Uno de los problemas de la exageración es que nos deja sin vocabulario cuando las cosas se ponen feas de verdad. Si llamamos tragedia a cualquier pequeño contratiempo de la vida, no sabemos cómo llamar a la muerte de un hijo. Si llamamos violencia a cualquier discusión, nos quedamos sin palabras para describir un asesinato. Si llamamos trastorno mental a cualquier tristura, ansiedad, miedo o angustia, ¿qué hacemos cuando la esquizofrenia se nos planta delante? Cuando hemos exagerado tanto, quedarse sin palabras ante las tragedias verdaderas equivale a encararlas desarmado. Hablar con propiedad permite aplicar las soluciones adecuadas a cada problema, porque ni se matan moscas a cañonazos, ni se frena un genocidio con batucadas.

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Las palabras censura y cancelación han sido objeto de exageraciones recurrentes en los últimos años. Aunque la presión social, la movilización activista y, en ocasiones, la acción política, han sometido a ordalías a escritores, músicos, cineastas, artistas y opinadores varios, con acosos y señalamientos inaceptables en una democracia, nada se parece a la tiranía totalitaria de Trump, que se ha cobrado la cabeza de Jimmy Kimmel.

No cabe la ingenuidad: por supuesto que todos los gobiernos intentan influir en la opinión pública controlando a las voces más destacadas. Se acallan las incómodas y se promueven las afines, y hay que estar muy ciego para no ver las maniobras que orquesta la Moncloa sobre la televisión, la pública y las privadas (esta Moncloa y todas las anteriores; no hay un solo gobierno que no haya aspirado a dirigir la conversación pública). La diferencia con una tiranía es que el poder democrático tiene límites autoimpuestos y fuerzas que se le oponen, y en el a menudo bronco y sucio juego de influencias por la hegemonía, la pluralidad prevalece, porque nadie gana del todo y nadie sale derrotado del todo.

Trump ha roto esa baraja como nunca se había visto en Estados Unidos, ni siquiera durante la noche macarthysta. No se contenta con promover a simpatizantes y hacerles un poco la puñeta a los opositores: amenaza y reprime a la vista de todos, en un cambio de panorama radical. ¿Cómo llamamos a esta política vengativa, si las palabras censura y cancelación se nos han gastado hablando de chorradas? ¿Cómo nos enfrentamos a este monstruo sin el vocabulario adecuado? Como en tantas otras cuestiones, las hipérboles recurrentes nos han dejado indefensos ante la barbarie. Urge recuperar el sentido de las palabras y darles un buen uso. Solo así serán eficaces.