Sus conciertos solían ser nocturnos. En la gira de 1962 por Israel, muchos de los asistentes a los teatros de Tel Aviv y Jerusalén, –algunos víctimas del Holocausto y en su mayoría veteranos de guerra-, describieron el silencio cerrado durante los tres minutos de la interpretación. A comienzos de los años 60, en plena Guerra Fría y pocos años después del juicio a Eichmann, Marlene Dietrich cantaba en Israel, por primera vez tras la II Guerra Mundial, una canción en alemán.
No existe una grabación en vídeo de este recital, pero sí muchos testimonios. Dietrich hizo su entrada con un vestido largo de noche, guantes y peinado clásico con ondas rubias. Se colocó bajo un foco cenital, apoyada en un taburete alto, sola frente al micrófono, la orquesta en penumbra. Entonces, con voz grave, melancólica y un tempo lento como si recitara, entonó: «Sag mir, wo die Blumen sind / Wo sind sie geblieben…» (Dime dónde están las flores/ dónde han quedado). Era una versión de Pete Seeger que, con inspiración en un canto popular cosaco, había compuesto en 1955. En la radio israelí, la interpretación de Marlene se difundió como un lema antibélico universal.
Anselm Kiefer (1945) toma esta cita inesperada para dar título a algunas obras recientes y también a la exposición: ¿Adónde han ido las flores? con la que, tras celebrar su 80 cumpleaños, aceptó batirse en duelo con Vincent van Gogh (1853-1890). El título es, además, un guiño a su determinada protesta por los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto con una mención a la vibrante belleza de las flores de Van Gogh.
La exposición en la Royal Academy de Londres es el resultado de la colaboración entre el Stedelijk Museum y el Museo Van Gogh, en una versión más reducida de la que tuvo lugar en Ámsterdam entre marzo y junio. Julien Domercq, conservador jefe de la Royal Academy, abrevió el título original a: Kiefer/Van Gogh.
Las creaciones de ambos artistas se exponen por primera vez juntas en el Reino Unido. Son una docena de obras de cada uno como dardos. Algunas de las de Kiefer llegan a medir 9 metros, las del pintor holandés apenas llegan al metro, pero su descarga es poderosísima.
El catálogo es breve porque cede el protagonismo a dos textos potentes: Tras los pasos de Van Gogh de Anselm Kiefer y Van Gogh y Kiefer: afinidad en los girasoles, del gran crítico Simon Schama, quien se resiste a hacer comparaciones para dejar que sean las obsesiones entre los dos artistas las que choquen entre sí: los campos de trigo retorcido de Van Gogh, frente a las necrópolis de ceniza y metal de Kiefer.
La exposición recupera las primeras impresiones del artista alemán a través de los bocetos y las notas del diario que tomó en un viaje iniciático a los 18 años. No había salido nunca de Alemania y, gracias a una beca, decidió seguir los pasos de Van Gogh por Bélgica, Holanda y cruzando por Francia hasta Arles. Armado con papel de dibujo, carboncillo y fijador, Kiefer se inspiró en el pintor postimpresionista y se vio profundamente influido por la estructura racional y la claridad compositiva de sus paisajes. Van Gogh se había metido en sus venas.
Vincent Van Gogh, Campo con lirios cerca de Arles, 1888.
La primera y la última de las tres salas están tomadas por los inmensos lienzos de Kiefer. Pero, en la central, la escala y las referencias manifiestas se reducen, allí se encuentran las conexiones más poéticas e interesantes entre los dos. Así la serie de cuatro pequeños paisajes en grafito de Kiefer que parecen un intento de registrar un lugar y también un estilo a base de marcas, inspirado en el artista del pelo rojo.
A mitad de la doble exposición se distingue una alhaja en blanco y negro, el magnífico dibujo de Van Gogh a lápiz: La Crau vista desde Montmajour (1888), no expuesto en Londres en 50 años. Por su tamaño y por el hecho de que no se trata de un dibujo preparatorio, sino de una obra autónoma, se intuye la importancia que tuvo para el autor. En él, Van Gogh nos lleva consigo como si fuéramos subidos a lomos de un cisne gigante, desde donde vemos la anchura y toda la profundidad de una llanura que dibujará convertida en una inmensa pista de aterrizaje.
Vincent van Gogh, La crau vista desde Montmajour, 1888.
Delante de aquella vista, el mistral le abrasaba los ojos y los insectos le distraían, aún así, Van Gogh necesitaba poseerla. Pintó el paisaje como si fuera un campo energético hecho de puntos, comas, serpentinas, muelles, remolinos, guiones, decenas de distintas puntuaciones diminutas y trazos. Las anotaciones en la hoja fluyen como música por pentagramas, describiendo la topografía con detalle hipnótico: figuritas casi invisibles que cortan la mies, campos de cereal que llegan hasta el horizonte y se extienden hasta el más allá, como el mar de su Holanda natal. Las sensaciones emitidas por el dibujo -calor y polvo, olor y color, vibraciones veraniegas palpitantes- se consiguen con tinta, lápiz y una pluma de caña.
Enfrente está: Campo cubierto de nieve con una grada («inspirado en Millet») (1890), óleo para el que Van Gogh pinta la nieve en olas de color verde mar, ópalo y gris; también, y con minuciosidad, el perfil de unos árboles desnudos. Un ligero resplandor en el centro atrae nuestra mirada -muy gradualmente- y, al percibirlo visualizamos que Van Gogh construía sus paisajes como un albañil, pincelada a pincelada.
Vincent Van Gogh, Campo cubierto de nieve con una grada («inspirado en Millet»), 1890.
Junto a él está el menos reproducido: Pilas de novelas francesas (1887), como una declaración de estos dos lectores voraces adictos a la literatura y la poesía. El genio de Zundert dijo una vez a su hermano Theo: «Para mí, los libros, la realidad y el arte son la misma cosa». Las novelas que leía y cuyos lomos, a veces, pintaba en sus obras, constituyen un testimonio más del autor. Las creaciones de Kiefer, sin embargo, están más relacionadas con la mitología y conceptos filosóficos; sobre ellas suele escribir frases en su caligrafía premonitoria.
Anselm Kiefer, Noche estrellada, 2019.
Noche estrellada (2019), toma el título del cuadro de Van Gogh cuyo cielo es una construcción de pinceladas espirales. Para Kiefer, el original del holandés es trascendental, porque vincula la vida y la muerte, la tierra con el universo y las volutas del cielo adoptan la apariencia de un monstruo marino que, en la versión de Kiefer, se metamorfosea en una ola gigante hecha de haces de paja. En el capítulo del catálogo dedicado al cuadro, Anselm Kiefer explica que en esa forma ve una mención al Libro de la revelación de San Juan. En Noche estrellada (1889) de Van Gogh, los astros orbitan sobre sí formando su propio cosmos y, cada uno de ellos, su propia espiral. La luna, se ilumina incluso dentro de su media luna. Las ventanas de las casas, débiles y tímidas en comparación con las luces del firmamento, están encendidas desde el interior, creando una doble iluminación y, en su pequeñez, parecen extrañamente perdidas y desorganizadas bajo el fulgor estelar. La verticalidad del ciprés y la aguja de la iglesia recuerdan a la esfera de un reloj que ha perdido las manecillas.
Mientras Van Gogh veneraba el amarillo, en la obra de Kiefer este color muta a un crema con toques de amarillo, sedimento y pan de oro. Ambos artistas aplican la pintura tan espesa que solidifica en formas tridimensionales. Los cielos y campos dorados de Van Gogh como: Campo de trigo con un Segador (1889), recuerdan a Kiefer el fondo dorado de los iconos. En la exposición, y aunque de otra manera, también reverbera el fondo, como iluminado por un foco desde atrás de La arlesiana (1890), que logra que la cantidad de luz contenida en su blusa rosa pálido parezca de otro mundo. El verde oliva de la cara se multiplica en contacto con el esmeralda de la blusa. La frente de la mujer de Arles queda ordenada por una raya que le divide el pelo en dos ondas de color azabache enfatizando la fuerza de su mirada perdida.
Los girasoles de Kiefer, cuyas semillas caen en sus obras como si fueran un llanto de estrellas, difícilmente podrían ser más distintos de los de Van Gogh, pues encarnan respectivamente radiación y resplandor. Para el holandés, esta flor simbolizaba la absorción concentrada del calor, el resplandor vital al que se había sentido atraído tras vivir entre los cielos envueltos en las sombras de los Países Bajos y la luz parpadeante del Midi. Antes de la llegada de Paul Gaugin, Van Gogh contrajo la obsesión por pintar girasoles, planeaba colgar varios cuadros en su ya de por sí llamativa «Casa Amarilla» de Arles, donde había alquilado cuatro cuartos que abarrotaba de jarrones. A su lado, los girasoles de Kiefer de un negro funerario, están moribundos, chamuscados, con las cabezas dramáticamente caídas o fijas en un estado de rigor mortis floral.
En Hortus Conclusus (2007-14), la negrura de los girasoles de Kiefer sale del cuerpo de un hombre desnudo tendido en el suelo. Es una evocación de la iconografía cristiana y del Árbol de Jesé que, en la Biblia, brota del padre del rey David y se eleva con un tronco hasta la imagen del Salvador; una escena muy representada en las vidrieras de las primeras catedrales góticas, desde Saint Denis hasta Chartres.
La exposición incluye una selección de los célebres paisajes a gran escala de Kiefer: Los cuervos, (2019) o Nevermore (2014). Obras monumentales que encapsulan su admiración por los efectos compositivos de Van Gogh, desde la adopción de líneas de horizonte altas a las imágenes en primer plano combinadas con perspectivas profundas y formatos panorámicos. Ambos compartieron fijación por los cuervos y los campos de trigo, además de una profunda afinidad hacia las texturas pictóricas. En Walther von der Vogelweide (2014), Kiefer parece emplear todo un tubo de acrílico para dar forma a cada pétalo de sus flores.
Anselm Kiefer, Nevermore, 2014.
A parte de las obras de Van Gogh, a Kiefer en su adolescencia le condicionaron las de Emil Nolde (1867-1956) y sentía fascinación por otras mentes: Paul Celan, Ingeborg Bachmann, Georg Trakl, Martin Heidegger, Rainer Maria Rilke, Gershom Scholem o Robert Fludd, que creía que cada flor en la Tierra tiene su correspondiente estrella en el cielo.
Al salir de la Royal Academy, resulta inevitable sopesar la fuerza del golpe recibido por cada uno de los dos artistas. Kiefer es amenaza, peso, campos de profundidad inagotable, nieve, rayas como surcos, negrura, fardos de paja amontonada y fría, soledad, hastío, letras como grilletes, guadaña. Van Gogh solo es verdad.