. Ese fue el propósito a principios del siglo pasado en la corte de Eduardo VII, el heredero juerguista de la reina Victoria, que esperó casi tanto como el actual rey para relevar a su madre. Una idea brillante de relaciones públicas: que el pueblo vea a los reyes rodeados de boato, pasear la institución, después de unos años en que la monarca viuda, Victoria, estuvo de luto y desaparecida de actos públicos. La idea de que esos fastos con toda esa parafernalia de rito, uniformes y músicas son tan antiguos como la propia monarquía, que se remonta a más de mil años, es uno de los éxitos del invento. Igual que la idea de que esas ceremonias se han ejecutado siempre con precisión.

Una versión sofisticada del pan y circo. El Gobierno, que gobierne; y el rey y su familia, que salgan de palacio, se hagan de carne y hueso, y ofrezcan un espectáculo que encandile al pueblo llano. Darle lustre a la institución, que deslumbre. La operación de relaciones públicas fue tan exitosa que, desde hace años, desde el advenimiento de la televisión, la fórmula funciona a escala global, véanse, si no, las audiencias planetarias de una boda real o un funeral real británicos. La pompa real británica es un obús de diplomacia blanda.

La diplomacia del ego

No conozco país más fascinado con ese boato que los Estados Unidos. A la psiquiatría dejo el cómo es compatible ese embeleso con el orgullo republicano de haber echado al rey inglés con la guerra de independencia a finales del siglo XVIII. ¡La adoración que tienen a Diana de Gales! En vida y muerta. En el imaginario estadounidense mayoritario, ellos son el país de la libertad, el mejor país de la Tierra, con derecho a imponer sus valores, pero el poso histórico, la cultura y la sofisticación están en Europa, una Europa que, grosso modo, desprecian tanto como envidian. En esa idea de Europa, la belleza y la elegancia las encarna Francia, y la solemnidad y el pedigrí, el Reino Unido.

Todo presidente de los Estos Unidos queda boquiabierto cuando lo reciben en palacios europeos, imagino en su fuero interno la lucha entre el rechazo filosófico a las monarquías absolutas y la admiración por su legado suntuoso. Nunca olvidaré el Wow! de Bill Clinton cuando entró en una de las salas del Kremlin. Y no es para menos. Pero nada es comparable a la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca de Washington, esa residencia modesta comparada con cualquier palacio europeo, por republicano que sea el país.

Quienes han trabajado con Trump coinciden: lo guía su narcisismo. El único modo de lograr que preste atención es adularlo y que se sienta el centro de atención. Detesta que lo ignoren casi tanto como que lo critiquen. Que se lo pregunten, si no, al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, que sufrió la encerrona humillante por parte deTrump y su vicepresidente, JD Vance. Justo el día anterior, el 27 de febrero, había visitado el Despacho Oval el primer ministro británico, Keir Starmer, cuya personalidad, hasta donde se sabe, es lo opuesto a la de Trump. Starmer acudió bien informado y pertrechado con un arma de peloteo difícil de superar: una invitación de puño y letra del rey Carlos para una visita de Estado, el honor máximo, y no sólo eso, sino que sería la única vez que un presidente de los Estados Unidos tenía ese honor por segunda vez, porque el presidente Trump ya visitó el Reino Unido con la reina Isabell II. Boom y boom. Doble ración para su ego. Y con más empaque que el peloteo sonrojante del secretario general de la OTAN, Mark Rutte.

La visita virtual

En Palacio prepararon a la Guardia real, sacaron brillo a las carrozas, muy especialmente a la dorada que transportaría a los dos jefes de Estado, el rey anfitrión y el presidente invitado. Ah, los dorados, esos dorados con los que Trump ha decorado sus residencias particulares y ha reformado la decoración del austero Despacho Oval. Marcos de los cuadros dorados, apliques dorados en las paredes y sustitución de la histórica hiedra de la repisa de la chimenea por jarrones y otros objetos…dorados.

Donald Trump y su entorno hacen bueno el estereotipo del nuevo rico sin gusto ni clase, del estadounidense patán, sin esa elegancia natural que tienen los ricos y nobles de verdad, lo que en los EE.UU. llaman old money, dinero antiguo, y cuyo epítome precisamente son las clases altas, altísimas, británicas, inglesas sobre todo, que pueden descuidar el atuendo y consideran vulgar la ostentación de riqueza. Recuerden la estampa de Isabell II en Balmoral con su falda plisada, su rebeca, su pañuelo en la cabeza para no despeinarse con el viento y calzada para el fango. «La famosa extravagancia y libertinaje británicos son un privilegio de la clase alta, los de clase trabajadora nos cuidaremos mucho de ir desaliñados», me informó un amigo inglés que hasta la madurez no abandonó la chaqueta y corbata de rigor.

Todo listo en Windsor para pasear el ego de Trump, y aquí vino el esperpento, lo ridículo. Esa puesta en escena se creó y se mantiene par dar brillo a la monarquía y ofrecer un espectáculo que la conecte con la ciudadanía: un paseo por el Mall de Londres hasta llegar al palacio de Buckingham, como fue el caso de los reyes de España en 2017, o por los alrededores del castillo de Windsor, como fue el caso del presidente francés, Emmanuel Macron, hace dos meses. Una ocasión para que a quien le haga ilusión se acerque a las vallas de seguridad del recorrido, vitoree a la comitiva, haga fotos con el móvil y vuelva a casa celebrando que los ha visto. Y para que anfitriones e invitados saluden desde la carroza.

Pues no, en el caso de Trump no hubo a quien saludar. El partido se jugó en un estadio cerrado y sin espectadores. El estadounidense llegó en helicóptero a los jardines de Windsor, dentro de las murallas del castillo, lejos de la visión de cualquier ciudadano. Ahí le esperaban los reyes y el cortejo de carruajes para ir hasta el edificio principal. Dicho de otro modo, toda la parafernalia diseñada para deslumbrar al público se hizo sin público, no fue un paseo por las calles, sino «por casa», y los únicos testigos fueron los guardias reales movilizados, los cocheros y algún animal de la finca. Pocas veces un ego estuvo tan al desnudo. Todo ese cortejo real para ir de un punto de la finca a otro, como quien lleva un niño caprichoso a un tío vivo o a unos autos de choque, para que se haga la ilusión de que ha montado a caballo y conducido un coche.

Los dos días del presidente Trump en el Reino Unido han transcurrido entre muros, los del castillo real de Windsor y los de la residencia de fin de semana del primer ministro, Chequers. Ninguna persona corriente a la vista, ninguna visita a una institución cultural, a una ciudad o pueblo históricos, a una universidad, ni siquiera al Parlamento. Y entre esos dos puntos, desplazamiento en helicóptero. La situación llevó a que el acto cultural para entretener a la primera dama consistió en ver la casa de muñecas que hay dentro del castillo de Windsor. Nada de visitar una escuela, un hospital, una exposición. Todo lejos, de espaldas a la ciudadanía. No fuera a ser que una protesta entorpeciera el recorrido o molestara el ego del invitado. Según un sondeo demoscópico de YouGov/Sky, la mitad de los británicos estaban contra esta visita, solo un 30% consideraba que podía ser beneficiosa para el país.

El deber de rey constitucional y la apuesta de Starmer

«Esto [la visita] no ha salido de Charles» dijo, por si había dudas, un comentarista de la BBC el segundo día de la visita, cuando esperaban la salida del castillo del matrimonio Trump, que había pasado ahí el día anterior. El comentarista se compadeció del rey: «Tener que estar tantas horas con el presidente Trump y no decir nada que pueda molestar su susceptibilidad». El tono de la BBC fue a ratos de loar la capacidad de sacrificio del monarca (culto, ecologista y muy quisquilloso con las formas). Sacrificio para cumplir con su deber de representar al país y hacerlo según las directrices del Gobierno. Su madre también recibió a Trump y a otros mandatarios impopulares en el Reino Unido, pero con quienes el Gobierno consideró que había que halagar porque beneficiaba a los intereses del país.

Ese ha sido claramente el planteamiento de Keir Starmer con esta visita de Estado, ganarse a Trump para conseguir un trato de favor y poder presentarlo como triunfo a los británicos. Bien que lo necesitan, el país y él, que es un líder muy debilitado en apenas un año de ejercicio. Starmer es un primer ministro muy impopular, solo lo ve favorablemente un 27%, según YouGov, varios miembros de su partido, el Laborista, piden ya abiertamente su sustitución.

Para defender esta estrategia de adulación, el primer ministro británico presentó en dos actos públicos los réditos: un acuerdo comercial con los EE.UU, unos aranceles inferiores a los aplicados por la Administración Trump a la Unión Europea y a otros socios, y un acuerdo para invertir en tecnología.

Hay que preguntarse si la visita de Estado del Trump al Reino Unido ha sido una humillación o un ejemplo de pragmatismo. Ese pragmatismo británico que tan pronto le pide a la reina un cameo con James Bond para la apertura de los Juegos Olímpicos (2012), como le saca media docena de carrozas a Trump para pasearlo por el jardín.

El rey Carlos y el emperador Donald

Frente al rey constitucional disciplinado con los encargos del Gobierno tenemos, paradoja de paradojas, que en las excolonias que se independizaron del Imperio británico y redactaron una Constitución guiados por el objetivo prioritario de evitar que pudiera reproducirse algo parecido a una monarquía absoluta, hoy cunde el temor a que el presidente se convierta en ese rey que los padres fundadores repudiaron.

El punto de inflexión fue la sentencia del Tribunal Supremo del 1 de julio del año pasado, según la cual el presidente tiene inmunidad en todos sus «actos oficiales». Una sentencia del máximo tribunal que tiene una amplia mayoría conservadora, seis jueces a tres, y a tres de los conservadores los designó Trump en su primera presidencia. «No queremos un rey» es uno de los lemas más comunes entre la oposición, ante lo que consideran una deriva autocrática de Trump y su partido, una sucesión de atropellos a la separación de poderes, base de la democracia.

Rey, emperador o presidente, algo ha dejado claro Donald Trump: que cuando va desnudo, exige que le alaben el atuendo que no lleva.