La vieja relación entre el contenido y el continente en el arte contemporáneo —lo del plátano pegado con cinta adhesiva de Maurizio Cattelan— es tan magnética que, a veces, produce situaciones extrañas. Desde hace unas semanas, cuando comenzaron los trabajos de mudanza en el Centro Pompidou, los servicios de limpieza viven tensionados por la posibilidad de confundir una obra de arte con algún cachivache olvidado en las galerías. El blanco inmaculado de las salas y las leyendas explicativas, tan poéticas como imprecisas, les otorgan un irresistible poder intelectual. Desing Pop, reza el cartel de la sala donde ya solo queda un extintor rojo después de trasladar el resto de piezas sin que uno sepa ya qué pensar. Y ocurre así en todo el revolucionario edificio, porque desde hace meses, las 140.000 obras que conforman una de las colecciones más importantes de arte moderno del mundo, los picasso, léger, dufy, modigliani, kandinsky o chagall han viajado a un lugar secreto en el norte de París para que el Pompidou, a punto de cumplir 50 años, cierre durante un lustro para renovarse.

“¡No cerramos! Nos metamorfoseamos!”, protesta Laurent Le Bon, presidente del Pompidou, en las oficinas parisinas del museo. “Estamos abiertos hasta el 22 de septiembre, fecha en la que cerrará la última gran exposición, de Wolfgang Tillmans. Y organizaremos una fiesta a partir del 22 de octubre en la que el edificio permanecerá abierto durante un par de días. Y además, la remodelación, la propia obra, será un acto cultural abierto. El IRCAM [el centro de experimentación musical fundado por Pierre Boulez] estará abierto, el atelier Brancusi…”, insiste.

Una de las galerías del Centro Pompidou, en plena mudanza.

La dirección del Pompidou ha hecho todo lo posible para que no se pierda ni un gramo de energía del museo, para transformarla en otros espacios. No habrá despidos, ni tampoco irá nadie al paro temporalmente, asegura Le Bon. La colección seguirá viéndose en otros espacios. Pero la reforma dejará a París sin su emblemático edificio durante cinco largos años e impactará de forma violenta sobre el ecosistema cultural del centro de la ciudad. Un drama para vecinos, turistas y apasionados de este pulmón cultural y social. Una máquina arquitectónica, colorida y transgresora, concebida a comienzos de los años setenta por Richard Rogers y Renzo Piano, entonces dos arquitectos treintañeros, alucinados por la contracultura naciente, que expresaron el propósito de crear un platillo volante que acabara de aterrizar en un solar parisino tan emblemático como el de Les Halles. El artefacto, que revolucionó también la manera de ver el arte a través de muestras como aquella Big Bang de 2005, tiene medio y siglo y necesita una remodelación para eliminar el amianto acumulado en sus muros, reducir su gasto energético, cambiar ascensores. Una renovación del viejo OVNI.

El cierre del centro se compensará con el proyecto constelación, que llevará las obra del Pompidou y sus muestras a otros museos de Francia y del mundo

La obra permitirá transformar el espacio interior gracias a la flexible concepción original de sus autores y costará algo más de 400 millones de euros. Es cierto que su colección, como insiste su presidente, seguirá exponiéndose en el Pompidou Francilien, un nuevo museo/depósito de 30.000 metros cuadrados que se está construyendo a 20 minutos de la capital (abrirá en otoño de 2026), y que las exposiciones se diseminarán en lo que Le Bon llama la “constelación”. También que el Grand Palais acoge ya muchas de esas muestras y que los centros que el Pompidou ha abierto por el mundo (Metz, Málaga, Shanghai) y los que inaugurará (Seúl o Bruselas) se beneficiarán de este impasse. Pero será imposible evitar la melancolía. También en los restauradores y comercios del barrio. “Es un drama para nosotros, claro”, lamenta Lucile, una de las camareras del bistró contiguo.

El presidente del Centro Pompidou, Laurent Le Bon, en las oficinas del centro en Paris.

El estudio francés Moreau Kusunoki Architects, la firma mexicana Frida Escobedo Studio y los ingenieros AIA Life Designers han ganado el concurso de remodelación de las seis plantas del museo de la calle Beaubourg. La obra, explica su presidente, podía haberse hecho con el museo funcionando en algunas partes, y hubo un cierto debate, pero no era lo más práctico ni seguro. Y, además, podía alargarse mucho más de lo previsto. El proceso coincidirá algún tiempo con la reforma del Louvre. Dos de los grandes museos de París con andamios. “Lo que coincide es que hay un gran grupo de edificios culturales que cierran debido a un ciclo cumplido, no por azar”, recalca Le Bon, en referencia a los grandes espacios abiertos y/o remodelados durante el mandato de François Mitterrand.

El Pompidou será ahora declarado monumento histórico de la ciudad. Nadie podrá tocar ni una coma en su fachada (aunque sería difícil saberlo). Pero, paradójicamente, sus autores lo habían concebido como un “antimonumento”. “¡Me caí de la silla cuando me lo dijeron!”, bromea al teléfono Renzo Piano, uno de sus autores, que hoy tiene 88 años. “Cuando concebimos este edificio al inicio de los años setenta con Richard [Rogers], siempre pensamos que debía ser una máquina urbana capaz de transformarse. El concepto de cultura es muy vago, muy flexible. Y aquel era un periodo muy creativo, generaciones jóvenes crecidas en el mayo del 68. Era la contracultura. Y concebimos aquel edificio así, para que se detuviera cada 25 años para reflexionar sobre su propio destino, para adaptarse. Y así ha sido”.

Un extintor rojo, en la sala dedicada al Pop Art en el centro Pompidou de Paris.

El museo clausuró un año en 2000 para eliminar algunas oficinas y dar más espacio a las muestras. Hoy hace falta más, por la reglamentación ambiental, y porque hay cosas que después de 50 años y un uso tan intenso (250 millones de visitantes) son necesarias. “Pero si quiere conocer mi opinión, hubiera preferido que en lugar de cinco años fueran dos o tres. Temo que la espera se haga un poco larga, incluida la mía, que vivo cerca y voy cada fin de semana”, lamenta Piano, que supervisará la remodelación, pero prefirió dejar paso a la generación que tiene hoy la misma edad que él y Rogers cuando ganaron el proyecto original.

La modernidad, a lomos del mayo del 68, iluminó la Francia que se abrió tras la última etapa de Charles De Gaulle como presidente. Su sucesor, Georges Pompidou —jefe de estado entre 1969 y 1974— fue el impulsor de este centro, pero también de otras iniciativas como la de mantener la vieja estación de Orsay para albergar el nuevo museo de los impresionistas. Frente a un De Gaulle sumergido en la cultura más académica e histórica, entregado a la Francia profunda, desde los Merovingios hasta Chateaubriand, Pompidou emergió como un hombre igualmente culto, pero rabiosamente contemporáneo. Las crónicas señalan que en 1962, nada más llegar al palacio de Matignon como primer ministro de De Gaulle, colgó en su despacho un gran cuadro abstracto, obra de Pierre Soulages.

Las galerías del Pompidou han quedad ya vacías después del traslado de sus obras.

Pompidou aterrizó luego en el Elíseo (1968), pero ya no se conformó con un cuadro. El nuevo presidente cambió la decoración de tres salones, amueblados y decorados por artistas y diseñadores vanguardistas, y decidió que desempeñaría personalmente un papel en la política cultural. Por eso, entre otras cosas, puso en marcha el proyecto que hoy lleva su nombre. Un edificio que dio pie incluso al nacimiento del efecto Beaubourg [por la calle en la que se encuentra], la teoría sociológica de Jean Beaudrillard para denunciar la consagración del museo como espacio predispuesto a la cultura de masas y a un puro simulacro como modelo de civilización.

Rogers y Piano, que fundaron su estudio en 1970, presentaron un diseño al prestigioso concurso convocado en 1971. El jurado estuvo presidido por Jean Prouvé, metalúrgico y arquitecto autodidacta, e incluyó a arquitectos de la talla de Philip Johnson y Oscar Niemeyer. El diseño fue seleccionado entre 681 propuestas. El edificio fue recibido de forma apasionada por los parisinos. Lo odiaban o lo amaban. “La idea era hacerlo abierto, provocador, empático, expresivo y flexible, siempre listo para transformarse. Porque eso es lo que pensábamos que debía ser la cultura. Y lo extraño no es cómo lo hicimos, ¡sino que nos lo dejaran hacer! Fue algo increíble», rememora Piano.

Si uno se acerca el domingo al restaurante del Pompidou es posible que encuentre al arquitecto ahí comiendo con su familia, disfrutando de su obra como un vecino más de Le Marais. A medio camino entre Francia e Italia, Piano (88 años) recuerda el impacto que tuvo aquel extraño edificio que decidió colocar sus tripas en el exterior para dedicar los espacios diáfanos del interior a un proyecto expositivo mutante. “Mucha gente pensaba que el edificio no estaba terminado. Y les decíamos, ¡ya está! Y entonces lo miraban y decían: ¡ah, qué interesante! Nunca ha dejado a nadie indiferente: algunos lo han amado apasionadamente, y otros lo han detestado desde el principio. Hoy digamos que lo han adoptado casi todos”.

Escaleras del hall del centro Pompidou.Samuel Aranda (Samuel Aranda)

El Pompidou no es solo uno de los museos internacionales más increíbles del mundo. Es también un engranaje social y cultural de la vida de los vecinos. Y ese es parte del temor que recorre el barrio ahora. Su presidente, sin embargo, promete que la obra no se convertirá en un agujero negro en medio de la plaza, sino que será también un elemento cultural. “Cerca de las obras, vamos a lanzar lo que llamamos el Plateau Pompidou. El taller Brancusi y el Ircam serán participes de esta aventura cultural”, anuncia.

Hoy el Pompidou está ya prácticamente vacío. Solo la Biblioteca Pública de Información —una de las mayores de libre acceso en toda Europa, utilizada cada año por cerca de un millón de visitantes— resiste hasta este lunes con la retrospectiva del fotógrafo Wolfgang Tillmans. Una muestra que se despliega en una de las dos plantas de 6.000 m². El resto son espacios diáfanos y un fabuloso hall donde hace unas semanas cenaron y bailaron los vecinos del barrio, a quienes el centro invita periódicamente a celebraciones privadas para recordarles que ellos forman parte del proyecto. El Pompidou, esa era la gracia, sigue siendo un museo local. “Eso nos diferencia del Louvre o del Museo de Orsay. La proporción es de un 60% contra un 40%. Y desde un punto de vista ecológico es bueno, porque la principal fuente del balance negativo de la huella de carbono es el origen geográfico de los visitantes. Llevar 40 obras a Shanghai es mucho más sostenible que traer a 150.000 chinos a París. No queremos aumentar los visitantes, sino mejorar la calidad de la visita”, subraya Le Bon.

El Pompidou reabrirá en 2030. “Conservaremos elementos esenciales como la principal biblioteca de lectura de Francia (ahora se trasladará a al distrito XII), o la principal colección de arte moderno de Europa. Eso, obviamente, permanece. Pero la experiencia de visita en 2030 cambiará. Abriremos un ágora, una plataforma multidisciplinar de 10.000 metros cuadrados, una nueva biblioteca… La escenografía del museo cambiará. Y arriba del todo, inauguraremos una terraza en el séptimo piso con vistas a todo París».

El museo cambiará. Pero las fronteras del mundo y su aspecto podrían ser otras cuando reabra. Los equilibrios de poder en Francia, los que han permitido este viaje de 50 años, también. Le Bon prefiere pensar en los aspectos positivos, en la capacidad de un buen proyecto artístico para convocar distintos puntos de vista sobre el mundo a su alrededor. “El gran desafío es atraer al público joven, hay que ver cómo esta locura de la revolución digital impactará al mundo de los museos. Yo creo que debe ser ser un lugar donde se aprecie el tiempo de forma distinta. Ni templos ni tumbas, debe estar abierto a la ciudad, y permitirnos cuestionarse sobre la sociedad actual”. Y la que viene.